13 mayo, 2018

Fiesta de la Ascensión del Señor

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Día litúrgico: Ascensión del Señor (B) Ver 1ª Lectura y Salmo

Texto del Evangelio (Mc 16,15-20): En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien».

Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.
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«El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios»

Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet (Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy en esta solemnidad, se nos ofrece una palabra de salvación como nunca la hayamos podido imaginar. El Señor Jesús no solamente ha resucitado, venciendo a la muerte y al pecado, sino que, además, ¡ha sido llevado a la gloria de Dios! Por esto, el camino de retorno al Padre, aquel camino que habíamos perdido y que se nos abría en el misterio de Navidad, ha quedado irrevocablemente ofrecido en el día de hoy, después que Cristo se haya dado totalmente al Padre en la Cruz.

¿Ofrecido? Ofrecido, sí. Porque el Señor Jesucristo, antes de ser llevado al cielo, ha enviado a sus discípulos amados, los Apóstoles, a invitar a todos los hombres a creer en Él, para poder llegar allá donde Él está. «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16,15-16).

Esta salvación que se nos da consiste, finalmente, en vivir la vida misma de Dios, como nos dice el Evangelio según san Juan: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

Pero aquello que se da por amor ha de ser aceptado en el amor para poder ser recibido como don. Jesucristo, pues, a quien no hemos visto, quiere que le ofrezcamos nuestro amor a través de nuestra fe, que recibimos escuchando la palabra de sus ministros, a quienes sí podemos ver y sentir. «Nosotros creemos en aquel que no hemos visto. Lo han anunciado aquellos que le han visto. (…) Quien ha prometido es fiel y no engaña: no faltes en tu confianza, sino espera en su promesa. (…) ¡Conserva la fe!» (San Agustín). Si la fe es una oferta de amor a Jesucristo, conservarla y hacerla crecer hace que aumente en nosotros la caridad.
¡Ofrezcamos, pues, al Señor nuestra fe!

(http://evangeli.net/evangelio/dia/2018-05-13)

12 mayo, 2018

Santo Nereo, Aquileo y Pancrasio

 
 
 
 
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 ¡Oh!, Santos Nereo y Aquileo, vosotros, sois los hijos del Dios
de la vida, sus amados santos y mártires y que, san Dámaso, Papa,
dice de vosotros que, erais dos jóvenes que os habían enrolado
en el ejército y que, arrastrados por el miedo, dispuestos a
obedecer estabais las órdenes de un magistrado impío, pero que,
después de convertiros al Dios verdadero dejasteis el ejército,
arrojando vuestros escudos, armas y uniformes, y, que, rebosantes
de vuestro triunfo como confesores de Cristo, vuestras santas
vidas entregasteis en su honor y gloria. Vosotros, estabais
al servicio de Flavia Domitila, señora de alcurnia de Roma.
Eusebio, dice que ella, sobrina era, del Emperador Domiciano y
que, él mismo la envió al destierro, porque ella se declaró
cristiana y con ella os desterraron a vosotros también, porque
proclamasteis vuestra fe, en Cristo Jesús. San Jerónimo, dice
que vuestro destierro, fue cruel y largo y que, os sirvió
de martirio. Pasó el tiempo, y otro impío y cruel emperador
mandó que os cortaran la cabeza y así, el honor tuvieron
de derramar vuestra sangre por vuestra santa fe. San Dámaso,
papa, escribió la siguiente inscripción en vuestras tumbas:
“Nereo y Aquileo pertenecían al ejército del emperador. Pero
se negaron a cumplir ciertas órdenes que a ellos les parecían
crueles. Al convertirse al cristianismo abandonaron toda
violencia y prefirieron tener que abandonar el ejército antes
que ser crueles con los demás. Proclamaron su amor a Cristo
en esta tierra y ahora gozan de la amistad de Cristo en la
eternidad”. Y, así, vosotros, que, renunciando a servir a mortales
hombres, elegisteis poneros al servicio del Señor, que inmortal,
como es Él, os acogió en su Reino de plena luz inconmensurable,
donde ahora moráis eternamente, como premio a vuestro amor,
pues sabíais que, sin cruz, redención no hay. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
!Oh!, Santos Nereo y Aquileo, “vivas luces del Dios vivo”.
 
© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado

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12 de Mayo
Santos Nereo y Aquileo
Mártires


 
Martirologio Romano: Santos Nereo y Aquileo, mártires, los cuales, según refiere el papa san Dámaso, eran dos jóvenes que se habían enrolado en el ejército y que, arrastrados por el miedo, estaban dispuestos a obedecer las órdenes impías del magistrado, pero después de convertirse al Dios verdadero dejaron el ejército, arrojando sus escudos, armas y uniformes, contentos de su triunfo como confesores de Cristo. Sus cuerpos fueron sepultados en este día en el cementerio de Domitila, situado en la vía Ardeatina de Roma (s. III ex.).

Etimológicamente: Nereo = Aquel que domina el mar, es de origen griego.
Etimológicamente: Aquileo = Aquel que lucha sin espada, es de origen griego.
Breve Biografía
Estos dos personajes estaban al servicio de Flavia Domitila , una de las primeras señoras de Roma.
El historiador Eusebio dice que esta noble dama era sobrina del Emperador Domiciano y que el tal mandatario la envió al destierro, porque ella se había declarado seguidora de Jesucristo.
Con Domitila fueron enviados también al destierro San Nereo y San Aquileo, porque proclamaban su fe en el Divino Redentor.
Afirma San Jerónimo que el destierro fue tan cruel y tan largo que les sirvió de martirio.
Después otro emperador mandó que les cortaran la cabeza y así tuvieron el honor de derramar su sangre por proclamar su fe.
El Papa San Dámaso escribió la siguiente inscripción en la tumba de estos dos mártires: “Nereo y Aquileo pertenecían al ejército del emperador. Pero se negaron a cumplir ciertas órdenes que a ellos les parecían crueles.
Al convertirse al cristianismo abandonaron toda violencia y prefirieron tener que abandonar el ejército antes que ser crueles con los demás. Proclamaron su amor a Cristo en esta tierra y ahora gozan de la amistad de Cristo en la eternidad”.
El bajo relieve que representa a San Aquileo al ser golpeado por el verdugo, se considera como la más antigua representación que se ha encontrado, acerca del martirio de un cristiano.
(http://www.es.catholic.net/op/articulos/32004/nereo-y-aquileo-santos.html)

11 mayo, 2018

San Ignacio de Láconi

 
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¡Oh!, San Ignacio de Láconi, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida, su amado santo y que, siendo hermano profeso
capuchino, fuisteis limosnero durante cuarenta años dando
ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari, y
Dios os enriqueció con especiales dones sobrenaturales
que os atrajeron el aprecio de todas las gentes de vuestro
tiempo. Jamás os salisteis de vuestra isla mediterránea,
hablasteis el español por lo menos en vuestros primeros
años, como lengua materna. Como fama, vuestras virtudes y
milagros os acompañaron y fueron vuestro martirio y estorbo
para vuestra glorificación después de vuestra santa muerte.
Vuestra madre, os ofreció a San Francisco desde los primeros
años, y oísteis en vuestra casa a toda hora, la vida poética
del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores,
su amable y austera espiritualidad. Y, vos, no tardasteis
mucho en imitar a vuestro simpático modelo. Vuestra vocación
religiosa se os iba formando poco a poco, fomentada por
vuestra madre que no olvidaba la promesa hecha a Francisco
cuando vos, nacisteis. Os llamaron Fray Ignacio, y así,
empezasteis el noviciado en la vida capuchina, y los frailes
del convento, quedaron asombrados con vos, por vuestra
madura virtud. Un día os postrasteis ante la imagen de María y
le dijisteis: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». Y,
ella os respondió así: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de
la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu
cruz con paciencia». Y, vos, no volvisteis a sentir en toda
vuestra vida aquel desfallecimiento. Oración continúa, silencio,
humildad, castidad, obediencia, pobreza eran vuestras santas
virtudes: Vestíais un hábito que era un mosaico de parches y
de retazos; limpio sí, pero pintoresco y llamativo. «Para
ir al cielo -pensabais- me sirven mejor estas sandalias que
los suaves zapatos de gamuza o de charol». Y, vos, sabéis
que están empedradas las calles de vuestra ciudad con muchas
anécdotas, como las del “comerciante avaro” o “el matrimonio
joven”, entre cientos y cientos de ellas. Vos, erais así,
el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos,
con una naturalidad encantadora, decíais cosas tremendas:
profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos,
juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas,
amenazas, mandatos o reproches. Vos, penetrabais las almas,
el tiempo y el espacio, con vuestra vista de lince, iluminada
por la gracia. ¡No teníais pelos en la lengua!, cuando
el espíritu del Señor venía sobre vos. Hablabais con valentía;
reprendíais a gobernadores, alcaldes o jueces; os enfrentabais
con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban vuestras
advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo
que vos, no os equivocabais jamás y que nunca decíais palabras
de más ni de menos. Antes de morir os despedisteis de vuestra
querida hermana Inés y de las otras monjas muy alegre, también
de varios amigos y bienhechores y les dejasteis algunos pobres
regalitos: vuestro bastón, vuestro rosario, algunas modestas
estampas y medallas de la Virgen. Y en aquella despedida,
vuestra actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse
de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro
de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre». Y,
así, os confesasteis con fe y devoción; preguntasteis qué día
de la semana era aquél; y al saber que era domingo, sacasteis
las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El
miércoles pedisteis el Viático y lo recibisteis con mucha fe.
El viernes recibisteis la Extremaunción, que vos, solicitasteis
y preguntasteis qué hora era, luego y le dijisteis al padre
guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio
como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas
las Vísperas». A las dos y media de la tarde, dijisteis: «Me
queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad
y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos
emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde
en el reloj cercano de la torre parroquial, vos sonreísteis y
dijisteis a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es
la hora…». Juntasteis las manos sobre el pecho y expirasteis.
Y, luego voló así, vuestra santa alma al cielo, para coronada
ser con corona de luz como justo premio a vuestra entrega de amor;
Santo Patrono de todas las mujeres enbarazadas del orbe de la tierra,
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, “vivo Cristo de la pobreza y la virtud”.

 

© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado

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11 de mayo
San Ignacio de Láconi
(1701-1781)

Por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.


 

Hermano profeso capuchino, que fue limosnero durante cuarenta años dando ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari (Cerdeña). Dios le enriqueció con especiales dones sobrenaturales que le atrajeron el aprecio de todas las clases sociales. Lo canonizó Pío XII en 1951.

¿A quién puede interesar, en nuestro siglo, la vida tranquila y santa de un humildísimo lego capuchino del siglo XVIII? Nos tenemos que enfrentar con un hombre de escaso relieve novelesco, que vive en un ambiente geográfico poco conocido; y debemos narrar hechos y casos que parecen leyendas inverosímiles o cuentos para niños. El escritor, ante un tipo de esta clase, comienza a temer por su pluma y por su pericia; sabe que puede tropezar con numerosos escollos.

Ignacio de Láconi fue un italiano que jamás estuvo en Italia peninsular; un nativo de Cerdeña que jamás salió de su isla mediterránea; que habló el español, por lo menos en sus primeros años, como lengua materna; y que no hizo grandes ni pequeños descubrimientos científicos; y se murió de viejo hace casi dos siglos.

Su patria, Cerdeña, había pasado por muchas manos codiciosas, en tiempos antiguos y modernos. Cartagineses, romanos, catalanes, venecianos, aragoneses, genoveses, ingleses y franceses habían dado fuertes mordiscos a la isla estratégica, en una sucesión de asonadas y de piraterías que no tenían fin. Pero aquellos bocados resultaron indigestos muchas veces, hasta que la gran patria italiana consiguió engarzar esa perla verde y durísima en su corona triunfal. He ahí el escenario en que nació, vivió y murió este personaje llamado hoy San Ignacio de Láconi.

La lengua que se hablaba entonces en Cerdeña era una mescolanza de gramáticas advenedizas o nativas: había pueblos y villorrios en los que se oía corrientemente el castellano, o el catalán, o el dialecto sardo, o el inglés o cualquiera otra lengua inesperada. Pero todos se entendían, más o menos, como en la torre de Babel… Las partidas de bautismo y los documentos oficiales de aquel tiempo están en esas lenguas; a veces, un documento comienza en español y termina en italiano o en francés. ¡Interesante colección de rarezas y de estratos históricos!

A Ignacio de Láconi no fue cosa fácil elevarle a los altares: su vida, su carácter, sus prodigios de antes y después de su muerte, eran demasiado extraños, demasiado pintorescos.

La fama de santidad suele ser peligrosa para la historia: alrededor del héroe se van enredando los hilos y mallas de rumores, de falsedades, de exageraciones piadosas, que aprisionan y ahogan la verdad, la envuelven y la ocultan; y pronto nos encontramos con un temible montón de mamotretos, como árboles de un bosque virgen, que nos dejan perplejos y suspicaces.

Lo que podemos decir de nuestro Fray Ignacio es que la fama de sus virtudes y milagros fue su martirio durante la vida y un estorbo para su glorificación después de la muerte. Para llegar a la canonización, los tribunales vaticanos trabajaron más de siglo y medio. Los procesos canónicos (se hila muy delgado en Roma) fueron un rompecabezas: hubo que revisarlos, postergarlos, archivarlos, meterlos entre el polvo y los ratones de los desvanes, para desempolvarlos a cada nuevo prodigio; hubo que despejar la maraña de las historietas; hubo que exigir a Fray Ignacio pruebas extraordinarias de santidad; hasta que la evidencia se hizo presente con su cortejo de exámenes rigurosos y científicos, de pruebas, de testigos y de médicos, con juramentos solemnísimos y toda la orquesta…
Y en 1940, cuando ya había pocas esperanzas de aureolas y de pedestales, Pío XII le beatificó. Pero el buen Ignacio de Láconi no se quedó muy tranquilo con eso: removió cielos y tierra; sembró milagros a granel; y de nuevo, en 1952, el mismo Papa le confirió el título definitivo de «Santo», en una memorable ceremonia de canonización. ¡Cuántos amanuenses, dactilógrafos y secretarios descansaron aquel día!
Recorramos brevemente la vida de este hombre singular; seguramente encontraremos algunas gratas sorpresas y no pocas lecciones de espiritualidad.
La pequeña aldea de Láconi, casi en el centro de Cerdeña, fue, el 18 de diciembre de 1701, la cuna de nuestro santo. En el bautismo le pusieron tres nombres sonoros: Francisco, Ignacio y Vicente. Con este nombre de Vicente se quedó hasta que entró a la Orden Capuchina. Sus cristianos padres se llamaron Matías Cadello Peis y Ana María Sanna, buena pareja, honrada y fecunda, que tuvieron nueve hijos.

Hay indicios de que la madre, por devoción a San Francisco de Asís, dedicó a su querido Vicente y se lo ofreció al Seráfico Padre; y desde los primeros años el niño oyó en su casa, a toda hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores, su espiritualidad amable y austera. Sucedió lo que tenía que suceder, con el auxilio de Dios. El niño se entusiasmó, y empezó a imitar a su simpático modelo. En la aldea no pasaban inadvertidas sus virtudes infantiles. Las comadres parlanchinas, parte por admiración y parte por simpatía, le pusieron por sobrenombre «il Santarello», el Santito…

Su padre tenía un pequeño rebaño de ovejas. El niño tuvo que aprender a apacentar el rebaño y a trabajar la tierra. El caso es frecuente en la vida de los santos. Y si uno tiene unos adarmes de poesía y de espiritualidad, fácilmente, entre ovejas, pájaros y flores, brotan los deseos de santidad.

Así sucedió con el pequeño Vicente: rezos constantes bajo la sombra de los árboles, jaculatorias de fuego a la vista de los arroyos musicales, ayunos exagerados que le debilitaban el cuerpo y le purificaban y fortalecían el alma, al mismo tiempo que alarmaban a sus padres y hermanos y al viejo párroco del lugar.
El niño era flaco, enclenque, descolorido; pero animoso e incansable en sus correrías y trabajos. La vocación religiosa se le iba formando poco a poco, fomentada por su madre que no podía olvidar la promesa hecha a San Francisco cuando nació Vicente.
A los 17 años, el joven no se consideraba todavía maduro para la vida religiosa, a pesar de sus deseos; pero una enfermedad grave le puso en trance de morir, y en aquellos apuros, recordó su ilusión de ser religioso y prometió a Dios que, si sanaba de aquel mal, entraría en la Orden Capuchina, muy popular y querida en toda Cerdeña.

Pero todavía esperó dos años y medio, no decidiéndose formalmente a cumplir su promesa. Dios tuvo que darle un tirón de orejas para refrescarle la memoria… Un día iba a caballo por las afueras de Láconi. El animal, escaso de bríos y de nervios y en edad provecta, de repente se espanta, se encabrita, echa a correr como un potrillo joven, y el caballero, agarrándose a las crines flotantes del jamelgo, se dirigió a Dios en humilde plegaria de salvación y renovó a gritos su antigua promesa de ser capuchino. Parece que aquello le salvó la vida una vez más.

Llegando a su casa, contó la aventura y el susto a sus padres, y les pidió que le acompañaran a la ciudad de Cagliari, capital de Cerdeña, donde los capuchinos tenían dos conventos.
Vicente tenía 20 años cuando dio el paso definitivo.

El padre Provincial, al verle tan débil y flaco, rehusó admitirle, y le dijo que la vida capuchina no era para sus espaldas, y que especialmente el año de noviciado era cosa muy seria.

Vicente no se desanimó. Fue con sus padres a visitar a un gran amigo y bienhechor de los Capuchinos, el marqués de Láconi; le pidió que intercediera por él ante el padre Provincial; y en efecto, con la recomendación del marqués, nuestro joven fue admitido al noviciado en el convento de San Benito, en la misma ciudad de Cagliari. Era el 10 de noviembre de 1721.

Fray Ignacio, con su nuevo nombre religioso, comenzó el noviciado arremetiendo valerosamente con lo más difícil de la vida capuchina. Aquello no era juego de niños. Nada de tanteos ni de tibiezas. De un salto a la cumbre, desde el primer día. Los frailes del convento, algunos de ellos muy ancianos y experimentados, se quedaron asombrados con los fervores y con la madura virtud del jovencito. Todavía no le brotaba la barba, y ya parecía un religioso perfectísimo.

Parece que al novicio se le pasó la mano en los ayunos y vigilias, en las penitencias y trabajos; porque se cuenta que un día se sintió desfallecido y a punto de caer con la carga de sus mortificaciones. Había en el convento una imagencita de la Virgen Inmaculada a la que el novicio profesaba singular devoción. Al verse en aquel estado de desánimo, fray Ignacio se postró ante la imagen de María y le dijo patéticamente: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». De la santa imagen salió esta frase maternal: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El novicio no volvió a sentir en toda su vida aquel peligroso desfallecimiento. Durante sesenta años de vida religiosa fue un hombre optimista y decidido, que comunicaba entusiasmos a los demás religiosos y a todos los que le conocieron.

En 1722, terminado el año canónico del noviciado, fue admitido a la profesión de los votos religiosos, en los que fray Ignacio iba a distinguirse de manera maravillosa y heroica.

Debemos advertir, al llegar a este momento, que la vida de fray Ignacio estuvo regida siempre por la humildad de su estado, por la monotonía fecunda de la vida regular, en la que no encontramos sucesos extraordinarios ni llamativos, sino la difícil regularidad de todos los días junto al anhelo siempre creciente de perfección y de unión con Dios.

Las virtudes monásticas desorientan a los profanos. Oración continua, silencio, humildad, castidad, obediencia, pobreza: antiguallas incomprensibles, imbecilidad y fracaso… Así habla el mundo materialista, pensando que todo eso es un verdadero atentado a la naturaleza humana. Pero sucede que casi todos los crímenes y casi todas las tragedias de que el mundo sufre y se lamenta tienen su origen precisamente en la falta de esas virtudes, en el desborde de las pasiones que esas virtudes podrían detener.

En la pobreza franciscana, fray Ignacio alcanzó un grado notable de perfección. Solía vestir como visten los capuchinos, con un hábito lamentable, mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero pintoresco. Predominaba el color castaño, pero se veían también los grises y negros, los verdes pálidos y los azules viejos; se notaba la impericia del sastre en las puntadas largas y en las alforzas abultadas; sus mangas no serían modelo de elegancia, pero podían dar cabida a muchos objetos que salían a relucir en el momento oportuno: mendrugos de pan, manojitos de legumbres, frutas, pececillos, etc. Sus sandalias eran famosas en la ciudad: casi tenían más clavos que cuero; y, como abrigadoras y confortables, dejaban bastante que desear. Pero fray Ignacio estaba contentísimo con sus horribles sandalias, y con ellas caminaba horas y más horas, pese a los callos dolorosos y a las grietas sangrantes de los talones. «Para ir al cielo -pensaba- me sirven mejor estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o de charol».

La práctica perfecta de la pobreza franciscana requiere, además de la virtud, un talento y una habilidad poco comunes. Un fiel hijo de San Francisco se da cuenta, tras largas y profundas meditaciones sobre la relatividad de las cosas, de que los bienes de este mundo, las riquezas y los lujos, las comodidades y embelecos, no traen felicidad al alma, ni la llenan ni la satisfacen, sino que la acongojan y la emborrachan; mira a los avarientos y a los codiciosos como a niños engañados que coleccionan piedrecillas o papeles de colores; considera al dinero como al peor de los estorbos; y en cambio, la santa pobreza, el carecer hasta de lo que parece más indispensable, le parece una lotería que muy pocos alcanzan; siente el corazón siempre ágil y muchacho, perfectamente entrenado para la gran carrera de la santificación. Cuando un santo ve palacios y joyas, ricos vestidos y galas efímeras, en sus ojos no brilla la codicia sino la compasión. ¡Pobres los que necesitan tales cosas para creerse felices!

San Francisco de Asís, el maestro de fray Ignacio, fue el gran enamorado de esta virtud evangélica. En la vida de San Francisco, la palabra Pobreza está escrita siempre con mayúscula…
Otro tanto podríamos decir de la obediencia, de la castidad, de la humildad, virtudes difíciles, caminos ásperos por los que anduvo ágilmente nuestro joven capuchino, desde el noviciado hasta la muerte.

Del convento de San Benito, donde había hecho su noviciado y profesión religiosa, fray Ignacio fue mandado por sus superiores al convento de la ciudad de Iglesias, con el cargo de cocinero de aquella pequeña comunidad. Nada sabemos de sus conocimientos culinarios ni de su pericia y buena mano para manejar las ollas conventuales. En los conventos capuchinos la comida suele ser sana y suficiente, pero la técnica del oficio es anticuada e imperfecta, cosa que carece de importancia para quienes se han dedicado a la austeridad y a la mortificación. Sólo sabemos que fray Ignacio fue un excelente cocinero; que practicó su oficio con diligencia y con caridad; que todos estaban contentísimos de tenerle en la comunidad; y que, aun fuera del convento, la fama de sus virtudes se extendió rápidamente. Pero aquello duró muy poco tiempo. Los superiores se percataron de que en el joven religioso tenían una joya de inapreciable valor, y le destinaron al convento principal de la Provincia, al convento llamado de «Buoncammino», en la ciudad de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte, salvo breves temporadas en otros conventos de la isla.

En aquellos tiempos, los conventos capuchinos importantes solían tener, para la confección de los hábitos y ropa de los religiosos, rústicos telares que abastecían las necesidades indumentarias de la Provincia respectiva. Fray Ignacio pasó algún tiempo en el telar de Cagliari, unos pocos meses nada más; y luego los superiores le encomendaron otro oficio de más horizontes y de mayores compromisos: el oficio de limosnero por las calles y casas de la ciudad, recolector de alimentos para la comunidad, proveedor de las necesidades materiales de sus hermanos.

En las ciudades y campos de Europa y de América todavía se ven, con cierta frecuencia, esos humildes y simpáticos hermanos legos capuchinos que recorren las casas de los amigos y devotos de la Orden franciscana, pidiendo limosna para la Comunidad. Los capuchinos no tenemos posesiones ni rentas; no comerciamos; no trabajamos en industrias. Vivimos del trabajo apostólico y de la caridad; somos mendigos y obreros en una pieza; y esa es nuestra característica franciscana, acierto genial de nuestro santo Fundador. ¡Qué bien se corre por los caminos espirituales, sin carga alguna sobre el corazón! ¡Qué agilidad se siente para amar a Dios y al prójimo y para huir de las vanidades mundanas!

Entre nuestros santos capuchinos, casi todos los que fueron hermanos legos se santificaron tanto dentro de los conventos como en medio de las calles y campos; casi todos fueron «limosneros». En ese oficio humildísimo y vergonzante se necesitan más virtudes y más valor que para ser general de un ejército o director de una empresa. Se necesita mucha prudencia, educación, castidad y modestia, humildad y caridad. Eso por lo menos… No vienen mal el don de gentes, la simpatía, la paciencia y el agradecimiento.

Todas estas cualidades adornaron el alma y acompañaron las actividades de nuestro fray Ignacio en los muchísimos años que ejercitó el oficio de limosnero por las calles de Cagliari. Se nos cuentan anécdotas sabrosas y edificantes; lo difícil para el escritor es seleccionar algunas más llamativas, dejando en la penumbra otras muchas que podrían interesar al lector.

Había en aquella ciudad un riquísimo comerciante y prestamista, muy poco querido de sus obligados clientes. Pero el limosnero capuchino pasaba siempre de largo por su puerta; jamás entraba a saludar al personaje ni a pedirle una ayuda para el convento. El comerciante se molestó grandemente al darse cuenta del desvío que le demostraba fray Ignacio; y un día fue al superior del convento y se quejó ante él de la poca educación del limosnero. El padre guardián le dio toda clase de excusas y satisfacciones; y mandó a fray Ignacio que en adelante visitara con frecuencia al rico comerciante. Obedeció el hermanito y se fue directamente a la casa de aquel hombre. La limosna, naturalmente, fue abundantísima. La alforja repleta y pesada llegó al convento sobre las curvadas espaldas de fray Ignacio; pero por el camino se vio un extraño reguero de sangre que había caído de la rica carga. Los que vieron aquella terrible raya roja por el largo suelo, se preguntaban qué podría significar tan extraordinario acontecimiento: tal vez fray Ignacio había llevado en sus alforjas un cordero degollado, tal vez un tarro de pintura roja, tal vez otra cosa misteriosa y desconocida… Al presentarse ante su superior, el santo limosnero le mostró su carga sanguinolenta, diciéndole: «Vea, Reverendo Padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas…» Por toda la ciudad corrió la terrible noticia; y el rico negociante, tocado en el alma por el insólito milagro, se arrepintió de su avaricia, distribuyó sus bienes a los pobres, y en adelante vivió honestamente, sin ilícitas ganancias.

Otro caso todavía más prodigioso nos cuentan las crónicas. En la aldehuela de Sinnai vivía un matrimonio joven y piadoso, cuya única desgracia era el no haber tenido hijos después de dos años de unión. Oraciones, promesas, limosnas, nada había dado resultado: los niños no llegaban… Fray Ignacio, en sus correrías de limosnero, frecuentaba aquella casa, y consolaba a la pareja prometiéndoles sus oraciones y penitencias para que Dios les concediese aquella gracia tan anhelada. Un día, con toda claridad, les aseguró que Dios le había escuchado, y que muy pronto habría novedades en el hogar. Pero en los pueblos chicos los ojos suelen estar muy abiertos, las lenguas muy expeditas, las sospechas brotan oportuna e importunamente, y algunas vecinas poco delicadas comenzaron a propalar que el hermanito capuchino tendría algo que ver con el niño que se esperaba de un día para otro. El pueblo lo creyó a medias; cuando pasaba fray Ignacio por las calles y cuando entraba a la casa de los jóvenes esposos, estallaban a su paso las sonrisas maliciosas y los comentarios picantes y desvergonzados. Llegó por fin el hijo; se le bautizó solemnemente en la parroquia; fray Ignacio, que no ignoraba los rumores populares, asistió a la ceremonia; y de repente, en medio de un silencio impresionante, dirigiéndose a la criatura le preguntó con voz clara que todos pudieron oír: «Dime, niño, ¿quién es tu padre?» Los asistentes se apiñaron para contemplar la extraña escena; y todos pudieron ver al niño que con su dedito señalaba por tres veces a su verdadero padre allí presente. Las sospechas desaparecieron, y la fama de santidad de fray Ignacio no hizo sino aumentar considerablemente desde aquel memorable testimonio dado por el niño.

Los documentos y las crónicas de aquel tiempo no escatiman relatos prodigiosos, a veces exagerados y ridículos. Fray Ignacio vivió más de cincuenta años en la ciudad de Cagliari; llegó a ser el personaje más popular, el más querido, el más venerado. No pasaba día sin que las buenas gentes le «colgaran» algún cuento edificante, algún milagro portentoso, alguna aventura curiosa arreglada y desfigurada por el comentario repetido de boca en boca. De toda esa polvareda sale la figura de nuestro protagonista con ciertos rasgos inconfundibles que dibujan nítidamente su personalidad. Es muy difícil, en nuestros días, separar la paja del grano, saber donde termina la historia y donde comienza la fantasía. Pero a los santos no podemos medirlos con la vara corriente, ni juzgarlos con el criterio realista de los hechos tangibles y ordinarios. Dios les ha concedido gracias excepcionales; ha hecho, por su mediación, milagros que salen de todas las normas conocidas; ha adornado sus almas con carismas y con rasgos que desorientan y hacen sonreír a los incrédulos. A mí me place recoger lo pintoresco, la gracia de lo legendario, la poesía y el encanto de las historietas que los abuelos contaron a sus nietos. No me pidáis, en estas páginas, rigor histórico ni severidad de dómine; dejadme con los viejos cronicones y con el olor sabroso de los pergaminos.

La índole vulgarizadora y resumida de este libro no nos permite entrar en muchos pormenores edificantes ni en el examen prolijo de las virtudes de fray Ignacio. Con mucha pena tenemos que pasar como ráfagas por tantas páginas heroicas: por su fortaleza férrea en vencer pasiones y peligros; por su espíritu de justicia y de escrupulosa veracidad; por su inagotable caridad con pobres y ricos; por su acción pacificadora en disensiones pueblerinas o familiares; por sus penitencias y mortificaciones increíbles; por sus arrebatos místicos, éxtasis y visiones.
Entre ayunos y vigilias, entre cilicios y disciplinas espantables, fray Ignacio cultivó sus fragantes vergeles y se remontó a las alturas de la santidad.

Todas estas flores crecieron y dieron su penetrante perfume en un volcán de pasiones y en un matorral de peligros. No vayamos a creer que San Ignacio de Láconi fuese un bonachón para quien practicar el heroísmo diario resultara cosa de coser y cantar; por debajo de todas esas maravillas de perfección, había el vencimiento propio, el dominio difícil de todos los momentos, los repuntes de la maleza pasional; en una palabra, la carne y la piel, la sangre y los nervios, vivos y pujantes, sofrenados minuto a minuto, reprimidos victoriosamente con la gracia de Dios. Los santos no fueron figuritas de papel, sino formidables atletas en todas las disciplinas del espíritu. Se necesita más intrepidez para ser un buen capuchino que para ser un gran boxeador o un diestro futbolista…

En el convento de fray Ignacio, los otros religiosos le tuvieron siempre por un hombre de Dios. Le veían diariamente absorto en sus meditaciones, indefectible en sus obligaciones, penitente y caritativo como nadie, modelo de vida recogida y austera. Todos le miraban como a un modelo incomparable de virtud.

En la ciudad, su figura modesta pasaba dejando una claridad y una alegría de santidad. Parecía que jamás perdía el contacto con Dios, ni aun en medio del bullicio de las calles. Visitaba a los pobres y consolaba graciosamente a los atribulados; repartía entre los necesitados las limosnas recogidas, llevando al convento sólo una parte de su cosecha, porque había pedido permiso a sus superiores para dar todo lo que le pareciera conveniente; era amigo de viejos y de jóvenes, consejero de matrimonios, consuelo de enfermos, camarada de niños; y siempre su palabra y su ejemplo dejaban recuerdos y lecciones que difícilmente se borraban. Fray Ignacio era un predicador y un apóstol a su manera.

No solamente se predica en los púlpitos y en las iglesias; los santos llevan el púlpito a cuestas con su vida ejemplar, tienen la elocuencia irresistible de las buenas obras, persuaden, convencen, convierten, ablandan. Todo ello con poquísimas palabras, con tartamudeos de breves conversaciones, con miradas penetrantes, con oraciones fervientes y continuas. Dichosos aquellos que viven al lado de un santo y cultivan su amistad. Son como flores que crecen a la orilla del río; nunca les faltará el riego abundante, ni la sanidad y frescura del aire, ni la bondad de la tierra, ni los cuidados y desvelos del hortelano.

Así era nuestro fray Ignacio; así le conoció, durante más de medio siglo, la ciudad de Cagliari, y así le vieron todos los que acudían a él en busca de milagros, de oraciones o de consejos. Porque llegó a tanto la fama del capuchino, que casi no se hablaba de otra cosa en Cerdeña: él era el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos. Sin alharacas de ninguna especie, con una naturalidad encantadora, decía las cosas más tremendas: profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos, juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas, amenazas, mandatos o reproches. Penetraba las almas, el tiempo y el espacio, con su vista de lince iluminada por la gracia. Y el leguito capuchino no tenía pelos en la lengua cuando el espíritu del Señor venía sobre él. Hablaba con toda valentía; reprendía a gobernadores, alcaldes o jueces; se enfrentaba secamente con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban sus advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo que el siervo de Dios no se equivocaba jamás y que nunca decía palabra de más ni de menos.

Llevaba fama de santo y de sembrador de milagros; pero él, en su profunda humildad, se las arreglaba muy donosamente para ocultar esa gracia que Dios le había dado, acudiendo a la sencilla estratagema de envolver los milagros y curaciones instantáneas en prácticas de medicina popular y en chistosas ocurrencias. Muchos creían que era un hábil prestidigitador; otros le tenían por mago en ciencias ocultas; la mayoría reconocía que era un predilecto de Dios y un taumaturgo de la talla de un San Antonio de Padua o de un San Gregorio.

Para sanar a un pobre hombre que tenía rota la pierna o un horrible cáncer al hígado, fray Ignacio hacía una ferventísima oración pidiendo al Señor la curación del atribulado; después se remangaba los brazos, tocaba la herida o la parte afectada, y recetaba al enfermo, por ejemplo, un vaso de jugo de limón, o unas migas de pan, o un cocimiento de hierbas, o unos toques con un palo de escoba… Y añadía para disimular la milagrosa intervención: «Ésta es la última palabra de la cirugía moderna, al alcance de todos; pero ve a dar gracias a Dios y a la Virgen, confiésate y comulga en señal de gratitud, y no peques más».

Cuando fray Ignacio llegó a las cercanías de los 80 años, sus profundas arrugas, sus canas venerables, su evidente cansancio al subir las escaleras o al andar por las calles, indicaban que le quedaba poca vida.

Los habitantes de Cagliari, al verle pasar lentamente con sus alforjas al hombro, no se hacían ilusiones, y decían con triste voz: «El día menos pensado nuestro fray Ignacio se nos volará a los cielos».

En los primeros días de mayo de 1781, fue al convento de religiosas donde estaba su querida hermana Inés y se despidió de ella y de las otras monjas con alegrísimo talante, como el que emprende un viaje de placer. Se despidió también de varios amigos y bienhechores y les dejó algunos pobres regalitos: su bastón, su rosario, algunas modestas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquellas despedidas del santo viejecito nadie pudo ver asomos de tristeza ni de angustia; fray Ignacio se reía, bromeaba con todos, manifestaba una serenidad inalterable; y su actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».

El día 6 de mayo se acostó tranquilamente en su lecho de la enfermería del convento; ya sabía él que no iba a levantarse más. Se confesó con pausa y devoción; preguntó qué día de la semana era aquel; y al saber que era domingo, sacó las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pidió el Viático y lo recibió con extraordinarias efusiones de fervor. El viernes 11 de mayo, en las primeras horas de la mañana, recibió la Extremaunción que él mismo solicitó; preguntó qué hora era, y dijo al padre guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la tarde, el enfermo expresó: «Me queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde en el reloj cercano de la torre parroquial, fray Ignacio se sonrió y dijo a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora…». Juntó las manos sobre el pecho y expiró.

Esta escena, que contada parece teatral, se desenvolvió naturalísimamente, como un hecho ordinario y cotidiano. Fray Ignacio murió como el que salta un pequeño arroyo agarrándose a la mano del que está en la otra orilla: un paso un poco más largo que los otros…

Sus funerales fueron memorables: mezcla de dolor intenso y de cortejo triunfal. Toda la ciudad de Cagliari tomó parte en la ceremonia; cerráronse las tiendas y las oficinas públicas; las calles se llenaron de curiosos y de devotos.

Y sobre la isla de Cerdeña se cernió largo tiempo un denso y consolador aire de tristeza: «Fray Ignacio ya no está con nosotros… Pero desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad».

Desde el día de su muerte hasta el de su canonización, fray Ignacio de Láconi ha dado mucho que hablar, por los prodigios y milagros que se sucedían en su tumba o con sus reliquias. Y hasta el día presente su nombre anda envuelto y empapado en una perfumada atmósfera de anécdotas edificantes y de recuerdos gloriosos.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Ignacio de Láconi, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 105-122.

(http://www.franciscanos.org/prudencio/ignacio.html)

10 mayo, 2018

San Juan de Ávila

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¡Oh!, San Juan de Ávila, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo. Aquél, que, llamado
“Misionero y de almas Director”, quiso Él, daros
sublime misión: “guía ser de hombres y mujeres santos y
santas”, y que, desde el “vívido” sermón y los hechos,
multitudes quedaron cautivadas y satisfechas con la fuerza
de vuestro corazón hecho palabra, que, en caro amor y
esperanza, desbrozabais ante aquellos, que, hasta ayer,
impíos y herejes eran, y todos luego, convertidos ya, rodillas
en loza por horas puestas, al cielo clamaban de alegría
y, a los que vos, el Santo Crucifijo les acercabais,
junto con el tierno Amor de María Santísima. Muchos
sacerdotes os seguían para ayudaros a confesar y hacer
catequesis para los niños y administrar los sacramentos.
Ricos y pobres, jóvenes y viejos, a escucharos acudían
pues de vos, dimanaban sabrosos trozos de cielo y miel
de vida. Vuestra devoción a Nuestra Señora, os hacía
exclamar: “Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin
devoción a la Virgen María”. Fundasteis muchos colegios
y ayudabais a las universidades católicas. Vuestra
autoridad y vuestro ascendiente grande y considerado
era en todas partes. Vuestros últimos años fueron de enormes
sufrimientos. En vos, se cumplía aquello que dijo Jesús: “Mi
Padre, al árbol que más quiere, más lo poda, para que produzca
mayor fruto”. Pero, vos no dejabais de recorrer ciudades y
pueblos predicando, confesando, dando dirección espiritual y
edificando a todos con vuestra vida de gran santidad. Tres
temas os llamaban mucho la atención para predicar: la Eucaristía,
el Espíritu Santo y la Virgen María. Así fue, hasta el día
aquél, en que, agonizante respondisteis, invitado por Dios
Padre, al cielo anhelado, y viendo como un sacerdote os
trataba con especial veneración le dijisteis: “Padre,
tráteme como a un miserable pecador, porque eso es lo que he
sido y nada más”. Entonces tomando el crucifijo entre vuestras
santas manos, exclamasteis: “Dios mío, si, sí te parece
bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. “Jesús y
María” “Jesús y María”. Y, luego vuestra santa alma, voló
al cielo, para coronada ser, con justicia, con corona
de luz; como justo premio a vuestra entrega de amor y fe,
“De todos los sacerdotes españoles Santo Patrono y Guía”;
¡oh!, San Juan de Ávila; “vivo amor, fe y luz del Dios Vivo”.


 

© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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10 de Mayo
San Juan de Avila
Misionero y Director de Almas
(1569)


Juan significa: “Dios es misericordioso”. San Juan de Avila tuvo el privilegio de ser amigo y consejero de seis santos: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa, San Juan de Dios, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara y Fray Luis de Granada. Dicen que él es la figura más importante del clero secular español del siglo 16.

Nació en el año 1500. De una familia muy rica, al morir sus padres repartió todos sus bienes entre los pobres y después de tres años de oración y meditación se decidió por el sacerdocio. Estudió filosofía y teología en la Universidad de Alcalá y allá hizo amistad con el Padre Guerrero que fue después arzobispo de Granada y su amigo de toda la vida.

Desde el principio de su sacerdocio demostró una elocuencia extraordinaria. El pueblo acudía en gran número a escuchar sus sermones donde quiera que él iba a predicar. Cada predicación la preparaba con cuatro o más horas de oración de rodillas. A veces pasaba la noche entera ante un crucifijo o ante el Santísimo Sacramento encomendando la predicación que iba a hacer después a la gente. Y los resultados eran formidables. Los pecadores se convertían a montones. A sus discípulos les decía: “Las almas se ganan con las rodillas”. A uno que le preguntaba como hacer para lograr convertir a alguna persona en cada sermón, le dijo: “¿Y es que Ud. espera convertir en cada sermón a alguna persona?”. “No, ¡eso no!”, respondió el otro. “Pues por eso es que no los convierte”, le dijo el santo, “porque para poder obtener conversiones hay que tener fe en que sí se conseguirán conversiones. ¡La fe mueve montañas!.”

A otro que le preguntaba cuál era la principal cualidad para poder llegar a ser un buen predicador, le respondió: “La principal cualidad es: ¡amar mucho a Dios!”. Pidió viajar de misionero a América del sur, pero su amigo el Arzobispo de Granada le dijo: “Aquí en España también hay muchos a quienes misionar y evangelizar. ¡Quédese predicando entre nosotros!”. Le obedeció y se dedicó a predicar por Andalucía, por todo el sur de España. Y las conversiones que conseguía eran asombrosas. Su predicación era fuerte. No prometía vida en paz a quienes querían vivir en paz con sus pecados, pero animaba enormemente a todos los que deseaban salir de su anterior vida de pecado. Un gran número de sacerdotes le seguía para ayudarle a confesar y colaborarle en la catequesis de los niños y en la administración de los sacramentos. Ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos acudían con gusto a escucharle.

Dios le concedió a San Juan de Avila la cualidad especialísima de ejercer un gran ascendiente sobre los sacerdotes. Por eso el Sumo Pontífice lo ha nombrado “Patrono de los sacerdotes españoles”. Bastaba con que lo vieran celebrar misa o le oyeran un sermón para que los sacerdotes quedaran muy agradablemente impresionados de su modo de obrar y predicar. Y después en sus sermones, ellos estaban allá entre el público oyéndole con gran atención. El sabio escritor Fray Luis de Granada se colocaba cerca de él, lápiz en mano, e iba escribiendo sus sermones. De cada sermón del santo, sacaba el material para predicar luego diez sermones. Los sacerdotes decían que el Padre Juan de Avila predicaba como si estuviera oyendo al mismo Dios.

Fue reuniendo grupos de sacerdotes y por medio de hacerles meditar en la Pasión de Jesucristo y en la Eucaristía y de rezar y recibir los sacramentos, los iba enfervorizando y después los enviaba a predicar. Y los frutos que conseguía eran inmenoss. Unos 30 de esos sacerdotes se hicieron después Jesuitas. Otros colaboraron con la reforma que San Juan de la Cruz y Santa Teresa hicieron de los padres Carmelitas y muchos más llenaron de buenas obras las parroquias con su gran fervor.

Un día en Granada, mientras San Juan de Avila pronunciaba un gran sermón, de pronto se oyó en el templo un grito fortísimo. Era San Juan de Dios que había sido antes militar y comerciante y que ahora se convertía y empezaba una vida de santidad admirable. En adelante San Juan de Dios tendrá siempre como consejero al Padre Juan de Avila, a quien atribuirá su conversión.

Los enemigos y envidiosos lo acusaron de que su predicación era demasiado miedosa y de que se proponía hacer que las gentes fueran demasiado espirituales. Y el santo fue llevado a la cárcel y allí estuvo de 1532 a 1533. Aprovechó su prisión para meditar más y crecer en santidad. Cuando se le reconoció su inocencia y fue sacado de la prisión el pueblo lo ovacionó como a un héroe.

A muchas personas les dio dirección espiritual por medio de cartas. Después reunió una colección de esas cartas y las publicó con el título de “Oye hija” y fue un libro muy afamado y que hizo gran bien a los lectores.

Su devoción a la Virgen era tan grande que lo hacía exclamar: “Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin devoción a la Virgen María”. Fundó más de diez colegios y ayudaba mucho a las universidades católicas. Su autoridad y su ascendiente eran muy grandes en todas partes.

Sus últimos 17 años fueron de enormes sufrimientos por su salud que era muy deficiente. En él se cumplía aquello que dijo Jesús: “Mi Padre, al árbol que más quiere, más lo poda, para que produzca mayor fruto”. Pero aunque sus padecimientos eran muy intensos, no por eso dejaba de recorrer ciudades y pueblos predicando, confesando, dando dirección espiritual y edificando a todos con su vida de gran santidad. Tres temas le llamaban mucho la atención para predicar: la Eucaristía, el Espíritu Santo y la Virgen María.

Una de sus cualidades más admirables era su gran humildad. A pesar de sus brillantes éxitos apostólicos, siempre se creía un pobre y miserable pecador. Cuando estaba agonizante vio que un sacerdote lo trataba con muy grande veneración y le dijo: “Padre, tráteme como a un miserable pecador, porque eso es lo que he sido y nada más”.

Cuando en su última enfermedad los dolores arreciaban, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba: “Dios mío, si sí te parece bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. El 10 de mayo del año 1569, diciendo “Jesús y María” murió santamente. Fue beatificado en 1894 y el Papa Pablo VI lo declaró santo en 1970.

Petición
San Juan de Avila: tú que con tus sermones lograste tantas conversiones de pecadores, alcánzanos del Señor Dios, que también nosotros nos convirtamos.

(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Juan_de_Avila_5_10.htm)

09 mayo, 2018

San Pacomio

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¡Oh!, San Pacomio, vos, sois el hijo del Dios de la vida y
su amado Abad y santo, que, con vuestra vida de ermitaño
y vuestras mortificaciones de abstinencia, ayuno y vigilia,
en práctica, pusisteis el “Evangelio vivo” de Jesús, así,
educando a los monjes vuestros a la vida en común
en vuestra “koinonía”, imitando a los santos apóstoles
  de Jerusalén. Vuestra santa vida, humilde y ascética
la entregasteis a la gente de vuestro tiempo con amor. Las
arenas del desierto, saben mucho de vos, incluso la voz misteriosa
que, en la helada noche, escuchasteis y os invitó a quedaros
en aquél lugar, por siempre. Vos, iniciador de la vida
en común sois, donde el amor, la disciplina y la autoridad
reemplazó a la anarquía de los anacoretas. Así, dejasteis
vuestra huella esparcida en el desierto, y donde quiera que
vuestra tumba esté, Dios ya os premió con justicia, coronándoos
de luz como premio a vuestra grande entrega de amor y fe;
¡oh!, San Pacomio, “viva Koinonía de Dios en el desierto”.


 
© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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9 de Mayo
San Pacomio Abad

La extraordinaria vida de los ermitaños, con sus mortificaciones a veces exageradas y con aquella especie de encarnizamiento en sobrecargarse de abstinencias, ayunos, vigilias, era verdaderamente la traducción práctica del Evangelio. Su soledad podía de hecho tapar el engaño de sus extravagancias y de su orgullo.

Para eliminar este peligro un monje egipcio del siglo IV, San Pacomio, tuvo la idea de una nueva forma de monaquismo: el cenobitismo, o la vida en común, donde la disciplina y la autoridad reemplazaba la anarquía de los anacoretas.

Educó a sus monjes a la vida en común, constituyendo, poco lejos de las riberas del Nilo, la primera “koinonía”, una comunidad cristiana, a imitación de la fundada por los apóstoles en Jerusalén, basada en la comunión en la oración, en el trabajo y en el alimento y concretada en el servicio recíproco. El documento fundamental que regulaba esta vida era la Sagrada Escritura, que el monje aprendía de memoria y recitaba en voz baja durante el trabajo manual. Esta era también la forma principal de oración: un contacto con Dios mediante el sacramento de la Palabra.

San Pacomio nació en el Alto Egipto el año 287, de padres paganos. Enrolado a la fuerza en el ejército Imperial a la edad de 20 años, acabó en prisión en Tebas con todos los reclutas. Protegidos por la oscuridad, por la noche los cristianos les llevaban un poco de alimento. El gesto de los desconocidos conmovió a Pacomio, quien preguntó quién los incitaría a traer esto. “El Dios de los cielos” fue la respuesta de los cristianos. Aquella noche Pacomio rezó al Dios de los cristianos que lo liberara de las cadenas, prometiéndole a cambio dedicar su propia vida a su servicio.

Tan pronto recobró su libertad cumplió el voto uniéndose a una comunidad cristiana de una aldea del sur, la actual Kasr-es-Sayad en donde tuvo instrucción necesaria para recibir el bautismo.

Por algún tiempo llevó una vida de asceta entregándose al servicio de la gente del lugar, después se puso por siete años bajo la guía de un monje anciano, Palamone. Durante un paréntesis de soledad en el desierto una voz misteriosa lo invitó a establecer su residencia en aquel lugar, al cual después habrían llegado numerosos discípulos. A la muerte de Pacomio, los monasterios masculinos eran nueve, más uno femenino.

Del santo se desconoce el lugar de la sepultura, pues en su lecho de muerte dijo al discípulo Teodoro que escondiera sus restos para evitar que sobre su tumba edificaran una iglesia, a imitación de los “martyrion” o capillas construidas en las tumbas de los mártires.

(http://es.catholic.net/santoraldehoy/)

08 mayo, 2018

San Victor el Moro




 

8 de mayo San Victor el Moro Mártir

Por: Alban Butler | Fuente: Vida de los Santos

Martirlogio Romano: En Milán, en la región de Liguria, conmemoración de san Víctor, mártir, el cual, originario de Mauritania, era soldado del ejército imperial, y al imponer el emperador Maximiano la obligación de sacrificar a los ídolos, depuso sus armas, por lo que le llevaron a la ciudad de Lodi, donde fue decapitado († c. 303).

Breve Biografía

San Ambrosio dice que san Víctor era uno de los patronos de Milán, junto con san Félix y san Nabor. Según la tradición, san Víctor era originario de Mauritania; por ello se le llamó Mauro o Moro, para distinguirle de otros confesores del mismo nombre. Fue cristiano desde su juventud, formó parte de la guardia pretoriana y fue hecho prisionero cuando era ya muy anciano. Después de soportar crueles torturas, fue decapitado en Milán, hacia el año 303, durante el reinado de Maximiano.

Por orden del obispo san Materno, su cuerpo fue enterrado junto a un bosquecito, donde más tarde se construyó una iglesia. San Gregorio de Tours afirma que Dios glorificó la tumba del mártir con numerosos milagros. San Carlos Borromeo, en 1576, trasladó las reliquias de san Víctor a la nueva iglesia de los monjes olivetanos, que todavía lleva el nombre del mártir. En las Actas de San Víctor, como de costumbre, se acumulan los acontecimientos fantásticos. Por ejemplo, se cuenta que el plomo derretido que le vertieron sobre la cabeza, se enfrió instantáneamente al contacto de su piel y no le causó ningún daño. Pero la existencia real del martirio de san Víctor y del culto que se le profesó en Milán desde muy antiguo, está fuera de duda.

(http://www.es.catholic.net/op/articulos/57502/victor-el-moro-santo.html)

07 mayo, 2018

Santa Flavia Domitila

 
 
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    ¡Oh!, Santa Flavia Domitila, vos, sois la hija del Dios
de la vida, su amada santa y mártir, y que, acusada
fuisteis de renegado haber, de los dioses paganos y,
preferido a Cristo Jesús, Dios y Señor Nuestro. Y, por
ello, martirio cruel recibisteis junto a vuestro marido,
siendo vos, desterrada a la isla Ponza, a pesar de vuestra
alcurnia noble. Así, vos, demostrasteis, con coraje y
valor, que elegir a Jesús, como fuente de vida y de “vida
abundante”, fue, es y será por siempre la mejor elección.
Vuestro apostolado increíble, siempre de amor lleno,
proclamó en forma clara y abundante, la excelencia de la
virginidad sobre el matrimonio. Vos, no solo con vuestra
virtuosa vida, os contagiasteis de vuestro fervor por Cristo,
sino que, lo hicisteis con vuestras dos vírgenes sirvientas,
que, pronto convertidas; vivas terminaron quemadas, por
razón de su fe y la delación de paganos impíos. Vuestros
verdugos, os quitaron sí, vuestra terrena vida, pero jamás
imginaron que al hacerlo, os daban una eterna, para vivir
hoy, toda coronada de luz, como premio justo a vuestro amor;
¡oh!, Santa Flavia Domitila, “vivo martirio por amor a Cristo”.
 

© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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7 de Mayo
Santa Flavia Domitila
Mártir

Martirologio Romano: En Roma, conmemoración de santa Domitila, mártir, que, siendo hija de la hermana del cónsul Flavio Clemente, fue acusada durante la persecución bajo el emperador Domiciano de haber renegado de los dioses paganos y, por ello, por su fe en Cristo, junto con otros muchos cristianos fue desterrada a la isla de Ponza, en el Lacio, en la que padeció un prolongado martirio (s. I/II).

Etimológicamente: Flavia = Aquella de cabellos dorados, es de origen latino.
El emperador es Vespasiano. Flavio Clemente es su sobrino, está casado con Flavia Domitila, se han hecho cristianos y es cónsul en el año 95. Tiene dos primos carnales que son Tito y Domiciano que, al no tener descendencia directa masculina, deberían dejar su puesto a uno de los hijos de Flavio Clemente según el derecho romano; poco faltó para que la Iglesia tuviera en el primer siglo un emperador cristiano, pero no sólo no fue así, sino que el emperador Domiciano desató una violenta persecución.

No distinguían muy bien por aquel entonces los que mandaban en Roma entre judíos y cristianos; los llaman simplemente paganos porque ni unos ni otros adoraban imágenes por seguir los Libros Santos. Vespasiano y Tito habían hecho la guerra y destruido la Ciudad Santa; los judíos y cristianos -que para ellos es igual- deben pagar impuestos. Como las cuentas cantan, Domiciano advierte por el monto de la recaudación el gran número de paganos que hay en el Imperio y ve que están presentes en todos los estamentos. Piensa que la depuración étnica se impone y Flavio Clemente, entre muchos, es denunciado -dice Suetonio «con acusaciones muy endebles»- y martirizado junto con su mujer o quizá ésta fuera mandada al destierro a la isla de Pandataria, como era costumbre entre los romanos para la gente noble. Así se concluyen los datos que proporciona la historia bien documentada.

Pero así como la historia ofrece unos datos seguros y fiables, la leyenda marca el paso de la historia a la ficción en la historia novelada para gusto y edificación de los cristianos cuando se habla de Flavia Domitila. Más que admitir la existencia de dos Flavias en el mismo tiempo y lugar, según los datos que se tienen, parece lo más probable y sensato aceptar la lectura en novela de la mártir Flavia Domitila, desdoblada.

Así nos encontramos con una novela de altos vuelos literarios en la que, con la base firme de la existencia de una mártir perteneciente a la más alta nobleza, se narra el destierro de Flavia, joven prometida de un joven pagano llamado Aureliano; los soldados Nereo y Aquileo, terminan por convencer a la novia para que acepte la virginidad rechazando la boda prevista. Se anota la esperada reacción violenta del joven pagano despreciado: denuncia como cristiana a la novia y la destierran a la isla de Poncia. La imaginación del autor hace intervenir al papa Clemente consagrando la virginidad de Flavia Domitila. Hay enredos entre amigos de la magia y adivinación por una parte y testigos que narran lo que pasó entre Pedro y Simón, el mago, por otra.

La protagonista que ocupa el centro del relato es un ejemplo de pulcritud y sensatez, mantiene el nervio de la historia con la valentía del seguimiento a Jesús ante la autoridad constituida, apareciendo también momentos de dudas que mantienen el suspense sobre los inciertos resultados de su elección, y ¡cómo no! su apostolado. Se desarrolla abundante doctrina para proclamar -en demasía- la excelencia de la virginidad sobre el matrimonio.

El guión no está exento de elementos dramáticos que mantienen la atención de los lectores y oyentes con los enredos de seducción por parte de Aureliano, que acaba dramáticamente muerto por la decepción y el rechazo. También se condenan las orgías propias del tiempo y la vanagloria de quien no tiene más perspectiva que la vida presente. La vuelta del destierro, además de poner fin a la preciosa novela ejemplar, sirve para describir el martirio con formas adecuadas al estilo del relato: Flavia Domilitila y sus dos sirvientas neoconversas por su ejemplo y palabras -también vírgenes cristianas- acaban quemadas vivas en su propia casa de Terracina por denuncia de paganos.