Día litúrgico: Domingo XXIII (B) del tiempo ordinario
Ver 1ª Lectura y Salmo
Texto del Evangelio (Mc 7,31-37): En
aquel tiempo, Jesús se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por
Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un
sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la
mano sobre él. Él, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos
en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos
al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir:
“¡Ábrete!”. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de
su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo
contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban.
Y se maravillaban sobremanera y decían: «Todo lo ha hecho bien; hace
oír a los sordos y hablar a los mudos».
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«Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él»
Pbro. Fernando MIGUENS Dedyn
(Buenos Aires, Argentina)
Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la curación de un
hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32). Como en
muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén,
etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos.
Los Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación
mediadora de la Humanidad de Cristo en sus milagros. Una mediación que
se realiza en una doble dirección: por un lado, el “abajamiento” y la
cercanía del Verbo encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la
profundidad de su mirada, su voz dulce y próxima); por otro lado, el
intento de despertar en el hombre la confianza, la fe y la conversión
del corazón.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van mucho
más allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a
conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o la
inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una
verdadera comunión de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores
del don divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más
se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio
del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de
una profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros es de una importancia decisiva el
sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su
misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor
que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento
ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y
repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento
de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es
preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra
indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar
reflexivamente la voz de Dios.