¡Oh!, San Onofre, vos, sois el hijo del Dios de la vida y
su amado santo y ermitaño. Y, que, gracias al Abad
San Panufcio, quien, moribundo os encontró, nadie
sabría de vos. Morabais en una cueva, donde siglos atrás,
los faraones reinaron, tributo rindiendo a falsos dioses.
Vos, creatura del Dios vivo, la soledad amabais, porque
en ella, perseguíais cada día elevaros de manera interior y
espiritualmente, y que, en verdad alcanzasteis, antes
de entregar vuestra alma al Dios eterno. Hoy, vuestro
estilo de vida, lo estiman como pérdida de tiempo insulso.
Os, dedicabais a la constante oración y, luego de ella, a
consejos dar entre vuestros hermanos, compartiendo vuestra
personal experiencia, dejando que el alma rebose solo amor
de Dios, para que ellos, al descubrirlo y amarlo pudiesen
así, alcanzar por la gracia, la curación, la salud y la eterna
salvación. Y, Dios, os había visto, y, no quedó duda en Él,
porque, os premió con justicia, con corona de eterna
luz por vuestra entrega increíble de grande amor y fe;
¡oh!, San Onofre, “viva y constante oración al Dios Vivo”.
© 2016 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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12 de Junio
San Onofre
Ermitaño
Si no lo hubiera encontrado el abad san Panufcio, ya moribundo, y no
hubiera escrito su vida es seguro que no conoceríamos a este personaje
originalísimo. Es un ermitaño, morador de una cueva del desierto egipcio
de la Tebaida.
Allí mismo donde la civilización faraónica había florecido siglos
antes, ahora, en las primeras centurias del cristianismo, los monjes
pueblan el despoblado y viven en solitario su intensa experiencia
interior y espiritual.
A nuestra sociedad lo profundo le sabe a raro y los compromisos
definitivos o las decisiones comprometedoras de por vida no están de
moda. Onofre, sin embargo, nos ofrece un testimonio admirable de
profundidad interior capaz de abarcar todo su paso por la tierra.
Se dedicó a la oración y, después de orar, a dar buen consejo a quien
se lo requería. ¿Nada más? Y… nada menos: dejar que el alma rebose amor
de Dios para que otros puedan descubrirlo y amarlo; dejarse afectar
desde el centro de la propia personalidad por la Gracia y contagiarla a
otros como la gran curación, la gran salud, la gran salvación.
Si en la Iglesia no existieran estos absolutos testimonios del Absoluto, todo sería aún más relativo de lo que es.
Se le representa como un santo provecto de luengas barbas y envuelto
en sus propios cabellos. También puede aparecer situado en el desierto,
en ocasiones al lado de él aparecen: la regla de San Antonio Abad, el
cráneo y la cruz que presidían sus meditaciones, la palmera de cuyos
dátiles se alimentaba e incluso una alforja (símbolo de las raciones que
nunca le faltaron).
¡Estaríamos buenos!
Gracias, san Onofre, por liberarnos de relativismos estériles con tu testimonio.
(http://es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=373)