07 noviembre, 2011

San Wilibrordo


Oh, San Wilibrordo, vos, sois el hijo
del Dios de la vida, que crecisteis
en ambiente de santidad y cultura
y a los quince años ratificasteis
vuestra monástica vida y mas tarde
fundasteis el monasterio que lleva
vuestro nombre. San Bonifacio,
decía de vos que erais varón “de gran
santidad y de austeridad maravillosa”,
dotado de paciencia y tenacidad
humilde y hábil, celoso y realista,
de inquebrantable voluntad y viva
prudencia nunca desmedida, gran
conductor de hombres y organizador.
San Beda “el Venerable”, de vos, dice
estas postreras palabras: “inflige todos
los días derrotas al diablo; a pesar de su
ancianidad combate todavía, pero el
viejo luchador suspira por la eterna
recompensa”, y claro, ya la habías
ganado y con exceso y corona de luz
recibisteis, -como lo sabéis-, y brilláis
en la eterna eternidad de los tiempos;
Oh, San Wilibrordo, “virtud que brilla”.

© 2011 by Luis Ernesto Chacón Delgado

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San Wilibrordo
7 de noviembre
(+ 739)

Wilgils, el noble anglosajón, había quedado viudo. Cristiano ferviente, perteneciente a la primera generación de convertidos del paganismo, resolvió abrazar la vida solitaria. Todo lo abandonó, hasta la más dulce prenda que le quedaba: un día llamó Wilgils a la puerta del monasterio de Ripon y ofreció a Dios y al abad Wilfrido su hijito Wilibrordo.

Ripon era una abadía fervorosa; Wilfrido, un padre austero y a la vez cariñoso para sus religiosos. El hijo de Wilgils fue educado con esmero en la escuela abacial. Fue su preceptor San Ceolfrido, el mismo que años adelante debía ser, en Wearmouth, abad de San Beda el Venerable. El pequeño oblato creció en un ambiente de santidad y cultura. A los quince años ratificó libremente, con su profesión monástica, la propia donación a Dios hecha por su padre.

La vida del joven monje transcurría plácida y fervorosa al amparo de los muros claustrales cuando una fuerte conmoción vino a turbar la paz del monasterio. Había estallado un grave conflicto entre el rey Egfrido y Wilfrido, el cual, sin dejar de ser abad de sus nueve monasterios, ocupaba entonces la sede de York, la segunda de Inglaterra. Teodoro, arzobispo de Canterbury, aprovechó esta ocasión para dividir en varias diócesis el reino de Nortumbria, el gran territorio hasta entonces sometido a la sola jurisdicción espiritual del arzobispo de York, y Wilfrido, sintiéndose perjudicado en sus derechos, emprendió el camino de Roma para protestar ante el Papa. Fue entonces también cuando Wilibrordo abandonó a Ripon.

Tal vez fuera su propósito vivir en el destierro como su abad San Wilfrido; acaso le atrajera irresistiblemente la fama de santidad y ciencia de la vecina Irlanda. Lo cierto es que el joven monje se dirigió a la Isla de los Santos. En ella halló una nueva patria. San Egberto, noble nortumbriano que había hecho voto de vivir en tierra extraña, le acogió paternalmente en su monasterio de Rathmelsigi. San Egberto y el cenobio de Rathmelsigi debieron de imprimir en el alma de Wilibrordo una huella duradera durante los doce años que permaneció allí.

Porque tampoco fue la abadía de Rathmelsigi el término de la peregrinación de nuestro monje. San Egberto, como tantos otros compatriotas suyos, sentía en su corazón ansias misioneras; su pensamiento atravesaba a menudo el mar y se trasladaba a las regiones del continente donde sus hermanos de raza vivían aún en las tinieblas del paganismo; Frisia atraía con preferencia su atención. Impedido por las circunstancias, no había podido llevar personalmente la luz del Evangelio a aquellas costas, pero había mandado allá a uno de sus monjes. Wigberto, el cual, tras dos años de inútiles esfuerzos, se vió obligado a regresar. Radbod, rey de los frisones, se mostraba adversario irreductible a toda predicación cristiana. Pero Egberto, sin desanimarse, aguardaba la ocasión propicia. Esta se presentó en 689, cuando el rey Radbod fue vencido por Pipino II, duque de Austrasia, y toda la Frisia meridional cayó en poder de los francos. Egberto designó entonces un grupo de doce monjes que debía dirigirse a Frisia. Al frente de los misioneros puso a Wilibrordo. Era el año 690.

No era fácil la tarea confiada a Wilibrordo y a su pequeña hueste monástica. El pueblo germánico de los frisones, que en el siglo ocupaba la desembocadura de los grandes ríos que mueren en las costas de los Paises Bajos, constituía un campo rebelde a todo cultivo. Aquellos bárbaros de estatura imponente, barba rubia y largas melenas eran guerreros feroces, testarudos, apegados a sus viejas tradiciones y extremadamente amantes de su libertad e independencia. El poder romano nunca habia sido estable en Frisia, y el cristianismo, que por vez primera había penetrado en la región con los funcionarios merovingios como religión de los invasores, no parece que alcanzara ninguna o muy pocas simpatías. Bien es verdad que en 678 San Wilfrido de York, camino de Roma, había penetrado hasta el corazón del país y conseguido algunos éxitos, mas también entonces la evangelización había chocado contra la resistencia del rey Radbod. Wilibrordo y sus compañeros, pues, debían trabajar en terreno prácticamente virgen. Pero aquellos monjes eran valientes y emprendedores. Les impulsaba al amor de Cristo, confiaban plenamente en Dios, pero no despreciaban la ayuda de los hombres.

Experiencias ajenas habían probado que nada duradero podía llevarse a cabo sin el apoyo de los francos, y Wilibrordo buscó la protección de Pipino II. Su acción, para ser eficaz y legítima, debía tener la aprobación del Sumo Pontífice, y Wilibrordo corrió a Roma para conseguirla. Pipino II otorga su protección a los misioneros venidos de Irlanda, y el papa Sergio I colma a Wilibrordo de bendiciones, reliquias, objetos de culto y libros. La espada de los francos y los alientos de la Sede romana sostendrán la misión monástica de Frisia. La parte meridional de la vasta región, que se encontraba en poder de los francos, será el teatro de los afanes apostólicos de Wilibrordo y los suyos. Su predicación constante, inflamada por la caridad, no tarda en verse premiada con numerosas conversiones. La misión, conducida con habilidad y celo, progresa rápidamente. Y como las relaciones entre Pipino II y Radbod se hacen más amistosas y la paz parece asegurada por largos años, si no para siempre, parece llegado el momento de consolidar la naciente cristiandad frisona con la erección de una diócesis. Wilibrordo emprende nuevamente el largo camino de Roma (695), donde es recibido paternalmente por Sergio I. Al regresar poco después al campo de sus afanes, Wilibrordo posee ya la consagración episcopal, recibida de manos del Papa, quien le había otorgado también el palio, señal del favor apostólico. Frisia había sido constituida en iglesia sujeta inmediatamente a la Sede romana.

Pipino II regaló al arzobispo de los frisones el ruinoso castrum romano de Utrecht, donde surgió muy pronto la basílica del Salvador, la escuela y la residencia del arzobispo y sus clérigos. Utrecht, fue, pues, el centro de la nueva diócesis. Pero quiso, además, Wilibrordo, conforme al método benedictino que le trajo al continente europeo, fundar un monasterio destinado a servir de base a la acción misionera. La abadía se presentaba como el tipo concreto de la vida religiosa y social, y los monjes la señalaban como ejemplo a los que pretendían convertir al cristianismo. El monasterio de San Wilibrordo y de la misión de Frisia fue Echternach, situado prudentemente en Luxemburgo, es decir, en territorio franco, lejos de los riesgos de la vanguardia misionera. Cada dos años iba regularmente Wilibrordo a pasar unos meses de reposo y recogimiento en su querida abadía, su residencia favorita.

Entretanto se revelaban las bellas cualidades del arzobispo de los frisones. Era, según testimonio de San Bonifacio, varón “de gran santidad y de austeridad maravillosa”, pero bueno y paternal para los otros. Típico anglosajón paciente, y tenaz, humilde y hábil, celoso y realista, dotado de voluntad inquebrantable y prudencia nunca desmentida, Wilibrordo tenía temple de gran conductor de hombres, de gran organizador. La única preocupación que le guiaba en todas sus acciones era la salvaguarda y consolidación de su obra. Sus ansias apostólicas no desbordan los límites de lo que le parecía seguro. Verdad es que intentó evangelizar la Frisia del Norte y hasta estuvo en Dinamarca movido por el mismo impulso misionero; pero pronto comprendió que era empresa prematura y regresó a su campo de acción, el territorio dominado por la espada de Pipino II. No es que fuera un cobarde, un pusilánime: en cierta ocasión destruyó un ídolo con peligro de su vida y en momentos difíciles se mantuvo firme ante la ira del rey Radbod. Pero Wilibrordo nada tenía de aventurero. Iba siempre a lo seguro y positivo. Sus catecúmenos no fueron jamás bautizados rápidamente ni en masa; cada uno de ellos debía someterse a una seria preparación individual. Y así su obra no tuvo dimensiones enormes y espectaculares, pero fue segura y durable.

Esta obra, sin embargo, sufrió un rudo golpe a la muerte de Pipino II (714), cuando los frisones intentaron rechazar el yugo de los francos. Wilibrordo se retiró precipitadamente a Echternach, y los monjes pudieron entonces apreciar la prudencia de su abad y arzobispo que les había preparado aquel refugio seguro. Cuando Carlos Martel restableció la paz (718), Wilibrordo había alcanzado ya los sesenta años de edad. Pero no soñaba todavía en descansar; ni siquiera se lamentó ante los estragos causados por aquellos años destructores. La obra de su vida estaba casi totalmente arruinada. Él y sus monjes empezaron animosamente a rehacerla. En este tiempo difícil tuvo Wilibrordo un precioso ayudante en un monje compatriota suyo, Winfrido, el futuro San Bonifacio, apóstol de Alemania. Y la cristiandad de Frisia fue restaurada.

San Wilibrordo murió muy probablemente en Echternach el 7 de noviembre del año 739. Las últimas noticias que de él poseemos nos las proporciona San Beda el Venerable en 734. Wilibrordo-dice-”inflige todos los días derrotas al diablo; a pesar de su ancianidad combate todavía, pero el viejo luchador suspira por la recompensa eterna”.

GARCÍA M. COLOMBÁS, O. S. B.