16 mayo, 2019

San Ubaldo Baldassini de Gubbio

 Resultado de imagen para San Ubaldo Baldassini de Gubbio
 
¡Oh!, San Ubaldo Baldassini de Gubbio, vos, sois el hijo
del Dios de la Vida y su amado santo, que os entregasteis
a la labor de reformar la vida común de los clérigos.
Nacisteis en cuna noble, y perdisteis a vuestro padre
cuando erais joven. Os educó el prior de la Iglesia
Catedral de vuestra ciudad, donde fuisteis canónigo
regular. Deseando servir a Dios con mayor regularidad
pasasteis al monasterio de San Segundo, donde
permanecisteis un tiempo. Vuestro obispo os llamó
y regresasteis al monasterio de la Catedral, donde os
hicieron prior. Más tarde, os nombraron obispo
de Gubbio, por el papa Honorio II, distinguiéndoos
durante vuestro gobierno pastoral por vuestra gran
paciencia y la frugalidad de vuestra vida. Vuestra
presencia salvó a la ciudad de ser saqueada por Federico
Barbarroja. La devoción hacia vos, es muy grande
en toda la Umbria y especialmente en Gubbio, donde
en todas las familias hay al menos algún miembro
con el nombre de Ubaldo. Vuestra biografía, fue escrita por
Teobaldo, vuestro sucesor en vuestra sede. Practicasteis
todas las virtudes de un seguidor de los Apóstoles,
distinguiéndoos, sobre todo por la mansedumbre
y paciencia con la que soportabais las injurias y afrentas
como si fuerais insensible a ellas. También, defendisteis
a vuestra grey contra los peligros públicos: el saqueo
de Federico Barbarroja, que nunca osó realizar por
vuestra presencia. Un día de Pascua, estabais enfermo
y os levantasteis a celebrar la Misa, predicasteis y disteis
la bendición. Al terminar os sentíais débil y os llevaron
a vuestro lecho, del cual ya no os levantasteis jamás.
Y, así, voló vuestra alma al cielo, para coronada ser de luz
como justo premio a vuestra entrega de amor y fe;
¡Oh!, San Ubaldo de Gubbio; “vivo, Apóstol del Dios Vivo”.


 
© 2019 Luis Ernesto Chacón Delgado
_________________________________

 


16 de Mayo San Ubaldo Baldassini de Gubbio Obispo

Martirologio Romano: En Gubbio, en la región de Umbría, Italia, san Ubaldo, obispo, que se entregó a la labor de reformar la vida común de los clérigos. († 1160).
 
Nacido de noble cuna en Gubbio, Umbría, Italia. Perdió a su padre cuando era muy joven, fue educado por el prior de la Iglesia Catedral de su ciudad natal, donde fue canónigo regular.
Deseando servir a Dios con mayor regularidad,pasó al monasterio de San Segundo de la misma ciudad, donde permaneció algunos años. Llamado de vuelta por su obispo regresó al monasterio de la Catedral, donde fue hecho prior.

Fue nombrado obispo de Gubbio por el papa Honorio II. Durante su gobierno pastoral se distinguió por su gran paciencia y la notable frugalidad de su vida.
Su presencia salvó a la ciudad de ser saqueada por Federico Barbarroja. Murió el año 1160.
El día 16 de mayo se celebra la festividad de San Ubaldo, siendo el patrón de Gubbio, también se celebra su festividad en Jessup, Pennsylvania, Estados Unidos.

La devoción hacia el santo es muy grande en toda la Umbria y especialmente en Gubbio, donde en todas las familias hay al menos algún miembro con el nombre de Ubaldo. La festividad de su patrón se celebra por los habitantes con gran solemnidad.

——————
fuente:«Vidas de los santos», Alban Butler

Felizmente poseemos una excelente biografía de san Ubaldo Baldassini, obispo de Gubbio, escrita por Teobaldo, su sucesor en la sede. Ubaldo pertenecía a una noble familia de Gubbio. Quedó huérfano a temprana edad; su tío, el obispo de la ciudad, se encargó de educarle en la escuela de la catedral.

Ubaldo recibió la ordenación sacerdotal al terminar sus estudios. Aunque era muy joven, fue nombrado deán de la catedral para que llevase a cabo la reforma de los canónigos, cuya existencia disipada era el escándalo de la ciudad. La tarea no era fácil, pero Ubaldo logró convencer a tres de los canónigos para que formasen una comunidad. Con el propósito de familiarizarse con la vida en común de los canónigos regulares, Ubaldo fue a pasar tres meses en la comunidad que Pedro de Honestis había fundado en el territorio de Ravena. A su regreso estableció en Gubbio las mismas reglas y, al poco tiempo, las aceptó todo el capítulo.

Algo más tarde, un incendio consumió la casa de los canónigos y Ubaldo aprovechó la ocasión para trasladarse a Fonte Avellano y consultar a Pedro de Rímini, pues tenía la intención de retirarse a la soledad. Pero el siervo de Dios le hizo ver que se trataba de una tentación muy peligrosa y le exhortó a volver a ocupar el puesto que Dios le había señalado para bien de los demás. Ubaldo retornó, pues, a Gubbio y, bajo su dirección, el capítulo floreció más que nunca.

En 1126, el santo fue elegido obispo de Perugia, pero se escondió para que los delegados de la ciudad no le encontrasen; en seguida fue a Roma a rogar al papa Honorio III que le permitiese rehusar el cargo. El Papa accedió a su petición, pero dos años después, quedó vacante la sede de Gubbio y el mismo Pontífice aconsejó al clero que eligiese a Ubaldo.

El santo practicó todas las virtudes dignas de un sucesor de los Apóstoles, pero se distinguió sobre todo por la mansedumbre y paciencia con que soportaba las injurias y afrentas, como si fuese insensible a ellas. En cierta ocasión, los obreros que reparaban las murallas de la ciudad, penetraron en la viña de san Ubaldo y dañaron las plantas. Al ver esto, el santo les rogó que procediesen con mayor cuidado; pero el capataz, que probablemente no le reconoció, le propinó un empellón con el que le hizo caer en un charco de mortero. San Ubaldo se levantó cubierto de lodo y se retiró sin decir palabra; pero algunos testigos del incidente esparcieron la noticia y el pueblo pidió que se castigase al capataz. La gran indignación popular estaba a punto de ejecutar un castigo brutal contra el capataz, cuando se presentó san Ubaldo en la corte y manifestó que, como se trataba de una ofensa cometida contra un miembro del clero, el culpable debía ser juzgado por el obispo. Después, se acercó al acusado, le dio el beso de paz en señal de reconciliación, rogó a Dios que le perdonara ésa y todas las otras injurias que hubiese cometido en su vida y pidió al juez que dejera en libertad al reo.

El santo defendió, repetidas veces, a su grey contra los peligros públicos. El emperador Federico Barbarroja había saqueado Espoleto y amenazaba con caer sobre Gubbio. San Ubaldo salió al encuentro del emperador y consiguió que desistiese de su propósito. Durante los dos últimos años de su vida, el santo obispo tuvo una serie de enfermedades que le hicieron sufrir mucho; pero todo lo soportó con heroica paciencia. El día de Pascua de 1160, aunque estaba muy enfermo, se levantó a celebrar la misa, predicó y dio la bendición al pueblo para que no quedase decepcionado. Al terminar estaba tan débil, que debió ser trasportado a su lecho, del que ya no se levantó. El día de Pentecostés, todo el pueblo de Gubbio desfiló por su habitación para despedirse del que cada uno consideraba como a un padre. San Ubaldo murió el 16 de mayo de 1160. La multitud que acudió a sus funerales, desde muy lejos, fue testigo de los numerosos milagros que Dios obró en su tumba.

(http://es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=9778)

15 mayo, 2019

San Isidro, Labrador

 
Resultado de imagen para San Isidro, Labrador
 
 ¡Oh!, San Isidro, Labrador; vos, sois el hijo del Dios
de la vida, y su amado santo, que fundasteis vuestra
vida, en el temor de no ofender a Dios y, por ello a diario
lo buscabais en el Santo Oficio, orando y rogando por
todas las gentes de vuestra conflictiva época. Erais sensible
con los más desposeídos, siendo vos, uno más, nunca
se os olvidó, ni siquiera las avecillas del campo, que,
 de vuestras manos misericordiosas se alimentaban. El Amor
de Dios, no os abandonó jamás, y de manera constante
os favorecía de mil y una maneras, tanto que, vuestros
campos florecientes siempre estaban y aunque envidia
generabais, nunca Dios permitió que prosperase, y mejor
porque hoy, de los Agricultores del mundo, sois su Patrono,
porque Aquél que lo ve todo y juzga, os bañó, de luz.
Y, tal como dijo Santiago: “Tened paciencia, hermanos,
como el labrador que aguanta paciente el fruto valioso
de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía”.
Así, vos, lo hicisteis, y recibisteis la gloria del cielo, y aunque
no sabíais leer, el Cielo y la tierra eran vuestros libros.
Y, como dice el historiador Gregorio de Argaiz, quien os dedicó
el gran libro: “La soledad y el campo, laureados por San
Isidro”: “Fue vuestra misión, laurear el campo, frío, duro,
ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido
por los hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado
y fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No
hizo nada extraordinario, pero fue un héroe”. Erais alegre,
pero pobre. Vos, no cultivabais vuestro prado, ni vuestra viña;
cultivabais el campo de Juan de Vargas, vuestro amo, a quien
le preguntabais: “Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?”
Y él, os señalaba el plan de cada jornada. Cuando pasabais
cerca de la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón
os latía con fuerza y, vuestro rostro se os iluminaba y musitabais
palabras mudas, con vuestras lágrimas de oropel. Lo que
ganabais lo distribuías en tres partes: una para el templo,
otra para los pobres y otra para vuestra familia. Antes de
partir hicisteis una humilde confesión de vuestros pecados
 y recomendasteis amor a Dios y caridad con el prójimo. Y así,
voló vuestra alma al cielo para coronada ser con corona de luz
como justo premio a vuestra entrega increíble de amor y fe.
Cuando os sacaron del sepulcro vuestro cadáver incorrupto
estaba, como si estuviera recién muerto. ¡Aleluya! ¡Aleluya!
¡oh!, San Isidro; “vivo labrador de los campos del Dios Vivo”.



© 2019 by Luis Ernesto Chacón Delgado

_____________________________________________
  
15 de mayo San Isidro Labrador Laico
Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net

Martirologio Romano: En Madrid, capital de España, labrador, que juntamente con su mujer, santa María de la Cabeza o Toribia, llevó una dura vida de trabajo, recogiendo con más paciencia los frutos del cielo que los de la tierra, y de este modo se convirtió en un verdadero modelo del honrado y piadoso agricultor cristiano. († 1130)

Fecha de canonización: 12 de marzo de 1622 por el Papa Gregorio XV.

Breve Biografía
Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito Cicerón: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Unos años después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurista, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el Padre de Jesús, cuyas palabras nos transmite San Juan en el evangelio 15,1: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.

Se postraron los reyes
Ante su sepulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron templos y los poetas le dedicaron sus versos. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, honraron a este trabajador madrileño. El historiador Gregorio de Argaiz le dedicó un gran libro: “La soledad y el campo, laureados por San Isidro”. Fue su misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles del verano y estremecido por los hielos de los inviernos. El campo quedó iluminado y fecundado por su paciencia, su inocencia y su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.

Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las faenas eran una oración. Labrando la tierra sudaba y su alma se iluminaba; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando la cruz, aprendió a empuñar la mancera. He ahí el misterio de su vida sencilla y alegre, como el canto de la alondra, revolando sobre los mansos bueyes y el vuelo de los mirlos audaces.

Tan pobre
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: “Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?” Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a la ermita de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y musitaba palabras de amor. Y las horas del tajo, sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando el fruto de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que aguanta paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía” Santiago 5, 7. Así, todo el trabajo duro y constante, ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.

No sabía leer
El Cielo y la tierra eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Isidro se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Llull: “¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!”. O del mínimo y dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta castellano como él: “¡Oh montes y espesuras – plantados por las manos del Amado – oh prado de verduras, de flores esmaltado – decid si por vosotros ha pasado!!!. “El que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.

Una santa
Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa, Santa María de la Cabeza. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el pienso en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero, – pace el animal el yero, – primero que su señor; – que en casa del labrador, – quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el delantal: “Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de verdura con tropiezos de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el amor. Y eso todos los días; dias incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo. “Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin” Salmo 1,1. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” Juan 15,6

Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca, porque: “Mucho puede hacer la oración intensa del justo…Elías volvió a orar, y el cielo derramó lluvia y la tierra produjo sus frutos” Santiago 5, 17. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis y se realizará” Juan 15, 7. Ya puede Isidro rezar con tranquilidad entre los árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado. ¡Oh arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro, sois inmortales como la tizona del Cid, el báculo pastoral de San Isidoro y la corona del rey San Fernando!, exclama el poeta. Con la pluma de Santa Teresa habéis subido a los altares. Así es como la villa y corte, centro de España, tiene por patrón a un labrador inculto, sin discursos, ni escritos, ni hechos memorables, sólo con una vida escondida y vulgar de un aldeano, hombre de aquella pequeña villa que se llamaba Madrid, recién reconconquistada al Islam. En 1083 Alfonso VI había entrado por la cuesta de la Vega. El contraste es instructivo y proclama el estilo de Dios cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.

El diácono de san Andrés
Lo que sabemos de su vida se debe al diácono de San Andrés, que conoció a su paisano y sólo ocupa media docena de páginas. ¿Quién es capaz de extender más la descripción de un labriego sencillísimo que cruza por esta vida sin ninguna aventura externa y sin más complicación que la personalísima de ser santo a los ojos de Dios? Fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era rica en aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parroquias, sus estrechas calles y en cuesta, su alcázar junto al río, su morería y sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Vargas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro. San Isidro nos ofrece todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo, de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera el nacimiento del nuevo Infante heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de España.

(http://es.catholic.net/op/articulos/31936/isidro-labrador-santo.html)

14 mayo, 2019

San Matías, Apóstol

 
Resultado de imagen para san matías apóstol
 
¡Oh!, San Matías, vos, sois el hijo del Dios de la Vida,
su apóstol y amado santo. Vuestro nombre significa: “Regalo
de Dios”, pues vos, sois el apóstol “trece” y el “catorce”
llamado también “el Apóstol de los gentiles”, San Pablo.
A vos, suelen llamaros “apóstol póstumo”, pues os nombraron
después de la muerte de Judas Iscariote y, luego de la muerte
y Ascensión de Nuestro Señor. “Después de la Ascensión de
Jesús, Pedro dijo a los demás discípulos: Hermanos, en Judas
se cumplió lo que de él se había anunciado en la Sagrada
Escritura: con el precio de su maldad se compró un campo. Se
ahorcó, cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron
todas sus entrañas. El campo comprado con sus 30 monedas se
llamó Haceldama, que significa: “Campo de sangre”. El salmo
sesenta y nueve dice: “su puesto queda sin quién lo ocupe,
y su habitación queda sin quién la habite”, y el ciento nueve:
“Que otro reciba su cargo”. “Conviene entonces que elijamos
a uno que reemplace a Judas. Y el elegido debe ser de los que
estuvieron con nosotros todo el tiempo en que el Señor convivió
con nosotros, desde que fue bautizado por Juan Bautista hasta
que resucitó y subió a los cielos”. Y, prestos los discípulos
presentaron dos candidatos, uno, José, hijo de Sabas y Matías.
Entonces oraron diciendo: “Señor, tú que conoces los corazones
de todos, muéstranos a cuál de estos dos eliges como apóstol,
en reemplazo de Judas”. Y, echaron suertes y ella, cayó en vos
y fue admitido desde ese día en el número de los doce apóstoles.
A vos, os laman también “apóstol gris”, pues no brillasteis,
sino que fuisteis como tantos de nosotros, y, ello, nos anima
a buscar la santidad, una santidad para la gente común y corriente,
pues el cielo, desde siempre lleno está, de San Chofer de camión
y Santa Costurera. San Cargador de bultos y Santa Lavandera
de ropa. San Colocador de ladrillos y Santa Vendedora de almacén,
San Empleado y Santa Secretaria. Santa Ama de casa, San Doctor,
San Profesor y San Policía. San Sacerdote, Santa Monja, San
Estudiante y Santa Directora de Colegio. San Policía y San Militar.
San Aviador y San Marinero. Al final de cuentas, llamados todos
estamos a ser santos, para la gloria del Dios vivo y eterno. San
Clemente y San Jerónimo dicen que vos, habíais sido uno de los
setenta y dos discípulos que Jesús mandó vez alguna a misionar,
de dos en dos. Dice la tradición que vos, moristeis crucificado,
como vuestro Maestro, y os pintan con una santa cruz de madera
en vuestra mano. Vos, sois querido por los carpinteros que os aman;
¡oh!, San Matías, “vivo reflejo del amor del Dios de la vida”.



© 2019 by Luis Ernesto Chacón Delgado
_______________________________

 


14 de mayo San Matías, Apóstol (siglo I)

Matías significa: “Regalo de Dios”. Este es el apóstol No. 13 (El 14 es San Pablo). Es un apóstol “póstumo” (Se llama póstumo al que aparece después de la muerte de otro). Matías fue elegido “apóstol” por los otros 11, después de la muerte y Ascensión de Jesús, para reemplazar a Judas Iscariote que se ahorcó. La S. Biblia narra de la siguiente manera su elección:

“Después de la Ascensión de Jesús, Pedro dijo a los demás discípulos: Hermanos, en Judas se cumplió lo que de él se había anunciado en la Sagrada Escritura: con el precio de su maldad se compró un campo. Se ahorcó, cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. El campo comprado con sus 30 monedas se llamó Haceldama, que significa: “Campo de sangre”. El salmo 69 dice: “su puesto queda sin quién lo ocupe, y su habitación queda sin quién la habite”, y el salmo 109 ordena: “Que otro reciba su cargo”.

“Conviene entonces que elijamos a uno que reemplace a Judas. Y el elegido debe ser de los que estuvieron con nosotros todo el tiempo en que el Señor convivió con nosotros, desde que fue bautizado por Juan Bautista hasta que resucitó y subió a los cielos”.

Los discípulos presentaron dos candidatos: José, hijo de Sabas y Matías. Entonces oraron diciendo: “Señor, tú que conoces los corazones de todos, muéstranos a cual de estos dos eliges como apóstol, en reemplazo de Judas”.

Echaron suertes y la suerte cayó en Matías y fue admitido desde ese día en el número de los doce apóstoles (Hechos de los Apóstoles, capítulo 1).

San Matías se puede llamar un “apóstol gris”, que no brilló de manera especial, sino que fue como tantos de nosotros, un discípulo del montón, como una hormiga en un hormiguero. Y a muchos nos anima que haya santos así porque esa va a ser nuestra santidad: la santidad de la gentecita común y corriente. Y de estos santos está lleno el cielo: San Chofer de camión y Santa Costurera. San Cargador de bultos y Santa Lavandera de ropa. San Colocador de ladrillos y Santa Vendedora de Almacén, San Empleado y Santa Secretaria, etc. Esto democratiza mucho la santidad, porque ella ya no es para personajes brillantes solamente, sino para nosotros los del montón, con tal de que cumplamos bien cada día nuestros propios deberes y siempre por amor de Dios y con mucho amor a Dios.

San Clemente y San Jerónimo dicen que San Matías había sido uno de los 72 discípulos que Jesús mandó una vez a misionar, de dos en dos. Una antigua tradición cuenta que murió crucificado. Lo pintan con una cruz de madera en su mano y los carpinteros le tienen especial devoción.

(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Matías_5_14.htm)

13 mayo, 2019

Nuestra Señora de Fátima

 
 ¡Oh! Trece de Mayo

Alegría y asombro de veros nuestra Madre,
aquél de Mayo trece, que vinisteis amorosa.
Amor, para con Cristo pidiendo y, honrosa
os posasteis, en esta tierra, obra de Dios Padre.

Vos, que de los cielos bajasteis amada Madre,
compartisteis las eternas verdades y, ansiosa
a tus amados hijos les mostrasteis gloriosa,
el camino, para seguros llegar a Dios Padre:

Por el camino ancho jamás, sí, por el angosto
porque es ése, el andar de Vos Santa María,
desde Belén hasta Fátima, uno y, muy angosto.

Y, sabe Dios, cuántos más, como el angosto,
porque Él, es el Dios de la vida. Santa María
de sol vestida, por vuestro andar en el angosto.


© 2009 by Luis Ernesto Chacón Delgado
____________________________________



13 de Mayo
Nuestra Señora de Fátima
(1917)


Desde el 13 de mayo de 1917 la Sma. Virgen María se apareció por seis veces en Fátima (Portugal) a tres pastorcitos: Lucía, Francisco y Jacinta. En un hermoso libro titulado “Memorias de Lucía” (cuya lectura recomendamos) la que vio a la Virgen cuenta todos los detalles de esas apariciones.

Primera aparición: 13 de Mayo de 1917
El 13 de mayo se produjo el siguiente diálogo:
– ¿De dónde es su merced?
– Mi patria es el cielo.
– ¿Y qué desea de nosotros?
– Vengo a pedirles que vengan el 13 de cada mes a esta hora (mediodía). En octubre les diré quién soy y qué es lo que quiero.
– ¿Y nosotros también iremos al cielo?
– Lucía y Jacinta sí.
– ¿Y Francisco?
Los ojos de la aparición se vuelven hacia el jovencito y lo miran con expresión de bondad y de maternal reproche mientras va diciendo:
– El también irá al cielo, pero antes tendrá que rezar muchos rosarios.
Y la Sma. continuó diciéndoles:
– ¿Quieren ofrecerse al Señor y estar prontos para aceptar con generosidad los sufrimientos que Dios permita que les lleguen y ofreciéndolo todo en desagravio por las ofensas que se hacen a Nuestro Señor?
– Sí, Señora, queremos y aceptamos.
Con un gesto de amable alegría, al ver su generosidad, les dijo:
– Tendrán ocasión de padecer y sufrir, pero la gracia de Dios los fortalecerá y asistirá.

Segunda aparición: 13 de Junio de 1917
La Sma. Virgen le dice a los tres niños: “Es necesario que recen el rosario y aprendan a leer”.
Lucía le pide la curación de un enfermo y la Virgen le dice: “Que se convierta y el año entrante recuperará la salud”.

Lucía le suplica: “Señora: ¿quiere llevarnos a los tres al cielo?”.
– Sí a Jacinta y a Francisco los llevaré muy pronto, pero tú debes quedarte aquí abajo, porque Jesús quiere valerse de ti para hacerme amar y conocer. El desea propagar por el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María.

– ¿Y voy a quedarme solita en este mundo?
– ¡No hijita! ¿Sufres mucho? Pero no te desanimes, que yo no te abandonaré. Mi corazón inmaculado será tu refugio y yo seré el camino que te conduzca a Dios.

Tercera aparición: 13 de julio de 1917
Ya hay 4,000 personas. Nuestra Señora les dice a los videntes: “Es necesario rezar el rosario para que se termine la guerra. Con la oración a la Virgen se puede obtener la paz. Cuando sufran algo digan: ‘Oh Jesús, es por tu amor y por la conversión de los pecadores’”.

La Virgen abrió sus manos y un haz de luz penetró en la tierra y apareció un enorme horno lleno de fuego, y en él muchísimas personas semejantes a brasas encendidas, que levantadas hacia lo alto por las llamas volvían a caer gritando entre lamentos de dolor. Lucía dio un grito de susto. Los niños levantaron los ojos hacia la Virgen como pidiendo socorro y Ella les dijo:

– ¿Han visto el infierno donde van a caer tantos pecadores? Para salvarlos, el Señor quiere establecer en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María. Si se reza y se hace penitencia, muchas almas se salvarán y vendrá la paz. Pero si no se reza y no se deja de pecar tanto, vendrá otra guerra peor que las anteriores, y el castigo del mundo por sus pecados será la guerra, la escasez de alimentos y la persecución a la Santa Iglesia y al Santo Padre.

Vengo a pedir la Consagración del mundo al Corazón de María y la Comunión de los Primeros Sábados, en desagravio y reparación por tantos pecados. Si se acepta lo que yo pido, Rusia se convertirá y vendrá la paz. Pero si no una propaganda impía difundirá por el mundo sus errores y habrá guerras y persecuciones a la Iglesia. Muchos buenos serán martirizados y el Santo Padre tendrá que sufrir mucho. Varias naciones quedarán aniquiladas. Pero al fin mi Inmaculado Corazón triunfará.

Y añadió Nuestra Señora: Cuando recen el Rosario, después de cada misterio digan: “Oh Jesús, perdónanos nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia”.

Cuarta aparición: Agosto 1917
La 4ª. Aparición no fue posible el 13 de agosto, porque en este día el alcalde tenía prisioneros a los 3 niños para tratar de hacerlos decir que ellos no habían visto a la Virgen. Aunque no lo logró. La aparición sucedió unos días después.

La Sma. Virgen les dijo en la 4ª. Aparición: “Recen, recen mucho y hagan sacrificios por los pecadores. Tienen que recordar que muchas almas se condenan porque no hay quién rece y haga sacrificios por ellas”. (El Papa Pío XII decía que esta frase era la que más le impresionaba del mensaje de Fátima y exclamaba: “Misterio tremendo: que la salvación de muchas almas dependa de las oraciones y sacrificios que se hagan por los pecadores).
Desde esta aparición los tres niños se dedicaron a ofrecer todos los sacrificios posibles por la conversión de los pecadores y a rezar con más fervor el Rosario.

Quinta aparición: 13 de Septiembre 1917
Ya hay unas 12,000 personas. Nuestra Señora les recomienda a los videntes que sigan rezando el Rosario y anuncia el fin de la guerra. Lucía le pide por varios enfermos. La Virgen le responde que algunos sí curarán, pero que otros no, porque Dios no se confía de ellos, y porque para la santificación de algunas personas es más conveniente la enfermedad que la buena salud. E invita a todos a presenciar un gran milagro el próximo 13 de octubre.

Sexta y última aparición. 13 de octubre de 1917
En este día hay 70,000 personas. La aparición dice a los tres niños: “Yo soy la Virgen del Rosario. Deseo que en este sitio me construyan un templo y que recen todos los días el Santo Rosario”.

Lucía les dice los nombres de bastantes personas que quieren conseguir salud y otros favores muy importantes. Nuestra Señora le responde que algunos de esos favores serán concedidos y otros serán reemplazados por favores mejores. Y añade: “Pero es muy importante que se enmienden y que pidan perdón por sus pecados”.

Y tomando un aire de tristeza la Sma. Virgen dijo estas sus últimas palabras de las apariciones: QUE NO OFENDAN MAS A DIOS QUE YA ESTA MUY OFENDIDO (Lucía afirma que de todas las frases oídas en Fátima, esta fue la que más le impresionó).

La Sma. Virgen antes de despedirse señaló con sus manos hacia el sol y entonces los 70,000 espectadores presenciaron un milagro conmovedor, un espectáculo maravilloso, nunca visto: la lluvia cesó instantáneamente (había llovido desde el amanecer y era mediodía) las nubes se alejaron y el sol apareció como un inmenso globo de plata o de nieve, que empezó a dar vueltas a gran velocidad, esparciendo hacia todas partes luces amarillas, rojas, verdes, azules y moradas, y coloreando de una manera hermosísima las lejanas nubes, los árboles, las rocas y los rostros de la muchedumbre que allí estaba presente. De pronto el sol se detiene y empieza a girar hacia la izquierda despidiendo luces tan bellas que parece una explosión de juegos pirotécnicos, y luego la multitud ve algo que la llena de terror y espanto.

Ven que el sol se viene hacia abajo, como si fuera a caer encima de todos ellos y a carbonizarlos, y un grito inmenso de terror se desprende de todas las gargantas. “Perdón, Señor, perdón”, fue un acto de contricción dicho por muchos miles de pecadores. Este fenómeno natural se repitió tres veces y duró diez minutos. No fue registrado por ningún observatorio astronómico porque era un milagro absolutamente sobrenatural.

Luego el sol volvió a su sitio y los miles de peregrinos que tenían sus ropas totalmente empapadas por tanta lluvia, quedaron con sus vestidos instantáneamente secos. Y aquel día se produjeron maravillosos milagros de sanaciones y conversiones.

Y nosotros queremos recordar y obedecer los mensajes de la Sma. Virgen en Fátima: “Rezar el Rosario. Hacer oración y sacrificios por la conversión de los pecadores y NO ofender más a Dios, que ya esta muy ofendido”.

(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Fátima_5_13.htm)

12 mayo, 2019

Domingo IV (C) de Pascua

 Resultado de imagen para Texto del Evangelio (Jn 10,27-30): En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera

 Día litúrgico: Domingo IV (C) de Pascua Ver 1ª Lectura y Salmo
Texto del Evangelio (Jn 10,27-30): En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
______________________

«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco»
P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)

Hoy, la mirada de Jesús sobre los hombres es la mirada del Buen Pastor, que toma bajo su responsabilidad a las ovejas que le son confiadas y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un vínculo, un instinto de conocimiento y de fidelidad: «Escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es siempre una llamada a seguirlo, a entrar en su círculo magnético de influencia.
Cristo nos ha ganado no solamente con su ejemplo y con su doctrina, sino con el precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no quiere que nadie de los suyos se pierda. Y, con todo, la evidencia se impone: unos siguen la llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio del Evangelio a unos les produce rabia y a otros alegría. ¿Qué tienen unos que no tengan los otros? San Agustín, ante el misterio abismal de la elección divina, respondía: «Dios no te deja, si tú no le dejas»; no te abandonará, si tu no le abandonas. No des, por tanto, la culpa a Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra fuerza: agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito nuestro; simplemente, hemos sido “agraciados”.
La fe entra por el oído, por la audición de la Palabra del Señor, y el peligro más grande que tenemos es la sordera, no oír la voz del Buen Pastor, porque tenemos la cabeza llena de ruidos y de otras voces discordantes, o lo que todavía es más grave, aquello que los Ejercicios de san Ignacio dicen «hacerse el sordo», saber que Dios te llama y no darse por aludido. Aquel que se cierra a la llamada de Dios conscientemente, reiteradamente, pierde la sintonía con Jesús y perderá la alegría de ser cristiano para ir a pastar a otras pasturas que no sacian ni dan la vida eterna. Sin embargo, Él es el único que ha podido decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).

(http://evangeli.net/evangelio/dia/2019-05-12)

11 mayo, 2019

San Ignacio de Láconi

 
Resultado de imagen para San Ignacio de Láconi
 
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, vos, sois el hijo del Dios
de la Vida, su amado santo y que, siendo hermano profeso
capuchino, fuisteis limosnero durante cuarenta años dando
ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari,
y Dios os enriqueció con especiales dones sobrenaturales
que os atrajeron el aprecio de todas las gentes de vuestro
tiempo. Jamás os salisteis de vuestra isla mediterránea,
hablasteis el español por lo menos en vuestros primeros
años, como lengua materna. Como fama, vuestras virtudes
y milagros os acompañaron y fueron vuestro martirio y estorbo
para vuestra glorificación después de vuestra santa muerte.
Vuestra madre, os ofreció a San Francisco desde los primeros
años, y oísteis en vuestra casa a toda hora, la vida poética
del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores,
su amable y austera espiritualidad. Y, vos, no tardasteis
mucho en imitar a vuestro simpático modelo. Vuestra vocación
religiosa se os iba formando poco a poco, fomentada por
vuestra madre que no olvidaba la promesa hecha a Francisco
cuando vos, nacisteis. Os llamaron Fray Ignacio, y así,
empezasteis el noviciado en la vida capuchina, y los frailes
del convento, quedaron asombrados con vos, por vuestra
madura virtud. Un día os postrasteis ante la imagen de María
y le dijisteis: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más».
Y, ella os respondió así: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de
la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu
cruz con paciencia». Y, vos, no volvisteis a sentir en toda
vuestra vida aquel desfallecimiento. Oración continúa, silencio,
humildad, castidad, obediencia, pobreza eran vuestras santas
virtudes: Vestíais un hábito que era un mosaico de parches
y de retazos; limpio sí, pero pintoresco y llamativo. «Para
ir al cielo -pensabais- me sirven mejor estas sandalias que
los suaves zapatos de gamuza o de charol». Y, vos, sabéis
que están empedradas las calles de vuestra ciudad con muchas
anécdotas, como las del “comerciante avaro” o “el matrimonio
joven”, entre cientos y cientos de ellas. Vos, erais así,
el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos,
con una naturalidad encantadora, decíais cosas tremendas:
profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos,
juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas,
amenazas, mandatos o reproches. Vos, penetrabais las almas,
el tiempo y el espacio, con vuestra vista de lince, iluminada
por la gracia. ¡No teníais pelos en la lengua!, cuando
el espíritu del Señor venía sobre vos. Hablabais con valentía;
reprendíais a gobernadores, alcaldes o jueces; os enfrentabais
con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban vuestras
advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo
que vos, no os equivocabais jamás y que nunca decíais palabras
de más ni de menos. Antes de morir os despedisteis de vuestra
querida hermana Inés y de las otras monjas, muy alegre, también
de varios amigos y bienhechores y les dejasteis algunos pobres
regalitos: vuestro bastón, vuestro rosario, algunas modestas
estampas y medallas de la Virgen. Y en aquella despedida,
vuestra actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse
de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro
de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».
Y, así, os confesasteis con fe y devoción; preguntasteis que día
de la semana era aquél; y al saber que era domingo, sacasteis
las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El
miércoles pedisteis el Viático y lo recibisteis con mucha fe.
El viernes recibisteis la Extremaunción, que vos, solicitasteis
y preguntasteis qué hora era, luego y le dijisteis al padre
guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio
como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas
las Vísperas». A las dos y media de la tarde, dijisteis: «Me
queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad
y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos
emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde
en el reloj cercano de la torre parroquial, vos sonreísteis
y dijisteis a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es
la hora…». Juntasteis las manos sobre el pecho y expirasteis.
Y, luego voló así, vuestra santa alma al cielo, para coronada
ser con corona de luz como justo premio a vuestra entrega de amor.
Santo Patrono de todas las mujeres embarazadas del orbe de la tierra,
¡Oh!, San Ignacio de Láconi, “vivo Cristo de la pobreza y la virtud”.

© 2019 by Luis Ernesto Chacón Delgado
_____________________________________

11 de mayo
San Ignacio de Láconi
(1701-1781)

Por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.

 

¿A quién puede interesar, en nuestro siglo, la vida tranquila y santa de un humildísimo lego capuchino del siglo XVIII? Nos tenemos que enfrentar con un hombre de escaso relieve novelesco, que vive en un ambiente geográfico poco conocido; y debemos narrar hechos y casos que parecen leyendas inverosímiles o cuentos para niños. El escritor, ante un tipo de esta clase, comienza a temer por su pluma y por su pericia; sabe que puede tropezar con numerosos escollos.

Ignacio de Láconi fue un italiano que jamás estuvo en Italia peninsular; un nativo de Cerdeña que jamás salió de su isla mediterránea; que habló el español, por lo menos en sus primeros años, como lengua materna; y que no hizo grandes ni pequeños descubrimientos científicos; y se murió de viejo hace casi dos siglos.

Su patria, Cerdeña, había pasado por muchas manos codiciosas, en tiempos antiguos y modernos. Cartagineses, romanos, catalanes, venecianos, aragoneses, genoveses, ingleses y franceses habían dado fuertes mordiscos a la isla estratégica, en una sucesión de asonadas y de piraterías que no tenían fin. Pero aquellos bocados resultaron indigestos muchas veces, hasta que la gran patria italiana consiguió engarzar esa perla verde y durísima en su corona triunfal. He ahí el escenario en que nació, vivió y murió este personaje llamado hoy San Ignacio de Láconi.

La lengua que se hablaba entonces en Cerdeña era una mescolanza de gramáticas advenedizas o nativas: había pueblos y villorrios en los que se oía corrientemente el castellano, o el catalán, o el dialecto sardo, o el inglés o cualquiera otra lengua inesperada. Pero todos se entendían, más o menos, como en la torre de Babel… Las partidas de bautismo y los documentos oficiales de aquel tiempo están en esas lenguas; a veces, un documento comienza en español y termina en italiano o en francés. ¡Interesante colección de rarezas y de estratos históricos!
A Ignacio de Láconi no fue cosa fácil elevarle a los altares: su vida, su carácter, sus prodigios de antes y después de su muerte, eran demasiado extraños, demasiado pintorescos.
La fama de santidad suele ser peligrosa para la historia: alrededor del héroe se van enredando los hilos y mallas de rumores, de falsedades, de exageraciones piadosas, que aprisionan y ahogan la verdad, la envuelven y la ocultan; y pronto nos encontramos con un temible montón de mamotretos, como árboles de un bosque virgen, que nos dejan perplejos y suspicaces.
Lo que podemos decir de nuestro Fray Ignacio es que la fama de sus virtudes y milagros fue su martirio durante la vida y un estorbo para su glorificación después de la muerte. Para llegar a la canonización, los tribunales vaticanos trabajaron más de siglo y medio. Los procesos canónicos (se hila muy delgado en Roma) fueron un rompecabezas: hubo que revisarlos, postergarlos, archivarlos, meterlos entre el polvo y los ratones de los desvanes, para desempolvarlos a cada nuevo prodigio; hubo que despejar la maraña de las historietas; hubo que exigir a Fray Ignacio pruebas extraordinarias de santidad; hasta que la evidencia se hizo presente con su cortejo de exámenes rigurosos y científicos, de pruebas, de testigos y de médicos, con juramentos solemnísimos y toda la orquesta…
Y en 1940, cuando ya había pocas esperanzas de aureolas y de pedestales, Pío XII le beatificó. Pero el buen Ignacio de Láconi no se quedó muy tranquilo con eso: removió cielos y tierra; sembró milagros a granel; y de nuevo, en 1952, el mismo Papa le confirió el título definitivo de «Santo», en una memorable ceremonia de canonización. ¡Cuántos amanuenses, dactilógrafos y secretarios descansaron aquel día!

Recorramos brevemente la vida de este hombre singular; seguramente encontraremos algunas gratas sorpresas y no pocas lecciones de espiritualidad.

La pequeña aldea de Láconi, casi en el centro de Cerdeña, fue, el 18 de diciembre de 1701, la cuna de nuestro santo. En el bautismo le pusieron tres nombres sonoros: Francisco, Ignacio y Vicente. Con este nombre de Vicente se quedó hasta que entró a la Orden Capuchina. Sus cristianos padres se llamaron Matías Cadello Peis y Ana María Sanna, buena pareja, honrada y fecunda, que tuvieron nueve hijos.

Hay indicios de que la madre, por devoción a San Francisco de Asís, dedicó a su querido Vicente y se lo ofreció al Seráfico Padre; y desde los primeros años el niño oyó en su casa, a toda hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores, su espiritualidad amable y austera. Sucedió lo que tenía que suceder, con el auxilio de Dios. El niño se entusiasmó, y empezó a imitar a su simpático modelo. En la aldea no pasaban inadvertidas sus virtudes infantiles. Las comadres parlanchinas, parte por admiración y parte por simpatía, le pusieron por sobrenombre «il Santarello», el Santito…

Su padre tenía un pequeño rebaño de ovejas. El niño tuvo que aprender a apacentar el rebaño y a trabajar la tierra. El caso es frecuente en la vida de los santos. Y si uno tiene unos adarmes de poesía y de espiritualidad, fácilmente, entre ovejas, pájaros y flores, brotan los deseos de santidad.
Así sucedió con el pequeño Vicente: rezos constantes bajo la sombra de los árboles, jaculatorias de fuego a la vista de los arroyos musicales, ayunos exagerados que le debilitaban el cuerpo y le purificaban y fortalecían el alma, al mismo tiempo que alarmaban a sus padres y hermanos y al viejo párroco del lugar.

El niño era flaco, enclenque, descolorido; pero animoso e incansable en sus correrías y trabajos. La vocación religiosa se le iba formando poco a poco, fomentada por su madre que no podía olvidar la promesa hecha a San Francisco cuando nació Vicente.

A los 17 años, el joven no se consideraba todavía maduro para la vida religiosa, a pesar de sus deseos; pero una enfermedad grave le puso en trance de morir, y en aquellos apuros, recordó su ilusión de ser religioso y prometió a Dios que, si sanaba de aquel mal, entraría en la Orden Capuchina, muy popular y querida en toda Cerdeña.
 

Llegando a su casa, contó la aventura y el susto a sus padres, y les pidió que le acompañaran a la ciudad de Cagliari, capital de Cerdeña, donde los capuchinos tenían dos conventos.
Vicente tenía 20 años cuando dio el paso definitivo.

El padre Provincial, al verle tan débil y flaco, rehusó admitirle, y le dijo que la vida capuchina no era para sus espaldas, y que especialmente el año de noviciado era cosa muy seria.

Vicente no se desanimó. Fue con sus padres a visitar a un gran amigo y bienhechor de los Capuchinos, el marqués de Láconi; le pidió que intercediera por él ante el padre Provincial; y en efecto, con la recomendación del marqués, nuestro joven fue admitido al noviciado en el convento de San Benito, en la misma ciudad de Cagliari. Era el 10 de noviembre de 1721.

Fray Ignacio, con su nuevo nombre religioso, comenzó el noviciado arremetiendo valerosamente con lo más difícil de la vida capuchina. Aquello no era juego de niños. Nada de tanteos ni de tibiezas. De un salto a la cumbre, desde el primer día. Los frailes del convento, algunos de ellos muy ancianos y experimentados, se quedaron asombrados con los fervores y con la madura virtud del jovencito. Todavía no le brotaba la barba, y ya parecía un religioso perfectísimo.

Parece que al novicio se le pasó la mano en los ayunos y vigilias, en las penitencias y trabajos; porque se cuenta que un día se sintió desfallecido y a punto de caer con la carga de sus mortificaciones. Había en el convento una imagencita de la Virgen Inmaculada a la que el novicio profesaba singular devoción. Al verse en aquel estado de desánimo, fray Ignacio se postró ante la imagen de María y le dijo patéticamente: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». De la santa imagen salió esta frase maternal: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El novicio no volvió a sentir en toda su vida aquel peligroso desfallecimiento. Durante sesenta años de vida religiosa fue un hombre optimista y decidido, que comunicaba entusiasmos a los demás religiosos y a todos los que le conocieron.

En 1722, terminado el año canónico del noviciado, fue admitido a la profesión de los votos religiosos, en los que fray Ignacio iba a distinguirse de manera maravillosa y heroica.

Debemos advertir, al llegar a este momento, que la vida de fray Ignacio estuvo regida siempre por la humildad de su estado, por la monotonía fecunda de la vida regular, en la que no encontramos sucesos extraordinarios ni llamativos, sino la difícil regularidad de todos los días junto al anhelo siempre creciente de perfección y de unión con Dios.

Las virtudes monásticas desorientan a los profanos. Oración continua, silencio, humildad, castidad, obediencia, pobreza: antiguallas incomprensibles, imbecilidad y fracaso… Así habla el mundo materialista, pensando que todo eso es un verdadero atentado a la naturaleza humana. Pero sucede que casi todos los crímenes y casi todas las tragedias de que el mundo sufre y se lamenta tienen su origen precisamente en la falta de esas virtudes, en el desborde de las pasiones que esas virtudes podrían detener.

En la pobreza franciscana, fray Ignacio alcanzó un grado notable de perfección. Solía vestir como visten los capuchinos, con un hábito lamentable, mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero pintoresco. Predominaba el color castaño, pero se veían también los grises y negros, los verdes pálidos y los azules viejos; se notaba la impericia del sastre en las puntadas largas y en las alforzas abultadas; sus mangas no serían modelo de elegancia, pero podían dar cabida a muchos objetos que salían a relucir en el momento oportuno: mendrugos de pan, manojitos de legumbres, frutas, pececillos, etc. Sus sandalias eran famosas en la ciudad: casi tenían más clavos que cuero; y, como abrigadoras y confortables, dejaban bastante que desear. Pero fray Ignacio estaba contentísimo con sus horribles sandalias, y con ellas caminaba horas y más horas, pese a los callos dolorosos y a las grietas sangrantes de los talones. «Para ir al cielo -pensaba- me sirven mejor estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o de charol».

La práctica perfecta de la pobreza franciscana requiere, además de la virtud, un talento y una habilidad poco comunes. Un fiel hijo de San Francisco se da cuenta, tras largas y profundas meditaciones sobre la relatividad de las cosas, de que los bienes de este mundo, las riquezas y los lujos, las comodidades y embelecos, no traen felicidad al alma, ni la llenan ni la satisfacen, sino que la acongojan y la emborrachan; mira a los avarientos y a los codiciosos como a niños engañados que coleccionan piedrecillas o papeles de colores; considera al dinero como al peor de los estorbos; y en cambio, la santa pobreza, el carecer hasta de lo que parece más indispensable, le parece una lotería que muy pocos alcanzan; siente el corazón siempre ágil y muchacho, perfectamente entrenado para la gran carrera de la santificación. Cuando un santo ve palacios y joyas, ricos vestidos y galas efímeras, en sus ojos no brilla la codicia sino la compasión. ¡Pobres los que necesitan tales cosas para creerse felices!

San Francisco de Asís, el maestro de fray Ignacio, fue el gran enamorado de esta virtud evangélica. En la vida de San Francisco, la palabra Pobreza está escrita siempre con mayúscula…
Otro tanto podríamos decir de la obediencia, de la castidad, de la humildad, virtudes difíciles, caminos ásperos por los que anduvo ágilmente nuestro joven capuchino, desde el noviciado hasta la muerte.

Del convento de San Benito, donde había hecho su noviciado y profesión religiosa, fray Ignacio fue mandado por sus superiores al convento de la ciudad de Iglesias, con el cargo de cocinero de aquella pequeña comunidad. Nada sabemos de sus conocimientos culinarios ni de su pericia y buena mano para manejar las ollas conventuales. En los conventos capuchinos la comida suele ser sana y suficiente, pero la técnica del oficio es anticuada e imperfecta, cosa que carece de importancia para quienes se han dedicado a la austeridad y a la mortificación. Sólo sabemos que fray Ignacio fue un excelente cocinero; que practicó su oficio con diligencia y con caridad; que todos estaban contentísimos de tenerle en la comunidad; y que, aun fuera del convento, la fama de sus virtudes se extendió rápidamente. Pero aquello duró muy poco tiempo. Los superiores se percataron de que en el joven religioso tenían una joya de inapreciable valor, y le destinaron al convento principal de la Provincia, al convento llamado de «Buoncammino», en la ciudad de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte, salvo breves temporadas en otros conventos de la isla.

En aquellos tiempos, los conventos capuchinos importantes solían tener, para la confección de los hábitos y ropa de los religiosos, rústicos telares que abastecían las necesidades indumentarias de la Provincia respectiva. Fray Ignacio pasó algún tiempo en el telar de Cagliari, unos pocos meses nada más; y luego los superiores le encomendaron otro oficio de más horizontes y de mayores compromisos: el oficio de limosnero por las calles y casas de la ciudad, recolector de alimentos para la comunidad, proveedor de las necesidades materiales de sus hermanos.

En las ciudades y campos de Europa y de América todavía se ven, con cierta frecuencia, esos humildes y simpáticos hermanos legos capuchinos que recorren las casas de los amigos y devotos de la Orden franciscana, pidiendo limosna para la Comunidad. Los capuchinos no tenemos posesiones ni rentas; no comerciamos; no trabajamos en industrias. Vivimos del trabajo apostólico y de la caridad; somos mendigos y obreros en una pieza; y esa es nuestra característica franciscana, acierto genial de nuestro santo Fundador. ¡Qué bien se corre por los caminos espirituales, sin carga alguna sobre el corazón! ¡Qué agilidad se siente para amar a Dios y al prójimo y para huir de las vanidades mundanas!

Entre nuestros santos capuchinos, casi todos los que fueron hermanos legos se santificaron tanto dentro de los conventos como en medio de las calles y campos; casi todos fueron «limosneros». En ese oficio humildísimo y vergonzante se necesitan más virtudes y más valor que para ser general de un ejército o director de una empresa. Se necesita mucha prudencia, educación, castidad y modestia, humildad y caridad. Eso por lo menos… No vienen mal el don de gentes, la simpatía, la paciencia y el agradecimiento.

Todas estas cualidades adornaron el alma y acompañaron las actividades de nuestro fray Ignacio en los muchísimos años que ejercitó el oficio de limosnero por las calles de Cagliari. Se nos cuentan anécdotas sabrosas y edificantes; lo difícil para el escritor es seleccionar algunas más llamativas, dejando en la penumbra otras muchas que podrían interesar al lector.
 

Otro caso todavía más prodigioso nos cuentan las crónicas. En la aldehuela de Sinnai vivía un matrimonio joven y piadoso, cuya única desgracia era el no haber tenido hijos después de dos años de unión. Oraciones, promesas, limosnas, nada había dado resultado: los niños no llegaban… Fray Ignacio, en sus correrías de limosnero, frecuentaba aquella casa, y consolaba a la pareja prometiéndoles sus oraciones y penitencias para que Dios les concediese aquella gracia tan anhelada. Un día, con toda claridad, les aseguró que Dios le había escuchado, y que muy pronto habría novedades en el hogar. Pero en los pueblos chicos los ojos suelen estar muy abiertos, las lenguas muy expeditas, las sospechas brotan oportuna e importunamente, y algunas vecinas poco delicadas comenzaron a propalar que el hermanito capuchino tendría algo que ver con el niño que se esperaba de un día para otro. El pueblo lo creyó a medias; cuando pasaba fray Ignacio por las calles y cuando entraba a la casa de los jóvenes esposos, estallaban a su paso las sonrisas maliciosas y los comentarios picantes y desvergonzados. Llegó por fin el hijo; se le bautizó solemnemente en la parroquia; fray Ignacio, que no ignoraba los rumores populares, asistió a la ceremonia; y de repente, en medio de un silencio impresionante, dirigiéndose a la criatura le preguntó con voz clara que todos pudieron oír: «Dime, niño, ¿quién es tu padre?» Los asistentes se apiñaron para contemplar la extraña escena; y todos pudieron ver al niño que con su dedito señalaba por tres veces a su verdadero padre allí presente. Las sospechas desaparecieron, y la fama de santidad de fray Ignacio no hizo sino aumentar considerablemente desde aquel memorable testimonio dado por el niño.

Los documentos y las crónicas de aquel tiempo no escatiman relatos prodigiosos, a veces exagerados y ridículos. Fray Ignacio vivió más de cincuenta años en la ciudad de Cagliari; llegó a ser el personaje más popular, el más querido, el más venerado. No pasaba día sin que las buenas gentes le «colgaran» algún cuento edificante, algún milagro portentoso, alguna aventura curiosa arreglada y desfigurada por el comentario repetido de boca en boca. De toda esa polvareda sale la figura de nuestro protagonista con ciertos rasgos inconfundibles que dibujan nítidamente su personalidad. Es muy difícil, en nuestros días, separar la paja del grano, saber donde termina la historia y donde comienza la fantasía. Pero a los santos no podemos medirlos con la vara corriente, ni juzgarlos con el criterio realista de los hechos tangibles y ordinarios. Dios les ha concedido gracias excepcionales; ha hecho, por su mediación, milagros que salen de todas las normas conocidas; ha adornado sus almas con carismas y con rasgos que desorientan y hacen sonreír a los incrédulos. A mí me place recoger lo pintoresco, la gracia de lo legendario, la poesía y el encanto de las historietas que los abuelos contaron a sus nietos. No me pidáis, en estas páginas, rigor histórico ni severidad de dómine; dejadme con los viejos cronicones y con el olor sabroso de los pergaminos.

La índole vulgarizadora y resumida de este libro no nos permite entrar en muchos pormenores edificantes ni en el examen prolijo de las virtudes de fray Ignacio. Con mucha pena tenemos que pasar como ráfagas por tantas páginas heroicas: por su fortaleza férrea en vencer pasiones y peligros; por su espíritu de justicia y de escrupulosa veracidad; por su inagotable caridad con pobres y ricos; por su acción pacificadora en disensiones pueblerinas o familiares; por sus penitencias y mortificaciones increíbles; por sus arrebatos místicos, éxtasis y visiones.

Entre ayunos y vigilias, entre cilicios y disciplinas espantables, fray Ignacio cultivó sus fragantes vergeles y se remontó a las alturas de la santidad.

Todas estas flores crecieron y dieron su penetrante perfume en un volcán de pasiones y en un matorral de peligros. No vayamos a creer que San Ignacio de Láconi fuese un bonachón para quien practicar el heroísmo diario resultara cosa de coser y cantar; por debajo de todas esas maravillas de perfección, había el vencimiento propio, el dominio difícil de todos los momentos, los repuntes de la maleza pasional; en una palabra, la carne y la piel, la sangre y los nervios, vivos y pujantes, sofrenados minuto a minuto, reprimidos victoriosamente con la gracia de Dios. Los santos no fueron figuritas de papel, sino formidables atletas en todas las disciplinas del espíritu. Se necesita más intrepidez para ser un buen capuchino que para ser un gran boxeador o un diestro futbolista…

En el convento de fray Ignacio, los otros religiosos le tuvieron siempre por un hombre de Dios. Le veían diariamente absorto en sus meditaciones, indefectible en sus obligaciones, penitente y caritativo como nadie, modelo de vida recogida y austera. Todos le miraban como a un modelo incomparable de virtud.

En la ciudad, su figura modesta pasaba dejando una claridad y una alegría de santidad. Parecía que jamás perdía el contacto con Dios, ni aun en medio del bullicio de las calles. Visitaba a los pobres y consolaba graciosamente a los atribulados; repartía entre los necesitados las limosnas recogidas, llevando al convento sólo una parte de su cosecha, porque había pedido permiso a sus superiores para dar todo lo que le pareciera conveniente; era amigo de viejos y de jóvenes, consejero de matrimonios, consuelo de enfermos, camarada de niños; y siempre su palabra y su ejemplo dejaban recuerdos y lecciones que difícilmente se borraban. Fray Ignacio era un predicador y un apóstol a su manera.

No solamente se predica en los púlpitos y en las iglesias; los santos llevan el púlpito a cuestas con su vida ejemplar, tienen la elocuencia irresistible de las buenas obras, persuaden, convencen, convierten, ablandan. Todo ello con poquísimas palabras, con tartamudeos de breves conversaciones, con miradas penetrantes, con oraciones fervientes y continuas. Dichosos aquellos que viven al lado de un santo y cultivan su amistad. Son como flores que crecen a la orilla del río; nunca les faltará el riego abundante, ni la sanidad y frescura del aire, ni la bondad de la tierra, ni los cuidados y desvelos del hortelano.

Así era nuestro fray Ignacio; así le conoció, durante más de medio siglo, la ciudad de Cagliari, y así le vieron todos los que acudían a él en busca de milagros, de oraciones o de consejos. Porque llegó a tanto la fama del capuchino, que casi no se hablaba de otra cosa en Cerdeña: él era el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos. Sin alharacas de ninguna especie, con una naturalidad encantadora, decía las cosas más tremendas: profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos, juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas, amenazas, mandatos o reproches. Penetraba las almas, el tiempo y el espacio, con su vista de lince iluminada por la gracia. Y el leguito capuchino no tenía pelos en la lengua cuando el espíritu del Señor venía sobre él. Hablaba con toda valentía; reprendía a gobernadores, alcaldes o jueces; se enfrentaba secamente con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban sus advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo que el siervo de Dios no se equivocaba jamás y que nunca decía palabra de más ni de menos.

Llevaba fama de santo y de sembrador de milagros; pero él, en su profunda humildad, se las arreglaba muy donosamente para ocultar esa gracia que Dios le había dado, acudiendo a la sencilla estratagema de envolver los milagros y curaciones instantáneas en prácticas de medicina popular y en chistosas ocurrencias. Muchos creían que era un hábil prestidigitador; otros le tenían por mago en ciencias ocultas; la mayoría reconocía que era un predilecto de Dios y un taumaturgo de la talla de un San Antonio de Padua o de un San Gregorio.

Para sanar a un pobre hombre que tenía rota la pierna o un horrible cáncer al hígado, fray Ignacio hacía una ferventísima oración pidiendo al Señor la curación del atribulado; después se remangaba los brazos, tocaba la herida o la parte afectada, y recetaba al enfermo, por ejemplo, un vaso de jugo de limón, o unas migas de pan, o un cocimiento de hierbas, o unos toques con un palo de escoba… Y añadía para disimular la milagrosa intervención: «Ésta es la última palabra de la cirugía moderna, al alcance de todos; pero ve a dar gracias a Dios y a la Virgen, confiésate y comulga en señal de gratitud, y no peques más».
 

Los habitantes de Cagliari, al verle pasar lentamente con sus alforjas al hombro, no se hacían ilusiones, y decían con triste voz: «El día menos pensado nuestro fray Ignacio se nos volará a los cielos».

En los primeros días de mayo de 1781, fue al convento de religiosas donde estaba su querida hermana Inés y se despidió de ella y de las otras monjas con alegrísimo talante, como el que emprende un viaje de placer. Se despidió también de varios amigos y bienhechores y les dejó algunos pobres regalitos: su bastón, su rosario, algunas modestas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquellas despedidas del santo viejecito nadie pudo ver asomos de tristeza ni de angustia; fray Ignacio se reía, bromeaba con todos, manifestaba una serenidad inalterable; y su actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».

El día 6 de mayo se acostó tranquilamente en su lecho de la enfermería del convento; ya sabía él que no iba a levantarse más. Se confesó con pausa y devoción; preguntó qué día de la semana era aquel; y al saber que era domingo, sacó las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pidió el Viático y lo recibió con extraordinarias efusiones de fervor. El viernes 11 de mayo, en las primeras horas de la mañana, recibió la Extremaunción que él mismo solicitó; preguntó qué hora era, y dijo al padre guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la tarde, el enfermo expresó: «Me queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde en el reloj cercano de la torre parroquial, fray Ignacio se sonrió y dijo a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora…». Juntó las manos sobre el pecho y expiró.

Esta escena, que contada parece teatral, se desenvolvió naturalísimamente, como un hecho ordinario y cotidiano. Fray Ignacio murió como el que salta un pequeño arroyo agarrándose a la mano del que está en la otra orilla: un paso un poco más largo que los otros…

Sus funerales fueron memorables: mezcla de dolor intenso y de cortejo triunfal. Toda la ciudad de Cagliari tomó parte en la ceremonia; cerráronse las tiendas y las oficinas públicas; las calles se llenaron de curiosos y de devotos.

Y sobre la isla de Cerdeña se cernió largo tiempo un denso y consolador aire de tristeza: «Fray Ignacio ya no está con nosotros… Pero desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad».

Desde el día de su muerte hasta el de su canonización, fray Ignacio de Láconi ha dado mucho que hablar, por los prodigios y milagros que se sucedían en su tumba o con sus reliquias. Y hasta el día presente su nombre anda envuelto y empapado en una perfumada atmósfera de anécdotas edificantes y de recuerdos gloriosos.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Ignacio de Láconi, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 105-122.

(http://www.franciscanos.org/prudencio/ignacio.html)

10 mayo, 2019

San Juan de Ávila

 Resultado de imagen para san juan de avila
¡Oh!, San Juan de Ávila, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo. Aquél, que, llamado
“Misionero y de almas Director”, quiso Él, daros
sublime misión: “guía ser de hombres y mujeres santos y
santas”, y que, desde el “vívido” sermón y los hechos,
multitudes quedaron cautivadas y satisfechas con la fuerza
de vuestro corazón hecho palabra, que, en caro amor y
esperanza, desbrozabais ante aquellos, que, hasta ayer,
impíos y herejes eran, y, todos luego, convertidos ya, rodillas
en loza por horas puestas, al cielo clamaban de alegría
y, a los que vos, el Santo Crucifijo les acercabais,
junto con el tierno Amor de María Santísima. Muchos
sacerdotes os seguían para ayudaros a confesar y hacer
catequesis para los niños y administrar los sacramentos.
Ricos y pobres, jóvenes y viejos, a escucharos acudían
pues de vos, dimanaban sabrosos trozos de cielo y miel
de vida. Vuestra devoción a Nuestra Señora, os hacía
exclamar: “Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin
devoción a la Virgen María”. Fundasteis muchos colegios
y ayudabais a las universidades católicas. Vuestra
autoridad y vuestro ascendiente grande y considerado
era en todas partes. Vuestros últimos años fueron de enormes
sufrimientos. En vos, se cumplía aquello que dijo Jesús: “Mi
Padre, al árbol que más quiere, más lo poda, para que produzca
mayor fruto”. Pero, vos no dejabais de recorrer ciudades
y pueblos predicando, confesando, dando dirección espiritual
y edificando a todos con vuestra vida de gran santidad. Tres
temas os llamaban mucho la atención para predicar: la Eucaristía,
el Espíritu Santo y la Virgen María. Así fue, hasta el día
aquél, en que, agonizante respondisteis, invitado por Dios
Padre, al cielo anhelado, y viendo como un sacerdote os
trataba con especial veneración le dijisteis: “Padre,
tráteme como a un miserable pecador, porque eso es lo que he
sido y nada más”. Entonces tomando el crucifijo entre vuestras
santas manos, exclamasteis: “Dios mío, si, sí te parece
bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. “Jesús y
María” “Jesús y María”. Y, luego vuestra santa alma, voló
al cielo, para coronada ser, con justicia, con corona
de luz; como justo premio a vuestra entrega de amor y fe.
“De todos los sacerdotes españoles Santo Patrono y Guía”;
¡oh!, San Juan de Ávila; “vivo amor, fe y luz del Dios Vivo”.

  

© 2019 by Luis Ernesto Chacón Delgado
__________________________________________



10 de Mayo
San Juan de Avila
Misionero y Director de Almas
(1569)

 

Juan significa: “Dios es misericordioso”. San Juan de Avila tuvo el privilegio de ser amigo y consejero de seis santos: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa, San Juan de Dios, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara y Fray Luis de Granada. Dicen que él es la figura más importante del clero secular español del siglo 16.

Nació en el año 1500. De una familia muy rica, al morir sus padres repartió todos sus bienes entre los pobres y después de tres años de oración y meditación se decidió por el sacerdocio. Estudió filosofía y teología en la Universidad de Alcalá y allá hizo amistad con el Padre Guerrero que fue después arzobispo de Granada y su amigo de toda la vida.

Desde el principio de su sacerdocio demostró una elocuencia extraordinaria. El pueblo acudía en gran número a escuchar sus sermones donde quiera que él iba a predicar. Cada predicación la preparaba con cuatro o más horas de oración de rodillas. A veces pasaba la noche entera ante un crucifijo o ante el Santísimo Sacramento encomendando la predicación que iba a hacer después a la gente. Y los resultados eran formidables. Los pecadores se convertían a montones. A sus discípulos les decía: “Las almas se ganan con las rodillas”. A uno que le preguntaba como hacer para lograr convertir a alguna persona en cada sermón, le dijo: “¿Y es que Ud. espera convertir en cada sermón a alguna persona?”. “No, ¡eso no!”, respondió el otro. “Pues por eso es que no los convierte”, le dijo el santo, “porque para poder obtener conversiones hay que tener fe en que sí se conseguirán conversiones. ¡La fe mueve montañas!.”

A otro que le preguntaba cuál era la principal cualidad para poder llegar a ser un buen predicador, le respondió: “La principal cualidad es: ¡amar mucho a Dios!”. Pidió viajar de misionero a América del sur, pero su amigo el Arzobispo de Granada le dijo: “Aquí en España también hay muchos a quienes misionar y evangelizar. ¡Quédese predicando entre nosotros!”. Le obedeció y se dedicó a predicar por Andalucía, por todo el sur de España. Y las conversiones que conseguía eran asombrosas. Su predicación era fuerte. No prometía vida en paz a quienes querían vivir en paz con sus pecados, pero animaba enormemente a todos los que deseaban salir de su anterior vida de pecado. Un gran número de sacerdotes le seguía para ayudarle a confesar y colaborarle en la catequesis de los niños y en la administración de los sacramentos. Ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos acudían con gusto a escucharle.

Dios le concedió a San Juan de Avila la cualidad especialísima de ejercer un gran ascendiente sobre los sacerdotes. Por eso el Sumo Pontífice lo ha nombrado “Patrono de los sacerdotes españoles”. Bastaba con que lo vieran celebrar misa o le oyeran un sermón para que los sacerdotes quedaran muy agradablemente impresionados de su modo de obrar y predicar. Y después en sus sermones, ellos estaban allá entre el público oyéndole con gran atención. El sabio escritor Fray Luis de Granada se colocaba cerca de él, lápiz en mano, e iba escribiendo sus sermones. De cada sermón del santo, sacaba el material para predicar luego diez sermones. Los sacerdotes decían que el Padre Juan de Avila predicaba como si estuviera oyendo al mismo Dios.

Fue reuniendo grupos de sacerdotes y por medio de hacerles meditar en la Pasión de Jesucristo y en la Eucaristía y de rezar y recibir los sacramentos, los iba enfervorizando y después los enviaba a predicar. Y los frutos que conseguía eran inmenoss. Unos 30 de esos sacerdotes se hicieron después Jesuitas. Otros colaboraron con la reforma que San Juan de la Cruz y Santa Teresa hicieron de los padres Carmelitas y muchos más llenaron de buenas obras las parroquias con su gran fervor.

Un día en Granada, mientras San Juan de Avila pronunciaba un gran sermón, de pronto se oyó en el templo un grito fortísimo. Era San Juan de Dios que había sido antes militar y comerciante y que ahora se convertía y empezaba una vida de santidad admirable. En adelante San Juan de Dios tendrá siempre como consejero al Padre Juan de Avila, a quien atribuirá su conversión.

Los enemigos y envidiosos lo acusaron de que su predicación era demasiado miedosa y de que se proponía hacer que las gentes fueran demasiado espirituales. Y el santo fue llevado a la cárcel y allí estuvo de 1532 a 1533. Aprovechó su prisión para meditar más y crecer en santidad. Cuando se le reconoció su inocencia y fue sacado de la prisión el pueblo lo ovacionó como a un héroe.

A muchas personas les dio dirección espiritual por medio de cartas. Después reunió una colección de esas cartas y las publicó con el título de “Oye hija” y fue un libro muy afamado y que hizo gran bien a los lectores.

Su devoción a la Virgen era tan grande que lo hacía exclamar: “Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin devoción a la Virgen María”. Fundó más de diez colegios y ayudaba mucho a las universidades católicas. Su autoridad y su ascendiente eran muy grandes en todas partes.

Sus últimos 17 años fueron de enormes sufrimientos por su salud que era muy deficiente. En él se cumplía aquello que dijo Jesús: “Mi Padre, al árbol que más quiere, más lo poda, para que produzca mayor fruto”. Pero aunque sus padecimientos eran muy intensos, no por eso dejaba de recorrer ciudades y pueblos predicando, confesando, dando dirección espiritual y edificando a todos con su vida de gran santidad. Tres temas le llamaban mucho la atención para predicar: la Eucaristía, el Espíritu Santo y la Virgen María.

Una de sus cualidades más admirables era su gran humildad. A pesar de sus brillantes éxitos apostólicos, siempre se creía un pobre y miserable pecador. Cuando estaba agonizante vio que un sacerdote lo trataba con muy grande veneración y le dijo: “Padre, tráteme como a un miserable pecador, porque eso es lo que he sido y nada más”.

Cuando en su última enfermedad los dolores arreciaban, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba: “Dios mío, si sí te parece bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!”. El 10 de mayo del año 1569, diciendo “Jesús y María” murió santamente. Fue beatificado en 1894 y el Papa Pablo VI lo declaró santo en 1970.

Petición
San Juan de Avila: tú que con tus sermones lograste tantas conversiones de pecadores, alcánzanos del Señor Dios, que también nosotros nos convirtamos.

(http://www.ewtn.com/spanish/Saints/Juan_de_Avila_5_10.htm)