22 abril, 2014

¡Resucitó! La primera lección / San Agapito I Papa

 
 
¡Resucitó! La primera lección 

 ¿Cristo ha resucitado? Entonces, nosotros también resucitaremos, porque estamos unidos a Él en un mismo cuerpo, como los miembros con la cabeza. 
 
Cuando estudiamos el Catecismo, ¿por qué lección empezamos? Seguramente, que no comenzamos nunca por la primera de todas, sino que llegamos a ella después de muchos días. Lo cual es un error, desde luego. ¿Cuál es la lección primera? Sin discurrir un momento, digamos que es la Resurrección de Jesús. Eso que decimos en el Credo: y al tercer día resucitó de entre los muertos es lo primero de todo.
 
El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo recuerda hoy al afirmar que la resurrección constituye la confirmación de todo lo que Jesucristo hizo y enseñó. Con estas palabras no hace sino repetirnos lo del apóstol San Pablo:

- Si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación, es inútil vuestra fe.
Una vez más que volvemos sobre este misterio, fundamento de todo lo que creemos y esperamos y amamos, porque no vamos a amar a un muerto que nos habría engañado.
 
Si se cree en la Resurrección, hay que admitir todo el Evangelio y hay que darse a Jesucristo.
Si no se cree en la Resurrección es inútil insistir en ninguna otra verdad.
 
Los cristianos de la Iglesia Oriental de Europa, sobre todo en Rusia, celebran la Resurrección de una manera espléndida. Durante todo el sábado, el día se pasa triste, muy triste. En el templo aparece sólo el sepulcro sellado, con Jesucristo muerto dentro de la roca. Pero al anochecer, las calles empiezan a iluminarse con el esplendor de antorchas y más antorchas que se dirigen hacia la iglesia. Al llegar la nutrida procesión, se abre la puerta y aparece el sacerdote vestido de blanco, con un manto flotante, lujoso, lleno de gracia y majestad. En su mano, el crucifijo que levanta en alto, mientras canta jubiloso por tres veces:

-¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo a resucitado! ¡Cristo ha resucitado!…
La multitud responde con gritos a cada proclama:

-¡En verdad que ha resucitado! ¡En verdad que ha resucitado! ¡En verdad que ha resucitado!…
Entran todos en el templo, espléndidamente iluminado, como quien entra en la gloria. Y llega un momento en que el coro invita a todos cantando:

- Abracémonos unos a otros, llamémonos hermanos, perdonemos a los que nos odian y cantemos todos juntos: ¡Cristo ha resucitado de entre los muertos!
 
En este momento estalla el júbilo incontenible. Todos se besan y abrazan, ricos y pobres, grandes y pequeños. El que da el beso saluda:

- ¡Cristo ha resucitado!
Y responde el que lo recibe:
- ¡Sí, Cristo ha resucitado!
 
No acaba aquí este grito de triunfo. Durante los días pascuales seguirá en la vida como normal este saludo, al encontrarse dos personas

- ¡Cristo ha resucitado!
- ¡Sí, Cristo ha resucitado!
 
Así se celebraba la Resurrección en Rusia, y Dios quiera que se haya renovado para no suprimirse ya nunca. Bella la función. Pero, sobre todo, profunda en su significado, porque resume todo lo que es nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
 
Sin el amor a Jesucristo no se explica este gozo.

 Sin esperanza de tener esta misma gloria del Señor, tampoco se comprende esta alegría.
Sin fe en todo lo que creemos, resulta ininteligible tal celebración.
 
La celebración pascual se convierte entonces en una vivencia extraordinaria de esas tres virtudes –la fe, la esperanza, la caridad– que impulsan y activan todo el organismo sobrenatural de la vida cristiana.
 
Nosotros, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica, sacamos todas las consecuencias. Nuestra vida entera es un vivir según Jesucristo Resucitado. Esto, cada día, siempre. El domingo, en especial, renovamos con la Eucaristía la celebración pascual. Porque sentimos, experimentamos y vivimos todo el misterio de nuestra fe. Esto es de cada día, y no hace falta estar en tiempo pascual para recordarlo y vivirlo.
 
¿Cristo resucitó, venciendo la muerte y todas las fuerzas de la naturaleza? Entonces, Jesucristo está sobre todo lo creado. Jesucristo es Dios.

 ¿Cristo resucitó, cumpliendo su palabra? Entonces, le creemos a pie juntillas. Era lo que Él decía. Era el Salvador.

 ¿Cristo resucitó? Entonces, hemos quedado santificados y salvados, porque ha podido mandarnos desde el seno de Dios el Espíritu Santo.
 
¿Cristo ha resucitado? Entonces, somos con Él hijos de Dios, porque nos ha metido en su misma vida.

 ¿Cristo ha resucitado? Entonces, nosotros también resucitaremos, porque estamos unidos a Él en un mismo cuerpo, como los miembros con la cabeza.

 ¿Cristo ha resucitado? Entonces, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, y llevamos ya en la tierra la vida del Cielo.
 
¿Seguimos con las preguntas? Haríamos una lista interminable. Pero, vamos a la última, que es muy sencilla de hacer, y ojalá sepamos responderla todos: -¿Sabemos bien la primera lección del Catecismo?….
 
Autor: Pedro García, misionero claretiano | Fuente: Catholic.net
 
(http://es.catholic.net/meditaciondehoy/) _________________________________________
 
 
 
Oh, San Agapito, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, que trabajasteis
con energía para que los obispos elegidos
fuesen de manera libre por el clero de sus
ciudades, y, a la vez, se respetase la dignidad
de la Iglesia. Vos, confirmasteis el decreto
del concilio de Cartago, en contra de los
arrianos. Pusisteis al orden a Anthimus, quien
como patriarca, considerado era como
intruso y además herético, a quien ordenasteis
hacer una profesión escrita de la fe y de
volver a su abandonada sede. Entonces
fuisteis amenazado con el destierro, pero
vos, lleno del Espíritu Santo contestasteis:
“Con anhelo ansioso vengo a mirar hacia el
Emperador Cristiano Justiniano. En su lugar
encuentro a un Dioclesiano, cuyas amenazas,
sin embargo, no me aterrorizan”. Y aquellas
palabras surtieron efecto, siendo convencido
el emperador, de lo poco sólido en la fe,
que era Anthimus, y vos, ejercitasteis con
plenitud vuestros poderes al deponer y
suspender al intruso. Y, por vez primera
en la historia de la Iglesia, consagrasteis
a vuestro sucesor Mennas. Y, por ello, no os
olvida nadie, y sois desde entonces, venerado
como un santo. Y, así, luego, de gastar vuestra
vida, en buena lid, marchó vuestra alma
al cielo, para coronada ser con corona de luz,
como justo premio a vuestra entrega de amor;
oh, San Agapito, amor, fe, esperanza y ley.
 
© 2014 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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22 de abril
San Agapito I
LVII Papa
 
Martirologio Romano: En Constantinopla, nacimiento para el cielo de san Agapito I, papa, que trabajó enérgicamente para que los obispos fuesen elegidos libremente por el clero de la ciudad y se respetase la dignidad de la Iglesia. Enviado a Constantinopla por Teodorico, rey de los ostrogodos, ante el emperador Justiniano confesó la fe ortodoxa, ordenó a Menas como obispo de aquella ciudad y descansó en paz (536).

Etimológicamente: Agapito = Aquel que es amable, es de origen griego.
Reinó del 535-536.
 
Su fecha de nacimiento es incierta; murió el 22 de abril del 536.
 
Fue hijo de Gordianus, un sacerdote Romano que había sido liquidado durante los disturbios en los días del Papa Symmachus.
 
Su primer acto oficial fue quemar en presencia de la asamblea del clero, el anatema que Bonifacio II había pronunciado en contra de Dioscurus, su último rival, ordenando fuera preservado en los archivos Romanos.
 
El confirmó el decreto del concilio sostenido en Cartago, después de la liberación de África, de la yunta de Vándalo, según los convertidos del Arrianismo, fueron declarados inelegibles a las Santas Ordenes y aquellos ya ordenados, fueron admitidos meramente para dar la comunión.
 
Aceptó una apelación de Contumeliosus, Obispo de Riez, a quien un concilio en Marsella había condenado por inmoralidad, ordenando a San Caesarius de Aries otorgar al acusado un nuevo juicio ante los delegados papales. Mientras tanto, Belisarius, después de la sencilla conquista de Sicilia, se preparaba para una invasión de Italia.
 
El rey Gótico, Theodehad, como último recurso, mendigó al viejo pontífice proceder a Constantinopla y traer su influencia para lidiar con el Emperador Justiniano.
 
Para pagar los costos de la embajada, Agapito se vio obligado a prometer las naves sagradas de la Iglesia de Roma.
 
Se embarcó en pleno invierno con cinco obispos y un séquito imponente. En febrero del 536, apareció en la capital del Este y fue recibido con todos los honores que convienen a la cabeza de la Iglesia Católica.
 
Como él había previsto sin duda, el objeto aparente de su visita fue condenado al fracaso. Justiniano no podría ser desviado de su resolución para restablecer los derechos del Imperio en Italia. Pero desde el punto de vista eclesiástico, la visita del Papa a Constantinopla marcó un triunfo escasamente menos memorable que las campañas de Belisario.
 
El entonces ocupante de la Sede Bizantino era un cierto Anthimus, quien sin la autoridad de los cánones había dejado su sede episcopal en Trebizond, para unir el cripto-Monophysites que, en unión con la Emperatriz Teodora, intrigaban para socavar la autoridad del Concilio de Calcedonia.
 
Contra las protestas del ortodoxo, la Emperatriz finalmente sentó a Anthimus en la silla patriarcal.
No bien hubo llegado el Papa, la mayoría prominente del clero mostró cargos en contra del nuevo patriarca, como un intruso y un herético. Agapito le ordenó hacer una profesión escrita de la fe y volver a su sede abandonada; sobre su negativa, rechazó tener cualquier relación con él.
 
Esto enfadó al Emperador, que había sido engañado por su esposa en cuanto a la ortodoxia de su favorito, llegando al punto de amenazar al Papa con el destierro. Agapito contestó con el espíritu: “Con anhelo ansioso vengo a mirar hacia el Emperador Cristiano Justiniano. En su lugar encuentro a un Dioclesiano, cuyas amenazas, sin embargo, no me aterrorizan.” Este atrevido idioma hizo que Justiniano tomara una pausa; siendo convencido finalmente de que Anthimus era poco sólido en la fe, no hizo ninguna objeción al Papa en ejercitar la plenitud de sus poderes a deponer y suspender al intruso, y, por primera vez en la historia de la Iglesia, consagrar personalmente a su sucesor legalmente elegido, Mennas.
 
Este memorable ejercicio de la prerrogativa papal no se olvidó pronto por los Orientales, que, junto con los Latinos, lo veneran como un santo.
 
Para purificarlo de cualquier sospecha de ayudar a la herejía, Justiniano entregó al Papa una confesión escrita de la fe, que el último aceptó con la juiciosa cláusula, “aunque no pudiera admitir en un laico el derecho de enseñar la religión, observaron con placer que el afán del Emperador estaba en perfecto acuerdo con las decisiones de los Padres”.
 
Poco después Agapito cayó enfermo y murió, después de un glorioso reinado de diez meses. Sus restos fueron introducidos en un ataúd y dirigidos a Roma, siendo depositados en San Pedro.
 
Su memoria se mantiene el 20 de septiembre, el día de su deposición. Los griegos lo conmemoran el 22 abril, día de su muerte.
 
(http://es.catholic.net/santoraldehoy/)