Texto del Evangelio (Jn 13,1-15): Antes
de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo
había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el
propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en
sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la
mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego
echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a
secárselos con la toalla con que estaba ceñido.
Llega a Simón
Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús le
respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás
más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le
respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le dice Simón
Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza».
Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo
limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a
entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos».
Después que
les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo:
«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el
Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor
y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros
los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».
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«Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses Obispo de Terrassa (Barcelona, España)
Hoy recordamos aquel primer Jueves Santo de la historia, en el que
Jesucristo se reúne con sus discípulos para celebrar la Pascua. Entonces
inauguró la nueva Pascua de la nueva Alianza, en la que se ofrece en
sacrificio por la salvación de todos.
En la Santa Cena, al mismo
tiempo que la Eucaristía, Cristo instituye el sacerdocio ministerial.
Mediante éste, se podrá perpetuar el sacramento de la Eucaristía. El
prefacio de la Misa Crismal nos revela el sentido: «Él elige a algunos
para hacerlos partícipes de su ministerio santo; para que renueven el
sacrificio de la redención, alimenten a tu pueblo con tu Palabra y lo
reconforten con tus sacramentos».
Y aquel mismo Jueves, Jesús nos
da el mandamiento del amor: «Amaos unos a otros como yo os he amado»
(Jn 13,34). Antes, el amor se fundamentaba en la recompensa esperada a
cambio, o en el cumplimiento de una norma impuesta. Ahora, el amor
cristiano se fundamenta en Cristo. Él nos ama hasta dar la vida: ésta ha
de ser la medida del amor del discípulo y ésta ha de ser la señal, la
característica del reconocimiento cristiano.
Pero, el hombre no
tiene capacidad para amar así. No es simplemente fruto de un esfuerzo,
sino don de Dios. Afortunadamente, Él es Amor y —al mismo tiempo— fuente
de amor, que se nos da en el Pan Eucarístico.
Finalmente, hoy
contemplamos el lavatorio de los pies. En actitud de siervo, Jesús lava
los pies de los Apóstoles, y les recomienda que lo hagan los unos con
los otros (cf. Jn 13,14). Hay algo más que una lección de humildad en
este gesto del Maestro. Es como una anticipación, como un símbolo de la
Pasión, de la humillación total que sufrirá para salvar a todos los
hombres.
El teólogo Romano Guardini dice que «la actitud del
pequeño que se inclina ante el grande, todavía no es humildad. Es,
simplemente, verdad. El grande que se humilla ante el pequeño es el
verdaderamente humilde». Por esto, Jesucristo es auténticamente humilde.
Ante este Cristo humilde nuestros moldes se rompen. Jesucristo invierte
los valores meramente humanos y nos invita a seguirlo para construir un
mundo nuevo y diferente desde el servicio.