Domingo XXVI (A) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 21,28-32): En
aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes: «¿Qué os parece? Un
hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a
trabajar en la viña’. Y él respondió: ‘No quiero’, pero después se
arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él
respondió: ‘Voy, Señor’, y no fue.
»¿Cuál
de los dos hizo la voluntad del padre?». «El primero», le dicen.
Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras
llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros
por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los
publicanos y las rameras creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os
arrepentisteis después, para creer en Él».
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«¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» +Dr. Josef ARQUER (Berlin, Alemania)
Hoy, contemplamos al padre y dueño de la viña pidiendo a sus dos
hijos: «Hijo, vete hoy a trabajar en la viña» (Mt 21,29). Uno dice “sí”,
y no va. El otro dice “no”, y va. Ninguno de los dos mantiene la
palabra dada.
Seguramente, el que dice “sí” y se queda en casa no
pretende engañar a su padre. Será simplemente pereza, no sólo “pereza
de hacer”, sino también de reflexionar. Su lema: “A mí, ¿qué me importa
lo que dije ayer?”.
Al del “no”, sí que le importa lo que dijo
ayer. Le remuerde aquel desaire con su padre. Del dolor arranca la
valentía de rectificar. Corrige la palabra falsa con el hecho certero.
“Errare, humanum est?”. Sí, pero más humano aún —y más concorde con la
verdad interior grabada en nosotros— es rectificar. Aunque cuesta,
porque significa humillarse, aplastar la soberbia y la vanidad. Alguna
vez habremos vivido momentos así: corregir una decisión precipitada, un
juicio temerario, una valoración injusta… Luego, un suspiro de alivio:
—Gracias, Señor!
«En verdad os digo que los publicanos y las
rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios» (Mt 21,31). San Juan
Crisóstomo resalta la maestría psicológica del Señor ante esos “sumos
sacerdotes”: «No les echa en cara directamente: ‘¿Por qué no habéis
creído a Juan?’, sino que antes bien les confronta —lo que resulta mucho
más punzante— con los publicanos y prostitutas. Así les reprocha con la
fuerza patente de los hechos la malicia de un comportamiento marcado
por respetos humanos y vanagloria».
Metidos ya en la escena,
quizá echemos de menos la presencia de un tercer hijo, dado a las medias
tintas, en cuyo talante nos sería más fácil reconocernos y pedir
perdón, avergonzados. Nos lo inventamos —con permiso del Señor— y le
oímos contestar al padre, con voz apagada: ‘Puede que sí, puede que
no…’. Y hay quien dice haber oído el final: ‘Lo más probable es que a lo
mejor quién sabe…’.