Santos Elías, Jeremías, Isaías y nueve compañeros, mártires
En Cesarea de Palestina, santos mártires Elías, Jeremías,
Isaías, Samuel y Daniel, cristianos egipcios, que, por haber servido a
los confesores condenados a las minas, fueron apresados por el prefecto
Firmiliano, en tiempo de Galerio Maximiano, y, después de duros
tormentos, perecieron decapitados. Tras ellos fueron martirizados
Pánfilo, presbítero, Valente, diácono de Jerusalén, y Pablo, oriundo de
la ciudad de lamnia, que habían permanecido dos años en la cárcel, así
como Porfirio, siervo de Pánfilo, además de Seleuco, capadocio que
ostentaba un grado en la milicia, y Teódulo, anciano servidor del
prefecto Firmiliano. Finalmente, el capadocio Julián, llegado como
peregrino en aquel momento, fue denunciado como cristiano por haber
besado los cuerpos de los mártires, y por orden del prefecto lo quemaron
a fuego lento.
En la sección de la «Historia Eclesiástica» dedicada a los confesores
de Palestina, Eusebio de Cesarea describe a su maestro Pánfilo como al
«más ilustre mártir de su época, por sus vastos conocimientos
filosóficos y por todas las virtudes que le adornaban». Esta vez no se
trata de un mero panegírico convencional, porque hay un inconfundible
tono de sinceridad en las palabras que utiliza el historiador cuando
habla de «su señor Pánfilo», puesto que siempre hace esta aclaración:
«no sería conveniente que yo mencionara el nombre de ese santo y bendito
hombre, sin darle el título de ‘mi señor’». Con agradecida veneración,
se auto-impuso lo que él llama «un nombre triplemente amado para mí», y
firmaba Eusebius Pamphili (Eusebio [discípulo] de Pánfilo) al escribir
la biografía de su héroe, en tres volúmenes que conoció san Jerónimo,
pero que ya no existen.
Pánfilo, vástago de una familia rica y honorable, nació en Berytus
(Beirut), en Fenicia. Tras distinguirse en todas las ramas de la
enseñanza secular que se impartía en su ciudad natal, tan renombrada
como centro del saber, se fue a Alejandría para estudiar en la famosa
escuela catequética, donde estuvo bajo la influencia de Pierio, el
discípulo de Orígenes. El resto de su vida lo pasó en Cesarea, que por
entonces era la capital de Palestina. Allí fue ordenado sacerdote.
También allí formó una magnífica biblioteca que se conservó hasta el
siglo VII, cuando fue destruida por los árabes. Pánfilo fue el más
notable estudioso de la Biblia en su época y el fundador de una escuela
de literatura sagrada. Después de salvar infinitas dificultades, de
revisar y corregir miles de manuscritos, hizo una traducción de las
Sagradas Escrituras más correcta que cualquiera de las que circulaban
hasta entonces. Toda la versión fue transcrita por su mano y distribuida
por medio de copias que hizo sacar a los alumnos más dignos de
confianza de su escuela. La mayoría de las veces, entregó su trabajo
gratuitamente puesto que, a más de ser un hombre muy generoso, estaba
ansioso por alentar los estudios sagrados.
Como trabajador infatigable, llevó una existencia muy austera y fue
notable por su humildad. A sus criados y empleados los trataba como
hermanos; entre sus parientes, amigos y particularmente, entre los
pobres, distribuyó las riquezas heredadas de su padre. Una vida tan
ejemplar tuvo su merecida culminación en el martirio. En el año 308,
Urbano, el gobernador de Palestina, lo mandó aprehender, lo sometió a
crueles torturas y lo encerró en prisión, por negarse a sacrificar ante
los dioses. Durante su cautiverio, colaboró con Eusebio, que tal vez
fuera su compañero de prisión, para escribir una «Apología de Orígenes»,
cuyas obras había copiado y admiraba grandemente.
Dos años después de haber sido detenido, Pánfilo fue llevado ante el
gobernador Firmiliano, sucesor de Urbano, para un examen de su causa y
un nuevo juicio. En esa ocasión le acompañaban Pablo de Jamnia, hombre
de gran fervor, y Valente, un anciano diácono de Jerusalén que tenía en
su crédito haberse aprendido toda la Biblia de memoria. Encontrando a
los tres acusados enteramente firmes en su fe, Firmiliano dictó contra
ellos la sentencia de muerte. Tan pronto como se dio a conocer el
veredicto, Porfirio, un estudiante joven e inteligente a quien Pánfilo
amaba como a un hijo, abordó resueltamente al juez para pedirle permiso
de recoger y sepultar los restos de su maestro. Firmiliano inquirió si
también él era cristiano y, al recibir una respuesta afirmativa, mandó
que se le diera tormento. A pesar de que sus carnes fueron desgarradas
hasta mostrar los huesos y las entrañas, Porfirio no lanzó ni un
lamento. Para matarlo, lo quemaron a fuego lento, mientras él invocaba
el nombre de Jesús.
Al mismo tiempo, un capadocio llamado Seleuco, que proclamó en voz
alta el triunfo de Porfirio y alabó su constancia, fue condenado a morir
decapitado con todos los demás. El tirano estaba enfurecido, que ni
siquiera la servidumbre de su casa escapó a su cólera; por un simple
informe de que el anciano Teódulo, su criado favorito, era cristiano,
puesto que había besado el cadáver de uno de los mártires, Firmiliano lo
mandó crucificar inmediatamente. El mismo día, en la tarde, por una
ofensa similar, un catecúmeno llamado Juliano fue quemado a fuego lento.
Los otros confesores, Pánfilo, Pablo, Valente y Seleuco murieron
decapitados. Sus cadáveres, arrojados por los verdugos en las afueras de
la ciudad, fueron respetados por las aves de rapiña y las fieras
salvajes, de manera que los cristianos pudieron recogerlos intactos y
darles sepultura.
Corría el año 309, y mientras estos martirios ocurrían, cinco
egipcios fueron a visitar a los confesores de la fe, condenados a
trabajos forzados en las minas de Cilicia. A su regreso les detuvieron
los guardias a las puertas de Cesarea. Los cinco confesaron al punto que
eran cristianos y declararon el motivo de su viaje. Al día siguiente,
comparecieron ante el gobernador Firmiliano. El juez, según su
costumbre, ordenó que los cinco egipcios fuesen torturados en el potro,
antes de ser juzgados. Después de que habían sufrido ya muchos
suplicios, el gobernador preguntó al que hacía cabeza, su nombre y su
nacionalidad. El mártir respondió que su nombre de bautismo era Elías, y
que sus compañeros se llamaban Jeremías, Isaías, Samuel y Daniel. Como
Firmiliano le preguntase nuevamente por su nacionalidad, Elías contestó
que eran ciudadanos de Jerusalén, refiriéndose a la Jerusalén celestial,
verdadera patria de todos los cristianos. El gobernador ordenó a los
verdugos que torturasen a Elías, quien fue azotado con las manos atadas a
la espalda y los pies brutalmente aplastados en yugos de madera.
Después el gobernador mandó que los cinco fuesen decapitados. La orden
se ejecutó inmediatamente.
La historia de todos estos santos es de gran interés para todos los
especialistas en hagiografía cristiana, por venir narrada de primera
mano, por un testigo de la calidad de Eusebio, padre de la historia
eclesiástica.
(http://www.evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160216&id=16188&fd=0)