
21 de Abril
San Anselmo de Canterbury
Predicador y reformador de la vida monástica
Es cierto que los normandos oprimieron a Inglaterra; pero con
ellos llegaron al país algunos de sus hombres de Iglesia y de Estado
más eminentes. Entre ellos, están dos arzobispos de Canterbury:
Lanfranco y su sucesor inmediato, San Anselmo. Este nació de noble
familia en Aosta del Piamonte hacia el año 1033. De jovencito fue
encomendado a un profesor muy riguroso, regañón y humillante y el niño
empezó a perder la alegría y a volverse demasiado tímido y
retraído. Entonces lo llevaron a los Padres Benedictinos y estos por
medio de la bondad y de la alegría lo transformaron en un estudiante
alegre y entusiasta. Todos los ratos libres los dedicaba a estudiar y a
escribir. Más tarde Anselmo diría: “Mis progresos espirituales, después
de Dios y de mi madre, los debo a haber tenido unos excelentes
profesores en mi niñez, los Padres Benedictinos”.
A los 15 años intentó ingresar en un monasterio, pero el abad,
sabiendo que el padre de Anselmo, Gandulfo, se oponía a ello, no quiso
admitirle. Mientras el papá lo animaba a ser un triunfador en el mundo,
la madre le mostraba el cielo azul y le decía: allá arriba empieza el
verdadero reino de Dios. El papá lo llevaba a fiestas y a
torneos. Pero, aunque Anselmo participaba con mucho entusiasmo, después
de cada fiesta mundana sentía su alma llena de tristeza y desilusión. Y
exclamó: “El navío de mi corazón pierde el timón en cada fiesta y se
deja llevar por las olas de la perdición”. Entonces, Anselmo se fue
inclinando más a ganarse el cielo que las glorias humanas.
Anselmo olvidó durante algún tiempo su vocación, descuidó la práctica
religiosa y vivió una vida mundana de la que no dejó de arrepentirse
más tarde hasta el último día de su vida. Anselmo no se entendía con su
padre. Tan severo era éste, que Anselmo no tuvo más remedio que
abandonar la casa paterna, después de la muerte de su madre, para
proseguir sus estudios en Borgoña. Tres años más tarde, pasó a Bec, en
Normandía, atraído por la fama del gran abad Lanfranco. A los
veintisiete años, en 1060, Anselmo ingresó en el monasterio de Bec,
donde se convirtió en discípulo y gran amigo de Lanfranco. Este fue
nombrado abad de San Esteban de Caen, tres años más tarde y Anselmo pasó
a ser el prior de Bec. Algunos monjes murmuraron contra la elección de
Anselmo, quien era todavía muy joven; pero su paciencia y bondad
acabaron por ganarle los ánimos de sus más acerbos críticos. Entre
éstos se contaba un joven muy rebelde, llamado Osberno, a quien San
Anselmo convirtió poco a poco a la observancia y asistió tiernamente en
su última enfermedad.
San Anselmo era gran devoto de la Virgen María y decía que no hay
criatura tan sublime y tan perfecta como ella y que en santidad sólo la
supera Dios.
San Anselmo fue sin duda el mayor teólogo de su tiempo y el “padre de
la escolástica”. Como tal, es precursor de Santo Tomás de Aquino. La
Iglesia no había tenido un metafísico de su talla desde la época de San
Agustín. Al mismo tiempo su piedad permitía que Dios lo orientara hacia
la Verdad Suprema. Con corazón e inteligencia se acercó a los misterios
cristianos: “Haz, te lo ruego, Señor que yo sienta con el corazón lo que
toco con la inteligencia”
“Es necesario, decía él, impregnar cada vez más nuestra fe de
inteligencia, en espera de la visión beatífica”. Sus obras filosóficas,
como sus meditaciones sobre la Redención, provenían del vivo impulso
del corazón y de la inteligencia.
Siendo todavía prior de Bec, compuso sus dos obras más conocidas que
ayudaron a integrar la filosofía y la teología: El Monologium, (modo de
meditar sobre las razones de la fe”, en el que daba las pruebas
metafísicas de la existencia y la naturaleza de Dios, y
el Proslogium (la fe que busca la inteligencia) o contemplación de los
atributos de Dios. Igualmente compuso los tratados de la verdad, la
libertad, el origen del mal y el arte de razonar, llegando así a ser uno
de los autores más leídos en la Iglesia Católica. Durante siglos los
maestros de teología han leído y citado las enseñanzas de este gran
sabio.
Eadmero, un monje inglés, discípulo y biógrafo de Anselmo, cuenta que
tenía éste un método muy personal de instruir, empleando comparaciones
muy conocidas, de suerte que aun la gente más sencilla podía
entenderle. A un abad que se quejaba del pobre fruto de sus esfuerzos
pedagógicos, dijo San Anselmo: “Si plantas un árbol en tu huerto y lo
cercas por todos lados, de suerte que no pueda extender sus ramas,
tendrás al cabo de un tiempo un árbol inútil de ramas torcidas… Pues así
es como tratas a tus hijos, con amenazas y golpes y privándoles del
privilegio de la libertad”. Al mismo tiempo, nadie como San Anselmo
insistía en la importancia de buscar la verdad y ser fiel a ella.
San Anselmo fue un hombre de singular encanto. Su simpatía y
sinceridad le ganaron el afecto de hombres de todas clases y
nacionalidades. La caridad del santo se extendía aun a los más humildes
de sus fieles. Él fue uno de los primeros que se opusieron a la
esclavitud. En el concilio nacional de Westminister, que reunió en 1102
para resolver algunos asuntos eclesiásticos, el arzobispo obtuvo la
aprobación de un decreto que prohibía vender a los esclavos como
animales.
Una anécdota de su vida pone en relieve la humanidad de San
Anselmo. Eadmero cuenta que el santo encontró un día a un niño que había
atado un hilo a la pata de un pájaro y se divertía dejándole escapar y
volviéndole a coger. Anselmo, lleno de indignación, cortó el hilo, y
dijo: “ecce filum rumpitur, avis avolat, puer plorat, pater exultat –
“el pájaro escapa, el niño llora y el padre se alegra”.
En 1078, después de quince años de priorato, Anselmo fue elegido abad
de Bec. Eso le obligaba a viajar con frecuencia a Inglaterra, donde la
abadía contaba con algunas propiedades.
Anselmo fue a Inglaterra en 1092, tres años después de la muerte de
Lanfranco. El rey Guillermo el Rojo mantenía vacante la sede de
Canterbury para disfrutar de sus rentas. Como San Anselmo le exhortase a
nombrar un arzobispo, Guillermo juró “por la Santa Faz de Lucca” (tal
juramento popular se refiere al “Volto Santo”) que ni Anselmo ni otro
alguno sería arzobispo de Canterbury mientras él viviese. Pero una
enfermedad que le puso a las puertas de la muerte le hizo cambiar de
opinión. Lleno de temor, el rey prometió que en adelante gobernaría de
acuerdo con las leyes y nombró arzobispo a San Anselmo. El buen abad
alegó en vano su avanzada edad, su falta de salud y su ineptitud para el
gobierno. Los obispos y todos los presentes le obligaron a tomar el
báculo pastoral y le condujeron a la iglesia, donde cantaron un “Te
Deum”.
Pero el corazón del rey no había cambiado en realidad. Apenas acababa
de instalarse el nuevo arzobispo, cuando Guillermo, quien quería
arrebatar a su hermano el ducado de Normandía, empezó a exigirle
dinero. Anselmo le ofreció quinientos marcos, suma importante en
aquellos tiempos; pero el rey le pidió mil como precio de la
elección. El santo se negó rotundamente a pagarlos y exhortó al rey a
proveer las abadías vacantes y a sancionar la convocación de los sínodos
necesarios para reprimir los abusos de los clérigos y los laicos. El
rey replicó ásperamente que defendería las abadías como si se tratase de
su propia corona y, desde entonces, no tuvo otro pensamiento que el de
arrojar a Anselmo de su sede. Consiguió, en efecto, que cierto número de
obispos le negasen la obediencia; pero los barones no aceptaron
condenar a San Anselmo. El mismo legado pontificio llevó a Anselmo el
palio que le hacía inamovible.
Viendo que el rey oprimía a la Iglesia siempre que podía cuando el
clero no se plegaba a su voluntad, San Anselmo le pidió permiso de ir a
Roma a consultar a la Santa Sede. El rey se lo rehusó dos veces; a la
tercera, le respondió que podía salir del país, pero que confiscaría
todas sus rentas y no le permitiría volver a entrar. A pesar de ello,
San Anselmo partió de Canterbury en octubre de 1097, acompañado por
Eadmero y otro monje llamado Balduino. En el camino se hospedó primero
con San Hugo, abad de Cluny y después con otro Hugo, arzobispo de
Lyon. En Roma expuso el asunto al Papa, quien no sólo le prometió su
protección, sino que escribió al rey exigiéndole que restituyese a San
Anselmo sus derechos y posesiones. San Anselmo se retiró a un monasterio
de Campania por razones de salud y ahí terminó su famosa obra Cur Deus homo, que
es el más famoso tratado que existe sobre la Encarnación. Convencido de
que podría hacer más bien en la vida oculta que en su sede en
Canterbury, Anselmo rogó al Papa que le descargase de su oficio, pero el
Pontífice, se negó. Sin embargo, dado que no podía volver por el
momento a Inglaterra, el Papa le dio permiso de quedarse en
Campania. Anselmo asistió al Concilio de Bari, en 1098, y se distinguió
por su manera de abordar las dificultades de los obispos grecoitálicos
sobre la cuestión del “Filioque”. El Concilio acusó al rey de
Inglaterra de simonía, de opresión a la Iglesia, de persecución al
arzobispo y de vida viciosa; sin embargo, no llegó a condenarle
solemnemente gracias a la intervención del mismo San Anselmo, quien
persuadió al Papa Urbano de que se contentase con la amenaza de
excomunión.
La muerte de Guillermo el Rojo puso fin al destierro de San Anselmo,
quien entró en Inglaterra entre las aclamaciones del pueblo. Pero la paz
no fue duradera. Las dificultades surgieron en cuanto Enrique I se
arrogó el derecho de reconfirmar la elección de San Anselmo. Eso se
oponía a los decretos del sínodo romano de 1099, que había suprimido los
derechos de investidura de los laicos sobre las abadías y
catedrales. San Anselmo se negó, pues, a obedecer al rey. Pero en ese
momento Inglaterra estaba bajo la amenaza de una invasión de Roberto de
Normandía, a quien muchos barones ingleses no veían con malos
ojos. Deseando ganarse el apoyo de la Iglesia, Enrique prometió total
obediencia a la Santa Sede en el futuro, y San Anselmo hizo cuanto pudo
por evitar la rebelión. Aunque, como lo hace notar Eadmero, Enrique
debía en gran parte al santo el hecho de no haber perdido la corona,
reclamó de nuevo su derecho de investidura en cuanto pasó el
peligro. Por su parte, el arzobispo se negó a consagrar a los obispos
nombrados por el rey, a no ser que hubiesen sido canónicamente
elegidos. La oposición entre el rey y el arzobispo fue agravándose de
día en día. Finalmente Anselmo decidió ir personalmente a Roma a exponer
el asunto al Papa y Enrique envió por su parte a un delegado
personal. Después de madura consideración, Pascual II confirmó la
decisión de su predecesor. Al saberlo, Enrique prohibió a San Anselmo
que volviese a Inglaterra y confiscó sus bienes. Más tarde, el rumor de
que San Anselmo iba a excomulgar al rey parece haber alarmado al
monarca, quien fue a Normandía a reconciliarse con el arzobispo. En un
consejo real que tuvo lugar en Inglaterra, Enrique I renunció al derecho
de investidura sobre las abadías y los obispados y Anselmo, con el
consentimiento del Papa, aceptó que los obispos prestasen homenaje al
monarca por sus posesiones temporales. El rey observó realmente el pacto
y llegó a tener tal confianza en el arzobispo, que le nombró regente
durante el viaje que hizo a Normandía en 1108. Pero la salud de San
Anselmo, que era ya muy anciano, se había debilitado mucho. El santo
murió al año siguiente, 1109, entre los monjes de Canterburry. Sus
últimas palabras antes de morir fueron:
“Allí donde están los verdaderos goces celestiales, allí deben estar siempre los deseos de nuestro corazón”
San Anselmo fue declarado Doctor de la Iglesia en 1720, aunque no
había sido canonizado. Dante le pone en el paraíso entre los espíritus
de luz y poder de la esfera solar, junto a San Juan Crisóstomo.
Se cree que el cuerpo del gran arzobispo descansa en la catedral de
Canterbury, en la capilla de su nombre, del lado sudoeste del altar
mayor.
(https://www.aciprensa.com/recursos/biografia-4541)