14 mayo, 2020

San Matías, Apóstol


San Matias Apóstol - Diario Católico SD
 
¡Oh!, San Matías, vos, sois el hijo del Dios de la Vida, su
apóstol y amado santo. Vuestro nombre significa: “Regalo
de Dios”, pues vos, sois el apóstol “trece” y el “catorce”
“el Apóstol de los gentiles”, San Pablo. A vos, suelen
llamaros “apóstol póstumo”, pues os nombraron después de
la muerte de Judas Iscariote y, luego de la Ascensión de
Nuestro Señor. “Después de la Ascensión de Jesús, Pedro
dijo a los demás discípulos: Hermanos, en Judas se cumplió
lo que de él se había anunciado en la Sagrada Escritura:
con el precio de su maldad se compró un campo. Se ahorcó,
cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas
sus entrañas. El campo comprado con sus 30 monedas se
llamó Haceldama, que significa: “Campo de sangre”. El
salmo sesenta y nueve dice: “su puesto queda sin quién lo
ocupe, y su habitación queda sin quién la habite”, y el
ciento nueve: “Que otro reciba su cargo”. “Conviene entonces
que elijamos a uno que reemplace a Judas. Y el elegido
debe ser de los que estuvieron con nosotros todo el tiempo
en que el Señor convivió con nosotros, desde que fue
bautizado por Juan Bautista hasta que resucitó y subió
a los cielos”. Y, los discípulos presentaron dos candidatos,
uno, José, hijo de Sabas y Matías. Entonces oraron diciendo:
“Señor, tú que conoces los corazones de todos, muéstranos
a cuál de estos dos eliges como apóstol, en reemplazo
de Judas”. Echaron suertes y ella, cayó en vos, y fuiteis
admitido desde ese día en el número de los doce apóstoles.
Que hayas brillado o no, no importa, ya que fuisteis como
tantos de nosotros, y, nos anima a buscar la santidad,
una santidad que, desde siempre lleno está, de San Chofer
de camión y Santa Costurera. San Cargador de bultos y Santa
Lavandera de ropa. San Colocador de ladrillos y Santa
Vendedora de almacén, San Empleado y Santa Secretaria. Santa
Ama de casa, San Doctor, San Profesor y San Policía. San
Sacerdote, Santa Monja, San Estudiante y Santa Directora
de Colegio. San Policía y San Militar. San Aviador y San
Marinero. Al final de cuentas, “llamados todos estamos
a ser santos”, para la gloria del Dios vivo y eterno. San
Clemente y San Jerónimo dicen que vos, habíais sido uno
de los setenta y dos discípulos que Jesús mandó vez alguna
a misionar, de dos en dos. La tradición dice que moristeis
crucificado como vuestro Maestro, y os pintan con una santa
Cruz de madera en vuestra mano. Vos, sois querido por los
carpinteros que os aman. Apóstol de la Esperanza ¡Aleluya!;
¡oh!, San Matías, “vivo regalo del Dios de a Vida y del Amor”.
 


© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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14 de mayo
San Matías, Apóstol
(siglo I)


Matías significa: “Regalo de Dios”. Este es el apóstol No. 13 (El 14 es San Pablo). Es un apóstol “póstumo” (Se llama póstumo al que aparece después de la muerte de otro). Matías fue elegido “apóstol” por los otros 11, después de la muerte y Ascensión de Jesús, para reemplazar a Judas Iscariote que se ahorcó.

La S. Biblia narra de la siguiente manera su elección:
“Después de la Ascensión de Jesús, Pedro dijo a los demás discípulos: Hermanos, en Judas se cumplió lo que de él se había anunciado en la Sagrada Escritura: con el precio de su maldad se compró un campo. Se ahorcó, cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. El campo comprado con sus 30 monedas se llamó Haceldama, que significa: “Campo de sangre”. El salmo 69 dice: “su puesto queda sin quién lo ocupe, y su habitación queda sin quién la habite”, y el salmo 109 ordena: “Que otro reciba su cargo”.

“Conviene entonces que elijamos a uno que reemplace a Judas. Y el elegido debe ser de los que estuvieron con nosotros todo el tiempo en que el Señor convivió con nosotros, desde que fue bautizado por Juan Bautista hasta que resucitó y subió a los cielos”.

Los discípulos presentaron dos candidatos: José, hijo de Sabas y Matías. Entonces oraron diciendo: “Señor, tú que conoces los corazones de todos, muéstranos a cual de estos dos eliges como apóstol, en reemplazo de Judas”.

Echaron suertes y la suerte cayó en Matías y fue admitido desde ese día en el número de los doce apóstoles (Hechos de los Apóstoles, capítulo 1).

San Matías se puede llamar un “apóstol gris”, que no brilló de manera especial, sino que fue como tantos de nosotros, un discípulo del montón, como una hormiga en un hormiguero. Y a muchos nos anima que haya santos así porque esa va a ser nuestra santidad: la santidad de la gentecita común y corriente. Y de estos santos está lleno el cielo: San Chofer de camión y Santa Costurera. San Cargador de bultos y Santa Lavandera de ropa. San Colocador de ladrillos y Santa Vendedora de Almacén, San Empleado y Santa Secretaria, etc. Esto democratiza mucho la santidad, porque ella ya no es para personajes brillantes solamente, sino para nosotros los del montón, con tal de que cumplamos bien cada día nuestros propios deberes y siempre por amor de Dios y con mucho amor a Dios.

San Clemente y San Jerónimo dicen que San Matías había sido uno de los 72 discípulos que Jesús mandó una vez a misionar, de dos en dos. Una antigua tradición cuenta que murió crucificado. Lo pintan con una cruz de madera en su mano y los carpinteros le tienen especial devoción.

(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Matías_5_14.htm)

13 mayo, 2020

Nuestra Señora de Fátima

Francisco: "Bajo la protección de Nuestra Señora de Fátima, los ...Résultat de recherche d'images pour "disfraz de pastores de fatima ...Así fue como la Virgen de Fátima mostró el infierno a los tres ...
 ¡Oh! Glorioso Trece de Mayo

Alegría y asombro de veros nuestra Madre,
aquél de Mayo trece, que vinisteis amorosa.
Amor, para con Cristo pidiendo y, honrosa
os posasteis, en esta tierra, obra de Dios Padre.

Vos, que de los cielos bajasteis amada Madre,
compartisteis las eternas verdades y, ansiosa
a tus amados hijos les mostrasteis gloriosa,
el camino, para seguros llegar a Dios Padre:

¡Por el camino ancho jamás!, ¡sí!, por el angosto
porque es ése, el andar de Vos Santa María,
desde Belén hasta Fátima, uno y, muy angosto.

Y, sabe Dios, cuántos más, como el angosto,
porque Él, es el Dios de la vida. ¡Santa María!
 
de sol vestida, por vuestro andar en el angosto.

© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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13 de Mayo
Nuestra Señora de Fátima
(1917)


Desde el 13 de mayo de 1917 la Sma. Virgen María se apareció por seis veces en Fátima (Portugal) a tres pastorcitos: Lucía, Francisco y Jacinta. En un hermoso libro titulado “Memorias de Lucía” (cuya lectura recomendamos) la que vio a la Virgen cuenta todos los detalles de esas apariciones.

Primera aparición: 13 de Mayo de 1917
El 13 de mayo se produjo el siguiente diálogo:
– ¿De dónde es su merced?
– Mi patria es el cielo.
– ¿Y qué desea de nosotros?
– Vengo a pedirles que vengan el 13 de cada mes a esta hora (mediodía). En octubre les diré quién soy y qué es lo que quiero.
– ¿Y nosotros también iremos al cielo?
– Lucía y Jacinta sí.
– ¿Y Francisco?
Los ojos de la aparición se vuelven hacia el jovencito y lo miran con expresión de bondad y de maternal reproche mientras va diciendo:
– El también irá al cielo, pero antes tendrá que rezar muchos rosarios.
Y la Sma. continuó diciéndoles:
– ¿Quieren ofrecerse al Señor y estar prontos para aceptar con generosidad los sufrimientos que Dios permita que les lleguen y ofreciéndolo todo en desagravio por las ofensas que se hacen a Nuestro Señor?
– Sí, Señora, queremos y aceptamos.
Con un gesto de amable alegría, al ver su generosidad, les dijo:
– Tendrán ocasión de padecer y sufrir, pero la gracia de Dios los fortalecerá y asistirá.

Segunda aparición: 13 de Junio de 1917
La Sma. Virgen le dice a los tres niños: “Es necesario que recen el rosario y aprendan a leer”.
Lucía le pide la curación de un enfermo y la Virgen le dice: “Que se convierta y el año entrante recuperará la salud”.

Lucía le suplica: “Señora: ¿quiere llevarnos a los tres al cielo?”.
– Sí a Jacinta y a Francisco los llevaré muy pronto, pero tú debes quedarte aquí abajo, porque Jesús quiere valerse de ti para hacerme amar y conocer. El desea propagar por el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María.

– ¿Y voy a quedarme solita en este mundo?
– ¡No hijita! ¿Sufres mucho? Pero no te desanimes, que yo no te abandonaré. Mi corazón inmaculado será tu refugio y yo seré el camino que te conduzca a Dios.

Tercera aparición: 13 de julio de 1917
Ya hay 4,000 personas. Nuestra Señora les dice a los videntes: “Es necesario rezar el rosario para que se termine la guerra. Con la oración a la Virgen se puede obtener la paz. Cuando sufran algo digan: ‘Oh Jesús, es por tu amor y por la conversión de los pecadores’”.

La Virgen abrió sus manos y un haz de luz penetró en la tierra y apareció un enorme horno lleno de fuego, y en él muchísimas personas semejantes a brasas encendidas, que levantadas hacia lo alto por las llamas volvían a caer gritando entre lamentos de dolor. Lucía dio un grito de susto. Los niños levantaron los ojos hacia la Virgen como pidiendo socorro y Ella les dijo:

– ¿Han visto el infierno donde van a caer tantos pecadores? Para salvarlos, el Señor quiere establecer en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María. Si se reza y se hace penitencia, muchas almas se salvarán y vendrá la paz. Pero si no se reza y no se deja de pecar tanto, vendrá otra guerra peor que las anteriores, y el castigo del mundo por sus pecados será la guerra, la escasez de alimentos y la persecución a la Santa Iglesia y al Santo Padre.

Vengo a pedir la Consagración del mundo al Corazón de María y la Comunión de los Primeros Sábados, en desagravio y reparación por tantos pecados. Si se acepta lo que yo pido, Rusia se convertirá y vendrá la paz. Pero si no una propaganda impía difundirá por el mundo sus errores y habrá guerras y persecuciones a la Iglesia. Muchos buenos serán martirizados y el Santo Padre tendrá que sufrir mucho. Varias naciones quedarán aniquiladas. Pero al fin mi Inmaculado Corazón triunfará.

Y añadió Nuestra Señora: Cuando recen el Rosario, después de cada misterio digan: “Oh Jesús, perdónanos nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia”.

Cuarta aparición: Agosto 1917
La 4ª. Aparición no fue posible el 13 de agosto, porque en este día el alcalde tenía prisioneros a los 3 niños para tratar de hacerlos decir que ellos no habían visto a la Virgen. Aunque no lo logró. La aparición sucedió unos días después.

La Sma. Virgen les dijo en la 4ª. Aparición: “Recen, recen mucho y hagan sacrificios por los pecadores. Tienen que recordar que muchas almas se condenan porque no hay quién rece y haga sacrificios por ellas”. (El Papa Pío XII decía que esta frase era la que más le impresionaba del mensaje de Fátima y exclamaba: “Misterio tremendo: que la salvación de muchas almas dependa de las oraciones y sacrificios que se hagan por los pecadores).
Desde esta aparición los tres niños se dedicaron a ofrecer todos los sacrificios posibles por la conversión de los pecadores y a rezar con más fervor el Rosario.

Quinta aparición: 13 de Septiembre 1917
Ya hay unas 12,000 personas. Nuestra Señora les recomienda a los videntes que sigan rezando el Rosario y anuncia el fin de la guerra. Lucía le pide por varios enfermos. La Virgen le responde que algunos sí curarán, pero que otros no, porque Dios no se confía de ellos, y porque para la santificación de algunas personas es más conveniente la enfermedad que la buena salud. E invita a todos a presenciar un gran milagro el próximo 13 de octubre.

Sexta y última aparición. 13 de octubre de 1917
En este día hay 70,000 personas. La aparición dice a los tres niños: “Yo soy la Virgen del Rosario. Deseo que en este sitio me construyan un templo y que recen todos los días el Santo Rosario”.
Lucía les dice los nombres de bastantes personas que quieren conseguir salud y otros favores muy importantes. Nuestra Señora le responde que algunos de esos favores serán concedidos y otros serán reemplazados por favores mejores. Y añade: “Pero es muy importante que se enmienden y que pidan perdón por sus pecados”.

Y tomando un aire de tristeza la Sma. Virgen dijo estas sus últimas palabras de las apariciones: QUE NO OFENDAN MAS A DIOS QUE YA ESTA MUY OFENDIDO (Lucía afirma que de todas las frases oídas en Fátima, esta fue la que más le impresionó).

La Sma. Virgen antes de despedirse señaló con sus manos hacia el sol y entonces los 70,000 espectadores presenciaron un milagro conmovedor, un espectáculo maravilloso, nunca visto: la lluvia cesó instantáneamente (había llovido desde el amanecer y era mediodía) las nubes se alejaron y el sol apareció como un inmenso globo de plata o de nieve, que empezó a dar vueltas a gran velocidad, esparciendo hacia todas partes luces amarillas, rojas, verdes, azules y moradas, y coloreando de una manera hermosísima las lejanas nubes, los árboles, las rocas y los rostros de la muchedumbre que allí estaba presente. De pronto el sol se detiene y empieza a girar hacia la izquierda despidiendo luces tan bellas que parece una explosión de juegos pirotécnicos, y luego la multitud ve algo que la llena de terror y espanto.

Ven que el sol se viene hacia abajo, como si fuera a caer encima de todos ellos y a carbonizarlos, y un grito inmenso de terror se desprende de todas las gargantas. “Perdón, Señor, perdón”, fue un acto de contricción dicho por muchos miles de pecadores. Este fenómeno natural se repitió tres veces y duró diez minutos. No fue registrado por ningún observatorio astronómico porque era un milagro absolutamente sobrenatural.

Luego el sol volvió a su sitio y los miles de peregrinos que tenían sus ropas totalmente empapadas por tanta lluvia, quedaron con sus vestidos instantáneamente secos. Y aquel día se produjeron maravillosos milagros de sanaciones y conversiones.

Y nosotros queremos recordar y obedecer los mensajes de la Sma. Virgen en Fátima: “Rezar el Rosario. Hacer oración y sacrificios por la conversión de los pecadores y NO ofender más a Dios, que ya esta muy ofendido”.

(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Fátima_5_13.htm)

12 mayo, 2020

Santos Nereo y Aquileo



Catholik-blog: Santo de hoy - Nereo y Aquileo, Santos Mártires -12/05
 
¡Oh!, Santos Nereo y Aquileo, vosotros, sois los hijos del Dios
de la Vida, sus amados santos y mártires y que, san Dámaso,
Papa, dice que, erais dos jóvenes que os habían enrolado en el
ejército y que, por el miedo obedecíais las órdenes de un
magistrado impío, pero que, después os convertisteis al Dios
verdadero y dejasteis el ejército, arrojando vuestros escudos,
armas y uniformes, confesasteis a Cristo, como único Señor
y Salvador. Vosotros, estabais al servicio de Flavia Domitila,
sobrina del Emperador Domiciano y que, él mismo la envió al
destierro por declararse cristiana y con ella os desterraron
a vosotros también. San Jerónimo, dice que vuestro destierro,
fue un martirio cruel y largo. Pasó el tiempo, y otro impío
y cruel emperador mandó a que os cortaran la cabeza y así, el
honor tuvieron de derramar vuestra sangre por vuestra santa fe.
San Dámaso, papa, escribió la siguiente inscripción en vuestras
tumbas: “Nereo y Aquileo pertenecían al ejército del emperador.
Pero se negaron a cumplir ciertas órdenes que a ellos les
parecían crueles. Al convertirse al cristianismo abandonaron
toda violencia y prefirieron tener que abandonar el ejército
antes que ser crueles con los demás. Proclamaron su amor
a Cristo en esta tierra y ahora gozan de la amistad de Cristo
en la eternidad”. Y, así, vosotros, que, renunciando a servir
a mortales hombres, elegisteis poneros al servicio del Señor,
que inmortal, como es Él, os acogió en su Reino de plena luz
donde ahora moráis eternamente, como premio a vuestro amor;
!Oh!, Santos Nereo y Aquileo, “vivas luces del Dios de la Vida”.

 

© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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12 de Mayo
Santos Nereo y Aquileo
Mártires

Martirologio Romano: Santos Nereo y Aquileo, mártires, los cuales, según refiere el papa san Dámaso, eran dos jóvenes que se habían enrolado en el ejército y que, arrastrados por el miedo, estaban dispuestos a obedecer las órdenes impías del magistrado, pero después de convertirse al Dios verdadero dejaron el ejército, arrojando sus escudos, armas y uniformes, contentos de su triunfo como confesores de Cristo. Sus cuerpos fueron sepultados en este día en el cementerio de Domitila, situado en la vía Ardeatina de Roma (s. III ex.).

Etimológicamente: Nereo = Aquel que domina el mar, es de origen griego.
Etimológicamente: Aquileo = Aquel que lucha sin espada, es de origen griego.

Breve Biografía
Estos dos personajes estaban al servicio de Flavia Domitila , una de las primeras señoras de Roma.
El historiador Eusebio dice que esta noble dama era sobrina del Emperador Domiciano y que el tal mandatario la envió al destierro, porque ella se había declarado seguidora de Jesucristo.
Con Domitila fueron enviados también al destierro San Nereo y San Aquileo, porque proclamaban su fe en el Divino Redentor.

Afirma San Jerónimo que el destierro fue tan cruel y tan largo que les sirvió de martirio.
Después otro emperador mandó que les cortaran la cabeza y así tuvieron el honor de derramar su sangre por proclamar su fe.

El Papa San Dámaso escribió la siguiente inscripción en la tumba de estos dos mártires: “Nereo y Aquileo pertenecían al ejército del emperador. Pero se negaron a cumplir ciertas órdenes que a ellos les parecían crueles.

Al convertirse al cristianismo abandonaron toda violencia y prefirieron tener que abandonar el ejército antes que ser crueles con los demás. Proclamaron su amor a Cristo en esta tierra y ahora gozan de la amistad de Cristo en la eternidad”.

El bajo relieve que representa a San Aquileo al ser golpeado por el verdugo, se considera como la más antigua representación que se ha encontrado, acerca del martirio de un cristiano.

(http://www.es.catholic.net/op/articulos/32004/nereo-y-aquileo-santos.html)

11 mayo, 2020

San Ignacio de Láconi


San Ignacio de Laconi. Fraile y mendigo. Patrono de las embarazadas
 
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida y su amado santo y siendo capuchino, fuisteis
limosnero durante cuarenta años, dando ejemplo de humildad
y caridad en Cagliari. Dios os enriqueció con sobrenaturales
dones, por los que os apreciaban las gentes de vuestro
tiempo. Nunca abandonasteis vuestra isla mediterránea.
Como fama, vuestras virtudes y milagros os acompañaron
siempre y fueron vuestro martirio y estorbo para vuestra
glorificación después de vuestra muerte. Vuestra madre,
os ofreció a San Francisco y oísteis en vuestra casa a toda
hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros,
sus encendidos fervores y su austera espiritualidad. Y, vos,
no tardasteis en imitarlo. Vuestra vocación se formó gracias
a vuestra madre, que nunca olvidó la promesa hecha a San
Francisco, cuando nacisteis. Os llamaron Fray Ignacio,
y así, os iniciasteis en la vida capuchina, y los frailes
del convento, quedaron asombrados con vos, por vuestra
madura virtud. Un día os postrado ante María, le dijisteis:
«Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». Y, ella os
respondió así: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión
dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con
paciencia». Y, vos, jamás os sentisteis desfallecer. Oración
continúa, silencio, humildad, castidad, obediencia y pobreza
eran vuestras virtudes: Vestíais un hábito que era un mosaico
de parches, limpio sí, pero pintoresco y llamativo. «Para
ir al cielo -pensabais- me sirven mejor estas sandalias que
los suaves zapatos de gamuza o de charol». Y, así, vos,
“empedrasteis” las calles de vuestra ciudad con muchas
anécdotas, como las del “comerciante avaro” o “el matrimonio
joven”, entre cientos y cientos de ellas. Vos, erais así,
el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos,
con una naturalidad encantadora, decíais cosas tremendas:
profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos,
juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas,
amenazas, mandatos o reproches. Vos, penetrabais las almas,
el tiempo y el espacio, con vuestra vista de lince, iluminada
por la gracia de Dios. ¡No teníais pelos en la lengua!, y cuando el
espíritu del Señor venía sobre vos, hablabais con valentía;
reprendíais a gobernadores, alcaldes o jueces; os enfrentabais
con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban vuestras
advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo
que vos, no os equivocabais jamás y que nunca decíais palabras
de más ni de menos. Antes de morir os despedisteis de vuestra
querida hermana Inés y de las otras monjas, muy alegre,
también de varios amigos y bienhechores y les dejasteis
a algunos pobres “regalitos”: vuestro bastón, vuestro rosario,
algunas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquella
despedida, parecida a la de Cristo con sus discípulos: «Dentro
de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis
a ver, porque me voy a mi Padre». Y, así, os confesasteis
con fe y devoción; preguntasteis que día de la semana era
aquél; y al saber que era domingo, sacasteis las cuentas de
los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pedisteis
el Viático y lo recibisteis con mucha fe. El viernes recibisteis
la Extremaunción, que vos, solicitasteis y preguntasteis qué
hora era, luego y le dijisteis al padre guardián: «Todavía
tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre;
yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las
dos y media de la tarde, dijisteis: «Me queda media hora
de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen
todos por mí». Y, con ellos, emocionados; algunos lloraban.
Y al sonar las tres de la tarde, vos sonreísteis dulcemente
y dijisteis a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos;
ya es la hora…». Juntasteis las manos sobre el pecho y así,
expirasteis, volando luego, vuestra santa alma al cielo, para
coronada ser con corona de luz, como premio a vuestro amor.
Santo Patrono de las mujeres embarazadas del orbe de la tierra;
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, “vivo Cristo de la pobreza y la virtud”.

© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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11 de mayo
San Ignacio de Láconi
(1701-1781)



Por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.

Hermano profeso capuchino, que fue limosnero durante cuarenta años dando ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari (Cerdeña). Dios le enriqueció con especiales dones sobrenaturales que le atrajeron el aprecio de todas las clases sociales. Lo canonizó Pío XII en 1951.

¿A quién puede interesar, en nuestro siglo, la vida tranquila y santa de un humildísimo lego capuchino del siglo XVIII? Nos tenemos que enfrentar con un hombre de escaso relieve novelesco, que vive en un ambiente geográfico poco conocido; y debemos narrar hechos y casos que parecen leyendas inverosímiles o cuentos para niños. El escritor, ante un tipo de esta clase, comienza a temer por su pluma y por su pericia; sabe que puede tropezar con numerosos escollos.

Ignacio de Láconi fue un italiano que jamás estuvo en Italia peninsular; un nativo de Cerdeña que jamás salió de su isla mediterránea; que habló el español, por lo menos en sus primeros años, como lengua materna; y que no hizo grandes ni pequeños descubrimientos científicos; y se murió de viejo hace casi dos siglos.

Su patria, Cerdeña, había pasado por muchas manos codiciosas, en tiempos antiguos y modernos. Cartagineses, romanos, catalanes, venecianos, aragoneses, genoveses, ingleses y franceses habían dado fuertes mordiscos a la isla estratégica, en una sucesión de asonadas y de piraterías que no tenían fin. Pero aquellos bocados resultaron indigestos muchas veces, hasta que la gran patria italiana consiguió engarzar esa perla verde y durísima en su corona triunfal. He ahí el escenario en que nació, vivió y murió este personaje llamado hoy San Ignacio de Láconi.

La lengua que se hablaba entonces en Cerdeña era una mescolanza de gramáticas advenedizas o nativas: había pueblos y villorrios en los que se oía corrientemente el castellano, o el catalán, o el dialecto sardo, o el inglés o cualquiera otra lengua inesperada. Pero todos se entendían, más o menos, como en la torre de Babel… Las partidas de bautismo y los documentos oficiales de aquel tiempo están en esas lenguas; a veces, un documento comienza en español y termina en italiano o en francés. ¡Interesante colección de rarezas y de estratos históricos!

A Ignacio de Láconi no fue cosa fácil elevarle a los altares: su vida, su carácter, sus prodigios de antes y después de su muerte, eran demasiado extraños, demasiado pintorescos.

La fama de santidad suele ser peligrosa para la historia: alrededor del héroe se van enredando los hilos y mallas de rumores, de falsedades, de exageraciones piadosas, que aprisionan y ahogan la verdad, la envuelven y la ocultan; y pronto nos encontramos con un temible montón de mamotretos, como árboles de un bosque virgen, que nos dejan perplejos y suspicaces.

Lo que podemos decir de nuestro Fray Ignacio es que la fama de sus virtudes y milagros fue su martirio durante la vida y un estorbo para su glorificación después de la muerte. Para llegar a la canonización, los tribunales vaticanos trabajaron más de siglo y medio. Los procesos canónicos (se hila muy delgado en Roma) fueron un rompecabezas: hubo que revisarlos, postergarlos, archivarlos, meterlos entre el polvo y los ratones de los desvanes, para desempolvarlos a cada nuevo prodigio; hubo que despejar la maraña de las historietas; hubo que exigir a Fray Ignacio pruebas extraordinarias de santidad; hasta que la evidencia se hizo presente con su cortejo de exámenes rigurosos y científicos, de pruebas, de testigos y de médicos, con juramentos solemnísimos y toda la orquesta…

Y en 1940, cuando ya había pocas esperanzas de aureolas y de pedestales, Pío XII le beatificó. Pero el buen Ignacio de Láconi no se quedó muy tranquilo con eso: removió cielos y tierra; sembró milagros a granel; y de nuevo, en 1952, el mismo Papa le confirió el título definitivo de «Santo», en una memorable ceremonia de canonización. ¡Cuántos amanuenses, dactilógrafos y secretarios descansaron aquel día!

Recorramos brevemente la vida de este hombre singular; seguramente encontraremos algunas gratas sorpresas y no pocas lecciones de espiritualidad.

La pequeña aldea de Láconi, casi en el centro de Cerdeña, fue, el 18 de diciembre de 1701, la cuna de nuestro santo. En el bautismo le pusieron tres nombres sonoros: Francisco, Ignacio y Vicente. Con este nombre de Vicente se quedó hasta que entró a la Orden Capuchina. Sus cristianos padres se llamaron Matías Cadello Peis y Ana María Sanna, buena pareja, honrada y fecunda, que tuvieron nueve hijos.

Hay indicios de que la madre, por devoción a San Francisco de Asís, dedicó a su querido Vicente y se lo ofreció al Seráfico Padre; y desde los primeros años el niño oyó en su casa, a toda hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores, su espiritualidad amable y austera. Sucedió lo que tenía que suceder, con el auxilio de Dios. El niño se entusiasmó, y empezó a imitar a su simpático modelo. En la aldea no pasaban inadvertidas sus virtudes infantiles. Las comadres parlanchinas, parte por admiración y parte por simpatía, le pusieron por sobrenombre «il Santarello», el Santito…

Su padre tenía un pequeño rebaño de ovejas. El niño tuvo que aprender a apacentar el rebaño y a trabajar la tierra. El caso es frecuente en la vida de los santos. Y si uno tiene unos adarmes de poesía y de espiritualidad, fácilmente, entre ovejas, pájaros y flores, brotan los deseos de santidad.

Así sucedió con el pequeño Vicente: rezos constantes bajo la sombra de los árboles, jaculatorias de fuego a la vista de los arroyos musicales, ayunos exagerados que le debilitaban el cuerpo y le purificaban y fortalecían el alma, al mismo tiempo que alarmaban a sus padres y hermanos y al viejo párroco del lugar.

El niño era flaco, enclenque, descolorido; pero animoso e incansable en sus correrías y trabajos. La vocación religiosa se le iba formando poco a poco, fomentada por su madre que no podía olvidar la promesa hecha a San Francisco cuando nació Vicente.

A los 17 años, el joven no se consideraba todavía maduro para la vida religiosa, a pesar de sus deseos; pero una enfermedad grave le puso en trance de morir, y en aquellos apuros, recordó su ilusión de ser religioso y prometió a Dios que, si sanaba de aquel mal, entraría en la Orden Capuchina, muy popular y querida en toda Cerdeña.

Pero todavía esperó dos años y medio, no decidiéndose formalmente a cumplir su promesa. Dios tuvo que darle un tirón de orejas para refrescarle la memoria… Un día iba a caballo por las afueras de Láconi. El animal, escaso de bríos y de nervios y en edad provecta, de repente se espanta, se encabrita, echa a correr como un potrillo joven, y el caballero, agarrándose a las crines flotantes del jamelgo, se dirigió a Dios en humilde plegaria de salvación y renovó a gritos su antigua promesa de ser capuchino. Parece que aquello le salvó la vida una vez más.

Llegando a su casa, contó la aventura y el susto a sus padres, y les pidió que le acompañaran a la ciudad de Cagliari, capital de Cerdeña, donde los capuchinos tenían dos conventos.
Vicente tenía 20 años cuando dio el paso definitivo.

El padre Provincial, al verle tan débil y flaco, rehusó admitirle, y le dijo que la vida capuchina no era para sus espaldas, y que especialmente el año de noviciado era cosa muy seria.

Vicente no se desanimó. Fue con sus padres a visitar a un gran amigo y bienhechor de los Capuchinos, el marqués de Láconi; le pidió que intercediera por él ante el padre Provincial; y en efecto, con la recomendación del marqués, nuestro joven fue admitido al noviciado en el convento de San Benito, en la misma ciudad de Cagliari. Era el 10 de noviembre de 1721.

Fray Ignacio, con su nuevo nombre religioso, comenzó el noviciado arremetiendo valerosamente con lo más difícil de la vida capuchina. Aquello no era juego de niños. Nada de tanteos ni de tibiezas. De un salto a la cumbre, desde el primer día. Los frailes del convento, algunos de ellos muy ancianos y experimentados, se quedaron asombrados con los fervores y con la madura virtud del jovencito. Todavía no le brotaba la barba, y ya parecía un religioso perfectísimo.

Parece que al novicio se le pasó la mano en los ayunos y vigilias, en las penitencias y trabajos; porque se cuenta que un día se sintió desfallecido y a punto de caer con la carga de sus mortificaciones. Había en el convento una imagencita de la Virgen Inmaculada a la que el novicio profesaba singular devoción. Al verse en aquel estado de desánimo, fray Ignacio se postró ante la imagen de María y le dijo patéticamente: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». De la santa imagen salió esta frase maternal: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El novicio no volvió a sentir en toda su vida aquel peligroso desfallecimiento. Durante sesenta años de vida religiosa fue un hombre optimista y decidido, que comunicaba entusiasmos a los demás religiosos y a todos los que le conocieron.

En 1722, terminado el año canónico del noviciado, fue admitido a la profesión de los votos religiosos, en los que fray Ignacio iba a distinguirse de manera maravillosa y heroica.

Debemos advertir, al llegar a este momento, que la vida de fray Ignacio estuvo regida siempre por la humildad de su estado, por la monotonía fecunda de la vida regular, en la que no encontramos sucesos extraordinarios ni llamativos, sino la difícil regularidad de todos los días junto al anhelo siempre creciente de perfección y de unión con Dios.

Las virtudes monásticas desorientan a los profanos. Oración continua, silencio, humildad, castidad, obediencia, pobreza: antiguallas incomprensibles, imbecilidad y fracaso… Así habla el mundo materialista, pensando que todo eso es un verdadero atentado a la naturaleza humana. Pero sucede que casi todos los crímenes y casi todas las tragedias de que el mundo sufre y se lamenta tienen su origen precisamente en la falta de esas virtudes, en el desborde de las pasiones que esas virtudes podrían detener.

En la pobreza franciscana, fray Ignacio alcanzó un grado notable de perfección. Solía vestir como visten los capuchinos, con un hábito lamentable, mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero pintoresco. Predominaba el color castaño, pero se veían también los grises y negros, los verdes pálidos y los azules viejos; se notaba la impericia del sastre en las puntadas largas y en las alforzas abultadas; sus mangas no serían modelo de elegancia, pero podían dar cabida a muchos objetos que salían a relucir en el momento oportuno: mendrugos de pan, manojitos de legumbres, frutas, pececillos, etc. Sus sandalias eran famosas en la ciudad: casi tenían más clavos que cuero; y, como abrigadoras y confortables, dejaban bastante que desear. Pero fray Ignacio estaba contentísimo con sus horribles sandalias, y con ellas caminaba horas y más horas, pese a los callos dolorosos y a las grietas sangrantes de los talones. «Para ir al cielo -pensaba- me sirven mejor estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o de charol».

La práctica perfecta de la pobreza franciscana requiere, además de la virtud, un talento y una habilidad poco comunes. Un fiel hijo de San Francisco se da cuenta, tras largas y profundas meditaciones sobre la relatividad de las cosas, de que los bienes de este mundo, las riquezas y los lujos, las comodidades y embelecos, no traen felicidad al alma, ni la llenan ni la satisfacen, sino que la acongojan y la emborrachan; mira a los avarientos y a los codiciosos como a niños engañados que coleccionan piedrecillas o papeles de colores; considera al dinero como al peor de los estorbos; y en cambio, la santa pobreza, el carecer hasta de lo que parece más indispensable, le parece una lotería que muy pocos alcanzan; siente el corazón siempre ágil y muchacho, perfectamente entrenado para la gran carrera de la santificación. Cuando un santo ve palacios y joyas, ricos vestidos y galas efímeras, en sus ojos no brilla la codicia sino la compasión. ¡Pobres los que necesitan tales cosas para creerse felices!

San Francisco de Asís, el maestro de fray Ignacio, fue el gran enamorado de esta virtud evangélica. En la vida de San Francisco, la palabra Pobreza está escrita siempre con mayúscula…

Otro tanto podríamos decir de la obediencia, de la castidad, de la humildad, virtudes difíciles, caminos ásperos por los que anduvo ágilmente nuestro joven capuchino, desde el noviciado hasta la muerte.

Del convento de San Benito, donde había hecho su noviciado y profesión religiosa, fray Ignacio fue mandado por sus superiores al convento de la ciudad de Iglesias, con el cargo de cocinero de aquella pequeña comunidad. Nada sabemos de sus conocimientos culinarios ni de su pericia y buena mano para manejar las ollas conventuales. En los conventos capuchinos la comida suele ser sana y suficiente, pero la técnica del oficio es anticuada e imperfecta, cosa que carece de importancia para quienes se han dedicado a la austeridad y a la mortificación. Sólo sabemos que fray Ignacio fue un excelente cocinero; que practicó su oficio con diligencia y con caridad; que todos estaban contentísimos de tenerle en la comunidad; y que, aun fuera del convento, la fama de sus virtudes se extendió rápidamente. Pero aquello duró muy poco tiempo. Los superiores se percataron de que en el joven religioso tenían una joya de inapreciable valor, y le destinaron al convento principal de la Provincia, al convento llamado de «Buoncammino», en la ciudad de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte, salvo breves temporadas en otros conventos de la isla.

En aquellos tiempos, los conventos capuchinos importantes solían tener, para la confección de los hábitos y ropa de los religiosos, rústicos telares que abastecían las necesidades indumentarias de la Provincia respectiva. Fray Ignacio pasó algún tiempo en el telar de Cagliari, unos pocos meses nada más; y luego los superiores le encomendaron otro oficio de más horizontes y de mayores compromisos: el oficio de limosnero por las calles y casas de la ciudad, recolector de alimentos para la comunidad, proveedor de las necesidades materiales de sus hermanos.

En las ciudades y campos de Europa y de América todavía se ven, con cierta frecuencia, esos humildes y simpáticos hermanos legos capuchinos que recorren las casas de los amigos y devotos de la Orden franciscana, pidiendo limosna para la Comunidad. Los capuchinos no tenemos posesiones ni rentas; no comerciamos; no trabajamos en industrias. Vivimos del trabajo apostólico y de la caridad; somos mendigos y obreros en una pieza; y esa es nuestra característica franciscana, acierto genial de nuestro santo Fundador. ¡Qué bien se corre por los caminos espirituales, sin carga alguna sobre el corazón! ¡Qué agilidad se siente para amar a Dios y al prójimo y para huir de las vanidades mundanas!

Entre nuestros santos capuchinos, casi todos los que fueron hermanos legos se santificaron tanto dentro de los conventos como en medio de las calles y campos; casi todos fueron «limosneros». En ese oficio humildísimo y vergonzante se necesitan más virtudes y más valor que para ser general de un ejército o director de una empresa. Se necesita mucha prudencia, educación, castidad y modestia, humildad y caridad. Eso por lo menos… No vienen mal el don de gentes, la simpatía, la paciencia y el agradecimiento.

Todas estas cualidades adornaron el alma y acompañaron las actividades de nuestro fray Ignacio en los muchísimos años que ejercitó el oficio de limosnero por las calles de Cagliari. Se nos cuentan anécdotas sabrosas y edificantes; lo difícil para el escritor es seleccionar algunas más llamativas, dejando en la penumbra otras muchas que podrían interesar al lector.

Había en aquella ciudad un riquísimo comerciante y prestamista, muy poco querido de sus obligados clientes. Pero el limosnero capuchino pasaba siempre de largo por su puerta; jamás entraba a saludar al personaje ni a pedirle una ayuda para el convento. El comerciante se molestó grandemente al darse cuenta del desvío que le demostraba fray Ignacio; y un día fue al superior del convento y se quejó ante él de la poca educación del limosnero. El padre guardián le dio toda clase de excusas y satisfacciones; y mandó a fray Ignacio que en adelante visitara con frecuencia al rico comerciante. Obedeció el hermanito y se fue directamente a la casa de aquel hombre. La limosna, naturalmente, fue abundantísima. La alforja repleta y pesada llegó al convento sobre las curvadas espaldas de fray Ignacio; pero por el camino se vio un extraño reguero de sangre que había caído de la rica carga. Los que vieron aquella terrible raya roja por el largo suelo, se preguntaban qué podría significar tan extraordinario acontecimiento: tal vez fray Ignacio había llevado en sus alforjas un cordero degollado, tal vez un tarro de pintura roja, tal vez otra cosa misteriosa y desconocida… Al presentarse ante su superior, el santo limosnero le mostró su carga sanguinolenta, diciéndole: «Vea, Reverendo Padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas…» Por toda la ciudad corrió la terrible noticia; y el rico negociante, tocado en el alma por el insólito milagro, se arrepintió de su avaricia, distribuyó sus bienes a los pobres, y en adelante vivió honestamente, sin ilícitas ganancias.

Otro caso todavía más prodigioso nos cuentan las crónicas. En la aldehuela de Sinnai vivía un matrimonio joven y piadoso, cuya única desgracia era el no haber tenido hijos después de dos años de unión. Oraciones, promesas, limosnas, nada había dado resultado: los niños no llegaban… Fray Ignacio, en sus correrías de limosnero, frecuentaba aquella casa, y consolaba a la pareja prometiéndoles sus oraciones y penitencias para que Dios les concediese aquella gracia tan anhelada. Un día, con toda claridad, les aseguró que Dios le había escuchado, y que muy pronto habría novedades en el hogar. Pero en los pueblos chicos los ojos suelen estar muy abiertos, las lenguas muy expeditas, las sospechas brotan oportuna e importunamente, y algunas vecinas poco delicadas comenzaron a propalar que el hermanito capuchino tendría algo que ver con el niño que se esperaba de un día para otro. El pueblo lo creyó a medias; cuando pasaba fray Ignacio por las calles y cuando entraba a la casa de los jóvenes esposos, estallaban a su paso las sonrisas maliciosas y los comentarios picantes y desvergonzados. Llegó por fin el hijo; se le bautizó solemnemente en la parroquia; fray Ignacio, que no ignoraba los rumores populares, asistió a la ceremonia; y de repente, en medio de un silencio impresionante, dirigiéndose a la criatura le preguntó con voz clara que todos pudieron oír: «Dime, niño, ¿quién es tu padre?» Los asistentes se apiñaron para contemplar la extraña escena; y todos pudieron ver al niño que con su dedito señalaba por tres veces a su verdadero padre allí presente. Las sospechas desaparecieron, y la fama de santidad de fray Ignacio no hizo sino aumentar considerablemente desde aquel memorable testimonio dado por el niño.

Los documentos y las crónicas de aquel tiempo no escatiman relatos prodigiosos, a veces exagerados y ridículos. Fray Ignacio vivió más de cincuenta años en la ciudad de Cagliari; llegó a ser el personaje más popular, el más querido, el más venerado. No pasaba día sin que las buenas gentes le «colgaran» algún cuento edificante, algún milagro portentoso, alguna aventura curiosa arreglada y desfigurada por el comentario repetido de boca en boca. De toda esa polvareda sale la figura de nuestro protagonista con ciertos rasgos inconfundibles que dibujan nítidamente su personalidad. Es muy difícil, en nuestros días, separar la paja del grano, saber donde termina la historia y donde comienza la fantasía. Pero a los santos no podemos medirlos con la vara corriente, ni juzgarlos con el criterio realista de los hechos tangibles y ordinarios. Dios les ha concedido gracias excepcionales; ha hecho, por su mediación, milagros que salen de todas las normas conocidas; ha adornado sus almas con carismas y con rasgos que desorientan y hacen sonreír a los incrédulos. A mí me place recoger lo pintoresco, la gracia de lo legendario, la poesía y el encanto de las historietas que los abuelos contaron a sus nietos. No me pidáis, en estas páginas, rigor histórico ni severidad de dómine; dejadme con los viejos cronicones y con el olor sabroso de los pergaminos.

La índole vulgarizadora y resumida de este libro no nos permite entrar en muchos pormenores edificantes ni en el examen prolijo de las virtudes de fray Ignacio. Con mucha pena tenemos que pasar como ráfagas por tantas páginas heroicas: por su fortaleza férrea en vencer pasiones y peligros; por su espíritu de justicia y de escrupulosa veracidad; por su inagotable caridad con pobres y ricos; por su acción pacificadora en disensiones pueblerinas o familiares; por sus penitencias y mortificaciones increíbles; por sus arrebatos místicos, éxtasis y visiones.

Entre ayunos y vigilias, entre cilicios y disciplinas espantables, fray Ignacio cultivó sus fragantes vergeles y se remontó a las alturas de la santidad.

Todas estas flores crecieron y dieron su penetrante perfume en un volcán de pasiones y en un matorral de peligros. No vayamos a creer que San Ignacio de Láconi fuese un bonachón para quien practicar el heroísmo diario resultara cosa de coser y cantar; por debajo de todas esas maravillas de perfección, había el vencimiento propio, el dominio difícil de todos los momentos, los repuntes de la maleza pasional; en una palabra, la carne y la piel, la sangre y los nervios, vivos y pujantes, sofrenados minuto a minuto, reprimidos victoriosamente con la gracia de Dios. Los santos no fueron figuritas de papel, sino formidables atletas en todas las disciplinas del espíritu. Se necesita más intrepidez para ser un buen capuchino que para ser un gran boxeador o un diestro futbolista…

En el convento de fray Ignacio, los otros religiosos le tuvieron siempre por un hombre de Dios. Le veían diariamente absorto en sus meditaciones, indefectible en sus obligaciones, penitente y caritativo como nadie, modelo de vida recogida y austera. Todos le miraban como a un modelo incomparable de virtud.

En la ciudad, su figura modesta pasaba dejando una claridad y una alegría de santidad. Parecía que jamás perdía el contacto con Dios, ni aun en medio del bullicio de las calles. Visitaba a los pobres y consolaba graciosamente a los atribulados; repartía entre los necesitados las limosnas recogidas, llevando al convento sólo una parte de su cosecha, porque había pedido permiso a sus superiores para dar todo lo que le pareciera conveniente; era amigo de viejos y de jóvenes, consejero de matrimonios, consuelo de enfermos, camarada de niños; y siempre su palabra y su ejemplo dejaban recuerdos y lecciones que difícilmente se borraban. Fray Ignacio era un predicador y un apóstol a su manera.

No solamente se predica en los púlpitos y en las iglesias; los santos llevan el púlpito a cuestas con su vida ejemplar, tienen la elocuencia irresistible de las buenas obras, persuaden, convencen, convierten, ablandan. Todo ello con poquísimas palabras, con tartamudeos de breves conversaciones, con miradas penetrantes, con oraciones fervientes y continuas. Dichosos aquellos que viven al lado de un santo y cultivan su amistad. Son como flores que crecen a la orilla del río; nunca les faltará el riego abundante, ni la sanidad y frescura del aire, ni la bondad de la tierra, ni los cuidados y desvelos del hortelano.

Así era nuestro fray Ignacio; así le conoció, durante más de medio siglo, la ciudad de Cagliari, y así le vieron todos los que acudían a él en busca de milagros, de oraciones o de consejos. Porque llegó a tanto la fama del capuchino, que casi no se hablaba de otra cosa en Cerdeña: él era el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos. Sin alharacas de ninguna especie, con una naturalidad encantadora, decía las cosas más tremendas: profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos, juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas, amenazas, mandatos o reproches. Penetraba las almas, el tiempo y el espacio, con su vista de lince iluminada por la gracia. Y el leguito capuchino no tenía pelos en la lengua cuando el espíritu del Señor venía sobre él. Hablaba con toda valentía; reprendía a gobernadores, alcaldes o jueces; se enfrentaba secamente con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban sus advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo que el siervo de Dios no se equivocaba jamás y que nunca decía palabra de más ni de menos.

Llevaba fama de santo y de sembrador de milagros; pero él, en su profunda humildad, se las arreglaba muy donosamente para ocultar esa gracia que Dios le había dado, acudiendo a la sencilla estratagema de envolver los milagros y curaciones instantáneas en prácticas de medicina popular y en chistosas ocurrencias. Muchos creían que era un hábil prestidigitador; otros le tenían por mago en ciencias ocultas; la mayoría reconocía que era un predilecto de Dios y un taumaturgo de la talla de un San Antonio de Padua o de un San Gregorio.

Para sanar a un pobre hombre que tenía rota la pierna o un horrible cáncer al hígado, fray Ignacio hacía una ferventísima oración pidiendo al Señor la curación del atribulado; después se remangaba los brazos, tocaba la herida o la parte afectada, y recetaba al enfermo, por ejemplo, un vaso de jugo de limón, o unas migas de pan, o un cocimiento de hierbas, o unos toques con un palo de escoba… Y añadía para disimular la milagrosa intervención: «Ésta es la última palabra de la cirugía moderna, al alcance de todos; pero ve a dar gracias a Dios y a la Virgen, confiésate y comulga en señal de gratitud, y no peques más».

Cuando fray Ignacio llegó a las cercanías de los 80 años, sus profundas arrugas, sus canas venerables, su evidente cansancio al subir las escaleras o al andar por las calles, indicaban que le quedaba poca vida.

Los habitantes de Cagliari, al verle pasar lentamente con sus alforjas al hombro, no se hacían ilusiones, y decían con triste voz: «El día menos pensado nuestro fray Ignacio se nos volará a los cielos».

En los primeros días de mayo de 1781, fue al convento de religiosas donde estaba su querida hermana Inés y se despidió de ella y de las otras monjas con alegrísimo talante, como el que emprende un viaje de placer. Se despidió también de varios amigos y bienhechores y les dejó algunos pobres regalitos: su bastón, su rosario, algunas modestas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquellas despedidas del santo viejecito nadie pudo ver asomos de tristeza ni de angustia; fray Ignacio se reía, bromeaba con todos, manifestaba una serenidad inalterable; y su actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».

El día 6 de mayo se acostó tranquilamente en su lecho de la enfermería del convento; ya sabía él que no iba a levantarse más. Se confesó con pausa y devoción; preguntó qué día de la semana era aquel; y al saber que era domingo, sacó las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pidió el Viático y lo recibió con extraordinarias efusiones de fervor. El viernes 11 de mayo, en las primeras horas de la mañana, recibió la Extremaunción que él mismo solicitó; preguntó qué hora era, y dijo al padre guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la tarde, el enfermo expresó: «Me queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde en el reloj cercano de la torre parroquial, fray Ignacio se sonrió y dijo a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora…». Juntó las manos sobre el pecho y expiró.

Esta escena, que contada parece teatral, se desenvolvió naturalísimamente, como un hecho ordinario y cotidiano. Fray Ignacio murió como el que salta un pequeño arroyo agarrándose a la mano del que está en la otra orilla: un paso un poco más largo que los otros…

Sus funerales fueron memorables: mezcla de dolor intenso y de cortejo triunfal. Toda la ciudad de Cagliari tomó parte en la ceremonia; cerráronse las tiendas y las oficinas públicas; las calles se llenaron de curiosos y de devotos.

Y sobre la isla de Cerdeña se cernió largo tiempo un denso y consolador aire de tristeza: «Fray Ignacio ya no está con nosotros… Pero desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad».

Desde el día de su muerte hasta el de su canonización, fray Ignacio de Láconi ha dado mucho que hablar, por los prodigios y milagros que se sucedían en su tumba o con sus reliquias. Y hasta el día presente su nombre anda envuelto y empapado en una perfumada atmósfera de anécdotas edificantes y de recuerdos gloriosos.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Ignacio de Láconi, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 105-122.

(http://www.franciscanos.org/prudencio/ignacio.html)

10 mayo, 2020

Domingo V (A) de Pascua


 V Domingo de Pascua, Ciclo A – P. Raniero Cantalamessa | Misión MAS

Día litúrgico: Domingo V (A) de Pascua Ver 1ª Lectura y Salmo

Texto del Evangelio (Jn 14,1-12): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino».

Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto».

Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Le dice Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre».
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«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí»
Pbro. Walter Hugo PERELLÓ (Rafaela, Argentina)

Hoy, la escena que contemplamos en el Evangelio nos pone ante la intimidad que existe entre Jesucristo y el Padre; pero no sólo eso, sino que también nos invita a descubrir la relación entre Jesús y sus discípulos. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3): estas palabras de Jesús, no sólo sitúan a los discípulos en una perspectiva de futuro, sino que los invita a mantenerse fieles al seguimiento que habían emprendido. Para compartir con el Señor la vida gloriosa, han de compartir también el mismo camino que lleva a Jesucristo a las moradas del Padre.

«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,6-7). Jesús no propone un camino simple, ciertamente; pero nos marca el sendero. Es más, Él mismo se hace Camino al Padre; Él mismo, con su resurrección, se hace Caminante para guiarnos; Él mismo, con el don del Espíritu Santo nos alienta y fortalece para no desfallecer en el peregrinar: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).

En esta invitación que Jesús nos hace, la de ir al Padre por Él, con Él y en Él, se revela su deseo más íntimo y su más profunda misión: «El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza» (San Gregorio de Nisa).

Un Camino para andar, una Verdad que proclamar, una Vida para compartir y disfrutar: Jesucristo.

(http://evangeli.net/evangelio/dia/2020-05-10)

09 mayo, 2020

San Pacomio

 
 Santo de hoy - Pacomio, Santo Abad (+346 dC) - 09/05 | Parroquia ...
 
 ¡Oh!, San Pacomio, vos, sois el hijo del Dios de la
Vida, su Abad y santo, que, siendo ermitaño y con
vuestras mortificaciones de abstinencia, ayuno
y vigilia, en práctica, pusisteis el “Evangelio vivo”
de Jesús, educando así, a  vuestros monjes a la
vida en común en vuestra “koinonía”, imitando a los
santos apóstoles del Dios vivo y eterno de Jerusalén.
Vuestra vida, humilde y ascética la entregasteis
a la gente de vuestro tiempo con exquisito amor. Las
arenas del desierto, saben de vos, incluso “la voz
misteriosa” que, en la helada noche, escuchasteis
y os invitó a quedaros en aquél lugar, por siempre.
Vos, iniciador de la vida en común sois, donde el
amor, la disciplina y la autoridad reemplazó a la
anarquía de los anacoretas. Así, dejasteis vuestra
huella esparcida en el desierto, y donde quiera que
vuestra tumba esté, vuestro discípulo Teodoro,
escondió vuestros restos, tal y como os lo dijisteis
para evitar que sobre ella, se edificara una iglesia,
porque no os considerabais un mártir. Despreocupaos
porque Dios, ya os premió con justicia, coronándoos
de luz como premio a vuestra grande entrega de amor;
¡oh!, San Pacomio, “viva Koinonía del Dios Vivo y eterno”.



© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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9 de Mayo
San Pacomio
Abad

La extraordinaria vida de los ermitaños, con sus mortificaciones a veces exageradas y con aquella especie de encarnizamiento en sobrecargarse de abstinencias, ayunos, vigilias, era verdaderamente la traducción práctica del Evangelio. Su soledad podía de hecho tapar el engaño de sus extravagancias y de su orgullo.

Para eliminar este peligro un monje egipcio del siglo IV, San Pacomio, tuvo la idea de una nueva forma de monaquismo: el cenobitismo, o la vida en común, donde la disciplina y la autoridad reemplazaba la anarquía de los anacoretas.

Educó a sus monjes a la vida en común, constituyendo, poco lejos de las riberas del Nilo, la primera “koinonía”, una comunidad cristiana, a imitación de la fundada por los apóstoles en Jerusalén, basada en la comunión en la oración, en el trabajo y en el alimento y concretada en el servicio recíproco. El documento fundamental que regulaba esta vida era la Sagrada Escritura, que el monje aprendía de memoria y recitaba en voz baja durante el trabajo manual. Esta era también la forma principal de oración: un contacto con Dios mediante el sacramento de la Palabra.

San Pacomio nació en el Alto Egipto el año 287, de padres paganos. Enrolado a la fuerza en el ejército Imperial a la edad de 20 años, acabó en prisión en Tebas con todos los reclutas. Protegidos por la oscuridad, por la noche los cristianos les llevaban un poco de alimento. El gesto de los desconocidos conmovió a Pacomio, quien preguntó quién los incitaría a traer esto. “El Dios de los cielos” fue la respuesta de los cristianos. Aquella noche Pacomio rezó al Dios de los cristianos que lo liberara de las cadenas, prometiéndole a cambio dedicar su propia vida a su servicio.

Tan pronto recobró su libertad cumplió el voto uniéndose a una comunidad cristiana de una aldea del sur, la actual Kasr-es-Sayad en donde tuvo instrucción necesaria para recibir el bautismo.

Por algún tiempo llevó una vida de asceta entregándose al servicio de la gente del lugar, después se puso por siete años bajo la guía de un monje anciano, Palamone. Durante un paréntesis de soledad en el desierto una voz misteriosa lo invitó a establecer su residencia en aquel lugar, al cual después habrían llegado numerosos discípulos. A la muerte de Pacomio, los monasterios masculinos eran nueve, más uno femenino.

Del santo se desconoce el lugar de la sepultura, pues en su lecho de muerte dijo al discípulo Teodoro que escondiera sus restos para evitar que sobre su tumba edificaran una iglesia, a imitación de los “martyrion” o capillas construidas en las tumbas de los mártires.

(http://es.catholic.net/santoraldehoy/)

08 mayo, 2020

San Job


Job (personaje bíblico) - Wikipedia, la enciclopedia libre
 
 ¡Oh!, San Job, vos, sois el hijo del Dios de la Vida
y su más admirable siervo y santo, que, puesto
a prueba por Él, nunca dejasteis de amarlo y cada
vez más y más, a pesar de que, vos, mas dolor en
vuestra alma y cuerpo recibíais. Vuestra paciencia
admirable os ha encumbrado, para siempre, como
eterno paradigma del amor y de la paciencia sin
límites. Y, como erais de sencillez grande y hombre
recto, jamás dejasteis de temer a Dios y os declarasteis
enemigo abierto del mal. Hijos e hijas, una fortuna
cuantiosa en animales y servidumbre, hicieron de vos,
el hombre más rico de vuestro tiempo. Y, entonces,
permitió Dios, vuestro Padre, que el Demonio a vos,
os sometiera a crueles pruebas, sin quitaros la vida.
Así, vuestros rebaños perdisteis por el robo y el
fuego y vuestra casa, reducida a escombros quedó,
matando a todos vuestros hijos. Así, vuestro cuerpo,
cubierto fue de úlceras y luego, arrojado fuisteis
a un basural. Y, a vos, no os quedó decir con gran
humildad: “Desnudo salí del vientre de mi madre,
desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio todo
y Él me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!”.
Ello, asombró al gran Dios y destruyó al Demonio
de increíble manera. Y, sí, así, es nuestro Dios,
bendito sea su Santo Nombre, por siempre jamás,
porque Él, es el dueño de la Vida, y, Él, mismo,
a la hora de vuestra muerte os premió con corona de
luz, como justo premio a vuestra entrega de amor;
¡oh!, San Job, “vivo siervo del amor, la fe y la paciencia”.

© 2020 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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8 de Mayo
San Job
Ejemplo de paciencia y fe


Personaje bíblico admirable por su paciencia. Vivía en Arabia hacia el siglo XIV a.C. Hombre sencillo y recto, temeroso de Dios y enemigo del mal, habitaba la tierra de Hus. Tenía 7 hijos y 3 hijas y una gran fortuna en animales y servidumbre. Era el hombre más rico de la comarca.

El relato bíblico dice que Dios permitió que el Demonio sometiera a Job a las más rudas pruebas: hacerlo sufrir toda clase de padecimientos, menos quitarle la vida. Así, Job fue perdiendo sus rebaños por el robo, el fuego y otras calamidades; su casa quedó reducida a escombros aplastando y matando a todos sus hijos, y una enfermedad cubrió su cuerpo de úlceras y lo arrojó a un basural.

En medio de tantas desgracias Job no perdió su fe en Dios y exclamaba: “Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio todo y Él me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!”.

(http://aica.org/aica/santoral/Santos/san_job_10_MAY.htm)