Texto del Evangelio (Mt 28,8-15):En aquel
tiempo, las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y
gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús
les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!». Y ellas se
acercaron a Él, y abrazándole sus pies, le adoraron. Entonces les dice
Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí
me verán».
Mientras ellas iban, algunos de la guardia fueron a la
ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Estos,
reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma
de dinero a los soldados, advirtiéndoles: «Decid: ‘Sus discípulos
vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos’. Y si la
cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os
evitaremos complicaciones». Ellos tomaron el dinero y procedieron según
las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos,
hasta el día de hoy.
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«Las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos» Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían ido
al sepulcro mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría» sienten
en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la resurrección del
Maestro. Y salen “corriendo” del sepulcro para anunciarlo a los
Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus corazones explotarían si no
lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en nuestras almas las
palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14).
Jesús
se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María
—así agradece y paga Cristo su osadía de buscarlo de buena mañana—, y lo
hace también con todos los hombres y mujeres del mundo. Y más todavía,
por su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre.
Las
reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las
actitudes más profundas del ser humano ante Aquel que es nuestro Creador
y Redentor: la sumisión —«se asieron a sus pies» (Mt 28,9)— y la
adoración. ¡Qué gran lección para aprender a estar también ante Cristo
Eucaristía!
«No tengáis miedo» (Mt 28,10), dice Jesús a las
santas mujeres. ¿Miedo del Señor? Nunca, ¡si es el Amor de los amores!
¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la propia debilidad. Por esto
nos agarramos bien fuerte a sus pies. Como los Apóstoles en el mar
embravecido y los discípulos de Emaús le pedimos: ¡Señor, no nos dejes!
Y
el Maestro envía a las mujeres a notificar la buena nueva a los
discípulos. Ésta es también tarea nuestra, y misión divina desde el día
de nuestro bautizo: anunciar a Cristo por todo el mundo, «a fin que todo
el mundo pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con
cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad (…)
contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la
potencia del amor que irradia de ella» (San Juan Pablo II).
Pensamientos para el Evangelio de hoy
- «¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza» (San Gregorio de Nisa)
- «Hoy, más que nunca, se hace necesaria la adoración. Una de las mayores perversiones de nuestro tiempo es que se nos propone adorar lo humano dejando de lado lo divino. Los ídolos que causan muerte no merecen adoración alguna, sólo el Dios de la vida merece adoración y gloria» (Francisco)
- «María Magdalena y las santas mujeres (…) fueron las primeras en encontrar al Resucitado [y] las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1Cor 15,5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: ‘¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!’ (Lc 24,34)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 641)