Santos Jorge, Adalberto y Marolo de Milán
Memoria Litúrgica, 23 de abril
Por: n/a | Fuente: ACI Prensa
Mártir
Martirologio Romano: San Jorge, mártir, cuyo glorioso
certamen, que tuvo lugar en Dióspolis o Lidda, en Palestina, celebran
desde muy antiguo todas las Iglesias, desde Oriente hasta Occidente (†
s. IV).
Etimológicamente: Jorge = Aquel que trabaja la tierra, es de origen griego.
Breve Biografía
Breve Biografía
La vida de San Jorge se popularizó en Europa durante la Edad Media, gracias a una versión bastante “sobria” de sus actas.
Según cuenta la tradición, el santo era un caballero cristiano que
hirió gravemente a un dragón de un pantano que aterrorizaba a los
habitantes de una pequeña ciudad. El pueblo sobrecogido de temor se
disponía a huir, cuando San Jorge dijo que bastaba con que creyesen en
Jesucristo para que el dragón muriese. El rey y sus súbditos se
convirtieron al punto y el monstruo murió.
Por entonces estalló la cruel persecución de Diocleciano y Maximiano;
el santo entonces comenzó a alentar a los que vacilaban en la fe, por
lo que recibió crueles castigos y torturas, pero todo fue en vano.
El emperador mandó a decapitar al santo, sentencia que se llevó a
cabo sin dificultad, pero cuando Diocleciano volvía del sitio de la
ejecución fue consumido por un fuego bajado del cielo.
Esta versión popular de la vida del santo, induce a que en realidad
San Jorge fue verdaderamente un mártir de Dióspolis (es decir Lida) de
Palestina, probablemente anterior a la época de Constantino.
No se sabe exactamente como llegó a ser San Jorge patrón de
Inglaterra. Ciertamente su nombre era ya conocido en las islas
Británicas antes de la conquista de los normandos.
En todo caso, es muy probable que los cruzados especialmente Ricardo I
hayan vuelto del oriente con una idea muy elevada sobre el poder de
intercesión de San Jorge.
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San Adalberto de Praga
Obispo y Mártir
Fuente: divvol.org
Obispo y Mártir
Martirologio Romano: San Adalberto (Vojtech), obispo de
Praga y mártir, que aguantó dificultades en bien de aquella iglesia y
por Cristo llevó a cabo muchos viajes, trabajando para extirpar
costumbres paganas, pero al ver el poco resultado obtenido, se dirigió a
Roma donde se hizo monje, pero finalmente, vuelto a Polonia e
intentando atraer a la fe a los prusianos, en la aldea de Tenkitten,
junto al golfo de Gdansk, fue asesinado por unos paganos (997).
Etimológicamente: Adalberto=Aquel que brilla por la nobleza de su espíritu, es de origen germánico.
(959-997)
Aún era niño, cuando una enfermedad, que lo puso a las puertas de la muerte, le hizo ver la seriedad de la vida. El problema de su salvación se le presentaba con una insistencia alarmante, y ante él parecíanle verdaderas naderías la belleza angélica de su cuerpo, de todo el mundo alabada; la nobleza de su familia, una de las más poderosas de Bohemia, y la gloria de su saber, que acumulara al lado del obispo de Magdeburgo, Adalberto. Este obispo le dio su nombre; antes se llamaba Woytiez. Tendría algo más de veinte años cuando asistió a la muerte de Diethmaro arzobispo de Praga. Diethmaro había sido uno de aquellos pastores mundanos que tanto abundaron en aquella época. Al llegar su última hora, el aguijón de la conciencia le atormentaba sin piedad. “¡Mísero de mí-exclamaba- cómo he perdido mis días, cómo me ha engañado el mundo prometiéndome larga vida, riquezas y placeres!” Así hablaba en medio de los estertores de la agonía, con la voz ronca y entrecortada, con los ojos extraviados y convulsos los rasgos de su rostro. Cuando murió, parecía sumido en el abismo de la desesperación.
El joven Adalberto salió de la estancia transformado. La sacudida que
aquel espectáculo causó en su sensibilidad eslava fue tal, que desde
entonces las palabras del moribundo parecían resonar constantemente en
sus oídos. La vida se le presentó con los más negros colores, y en sus
ojos claros empezó a dibujarse una trágica inquietud. Inmediatamente
dejó su túnica de seda, se vistió de un saco grosero, se echó ceniza en
la cabeza y empezó a caminar de iglesia en iglesia, postrándose ante las
reliquias de los santos, y de hospital en hospital, visitando a los
enfermos. En esta forma lo encontraron cuando lo sentaron en la silla
episcopal de Praga. Sólo esto le faltaba para hacer de su vida un
tormento insoportable. La idea del juicio de Dios le atenazaba el alma.
“Es fácil-decía-llevar una mitra de seda y un báculo de oro; lo grave es
tener que dar cuenta de un obispado al terrible Juez de vivos y
muertos.”
Vivía triste y como dominado por una impresión de terror. Diríase que
pendía sobre su cabeza el filo de una espada. Y efectivamente, algo más
aterrador que una espada de fuego le abrumaba sin cesar: era la duda
pavorosa de si llegaría a salvarse. El enigma sombrío le estremecía, le
atormentaba y consumía sus carnes. Cuentan que jamás se le vio reír. A
los que le preguntaban por qué teniendo un obispado tan rico, que le
hacía uno de los más poderosos príncipes del Imperio, no reservaba
algunas rentas para los lícitos placeres, contestaba él con una lógica
inquietante: “¿No os parece una locura hacer piruetas al borde de un
abismo?” No deja de causarnos extrañeza, después de haber sido predicada
la suavidad del Evangelio, esta atmósfera de terror en que vive uno de
sus más puntuales seguidores; pero Dios tiene muchas vías para llevar al
Cielo a sus escogidos, y en el siglo X, tan disoluto y gangrenado por
el crimen, convenía la aparición de esta figura ejemplar. Entonces
alcanzó toda su realidad aquella palabra de Cristo: “El mundo se
alegrará y vosotros os contristaréis.”
Pero el mundo, que perdona fácilmente su virtud a algunos santos,
porque la juzga más suave, más humana, más condescendiente, guarda un
odio irreconciliable para aquellos que directamente, con sus palabras o
con su conducta, se oponen a sus alegrías insensatas. Y Adalberto era,
en su vida y en sus palabras, lo que era en su rostro. Sus súbditos
yacían en la barbarie, sin más que el nombre de cristianos, y él tenía
un temple incapaz de ceder. Predicaba, reprendía, excomulgaba, y la
gente no veía más que la dureza de su palabra; no veía que todas las
rentas de sus tierras se las llevaban los mendigos y los enfermos. Su
rigidez de acero se estrelló contra el salvajismo del pueblo. Tres veces
dejó su episcopado por juzgar inútil su labor, y otras tantas lo volvió
a tomar por consejo de los Sumos Pontífices. En uno de estos intervalos
vistió la cogulla benedictina en el monasterio de San Bonifacio, de
Roma. Disfrazado con la máscara de la humildad y de la sencillez, nadie
adivinó en el nuevo monje la luz de Bohemia. Vivió desconocido durante
cinco años, como el último de los monjes, sirviendo, cuando le tocaba, a
la mesa conventual, y sufriendo las sanciones regulares y las
advertencias de los hermanos, porque, como no estaba acostumbrado a
aquellos menesteres, rompía con frecuencia las copas y los platos.
Cuando, por última vez, se dirigía a su diócesis, los de Praga le
enviaron una embajada diciéndole irónicamente: “Nosotros somos
pecadores, gente de iniquidad, pueblo de dura cerviz; tú, un santo, un
amigo de Dios, un verdadero israelita que no podrá sufrir la compañía de
los malvados.” Adalberto comprendió, se dio cuenta de que serían
inútiles todos sus esfuerzos, y se encaminó a predicar el Evangelio en
Prusia. A la severidad de su palabra añadió Dios el atractivo de la
gracia. Ya antes, su predicación había convertido a muchos paganos en
Polonia, y el rey de Hungría, San Esteban, había recibido de su boca la
enseñanza de la fe. En Prusia, su apostolado tuvo una fecundidad
asombrosa. Todos los habitantes de Dantzig recibieron el bautismo de sus
manos. Para atraerlos más fácilmente se vistió como las gentes de
aquella tierra, adoptó su manera de vivir y aprendió su lengua.
“Haciéndonos semejantes a ellos-decía-, cohabitando en sus mismas casas,
asistiendo a sus banquetes, ganando el sustento con nuestras manos y
dejando crecer, como ellos, nuestra barba y nuestra cabellera, los
ganaremos mejor para Cristo.”
Los infieles se alarmaron y le persiguieron de pueblo en pueblo.
Sitiado en una casa por una tribu de salvajes, les decía desde la
puerta: “Yo soy el monje Adalberto, vuestro apóstol. Por vosotros he
venido aquí, para que dejéis esos ídolos mudos y conozcáis a vuestro
Creador, y creyendo en Él tengáis la verdadera vida.” Nadie se atrevió a
tocarle entonces; pero algo más tarde un sacerdote de los ídolos le
atravesó con una lanza mientras rezaba el breviario. Adalberto pudo
sostenerse un instante de rodillas para orar por sus asesinos. Al caer
exánime, una sonrisa de felicidad se posaba por primera vez en sus
labios. Su alma, inundada de gloria, volaba hacia Dios, descifrado ya el
capital enigma que tantas veces le ensombreciera. Habíase cumplido la
promesa del Salvador: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo, y vuestro
gozo nadie os lo podrá arrebatar.”
San Marolo de Milán
Obispo, 23 de abril
Por: Ennio Apeciti | Fuente: santiebeati.it
Por: Ennio Apeciti | Fuente: santiebeati.it
Martirologio Romano: En Milán, en la región de la Liguria, Italia, san Marolo, obispo, amigo del papa san Inocencio I († s. V).
El 23 de abril la iglesia de Milán recuerda a san Marolo,
decimocuarto obispo de Milán (408-423), a quien el breviario ambrosiano
define como “inclytus virtute”, excelente en virtud. Posiblemente
provenía del Oriente. El propio nombre Marolo significa “que viene del
mar”, o “habitante de la costa”.
Ennodio, fino poeta latino, diácono milanés que llegó a ser obispo de Padua y murió en el 521, escribe que Marolo nació en al región de Babilonia, en las tierras que de una parte estaban “besadas por el Tigris”, y por otra estaban entre las primeras “iluminadas” por Evangelio, y las primeras marcadas por la sangre de los mártires.
Tal vez por huir de la persecución de Sápor II, pasó a Antioquía de Siria, y de allí probablemente a Roma, ya que fue amigo del papa Inocencio I (401-417). De allí se trasladó a Milán, rodeado de la fama de hombre culto y cuidadoso en temas de la fe.
Ennodio dice que fue un obispo “atentísimo” a su misión, “empeñado”, sin ahorrarse energía en su ministerio, “amante del ayuno” y de las penitencias, entendidas como instrumentos de intercesión ante Dios en favor de su pueblo; “ardiente de celo con su misión, providente con los pobres”, o quizás podría traducirse “ardiente en su providencia con los pobres”. En efecto, fue amado por sus obras de caridad, en favor de las víctimas de las invasiones de los visigodos. Sus restos reposan en la basílica de San Nazaro, consolado por las palabras de Ambrosio: “Ay de mí si no amare. Ay de mí si amare menos, a mí, a quien tanto se ha dado”.
(http://es.catholic.net/op/articulos/57254/marolo-de-miln-santo.html#)
Breve Biografía
Ennodio, fino poeta latino, diácono milanés que llegó a ser obispo de Padua y murió en el 521, escribe que Marolo nació en al región de Babilonia, en las tierras que de una parte estaban “besadas por el Tigris”, y por otra estaban entre las primeras “iluminadas” por Evangelio, y las primeras marcadas por la sangre de los mártires.
Tal vez por huir de la persecución de Sápor II, pasó a Antioquía de Siria, y de allí probablemente a Roma, ya que fue amigo del papa Inocencio I (401-417). De allí se trasladó a Milán, rodeado de la fama de hombre culto y cuidadoso en temas de la fe.
Ennodio dice que fue un obispo “atentísimo” a su misión, “empeñado”, sin ahorrarse energía en su ministerio, “amante del ayuno” y de las penitencias, entendidas como instrumentos de intercesión ante Dios en favor de su pueblo; “ardiente de celo con su misión, providente con los pobres”, o quizás podría traducirse “ardiente en su providencia con los pobres”. En efecto, fue amado por sus obras de caridad, en favor de las víctimas de las invasiones de los visigodos. Sus restos reposan en la basílica de San Nazaro, consolado por las palabras de Ambrosio: “Ay de mí si no amare. Ay de mí si amare menos, a mí, a quien tanto se ha dado”.
(http://es.catholic.net/op/articulos/57254/marolo-de-miln-santo.html#)