Día litúrgico: Domingo IV (C) de Pascua
Ver 1ª Lectura y Salmo
Texto del Evangelio (Jn 10,27-30): En aquel tiempo, dijo
Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y
yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las
arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y
nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos
uno».
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«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco»
P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat
(Montserrat, Barcelona, España)
Hoy, la mirada de Jesús sobre los hombres es la mirada del Buen
Pastor, que toma bajo su responsabilidad a las ovejas que le son
confiadas y se ocupa de cada una de ellas. Entre Él y ellas crea un
vínculo, un instinto de conocimiento y de fidelidad: «Escuchan mi voz, y
yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27). La voz del Buen Pastor es
siempre una llamada a seguirlo, a entrar en su círculo magnético de
influencia.
Cristo nos ha ganado no solamente con su ejemplo y con su doctrina,
sino con el precio de su Sangre. Le hemos costado mucho, y por eso no
quiere que nadie de los suyos se pierda. Y, con todo, la evidencia se
impone: unos siguen la llamada del Buen Pastor y otros no. El anuncio
del Evangelio a unos les produce rabia y a otros alegría. ¿Qué tienen
unos que no tengan los otros? San Agustín, ante el misterio abismal de
la elección divina, respondía: «Dios no te deja, si tú no le dejas»; no
te abandonará, si tu no le abandonas. No des, por tanto, la culpa a
Dios, ni a la Iglesia, ni a los otros, porque el problema de tu
fidelidad es tuyo. Dios no niega a nadie su gracia, y ésta es nuestra
fuerza: agarrarnos fuerte a la gracia de Dios. No es ningún mérito
nuestro; simplemente, hemos sido “agraciados”.
La fe entra por el oído, por la audición de la Palabra del Señor, y
el peligro más grande que tenemos es la sordera, no oír la voz del Buen
Pastor, porque tenemos la cabeza llena de ruidos y de otras voces
discordantes, o lo que todavía es más grave, aquello que los Ejercicios
de san Ignacio dicen «hacerse el sordo», saber que Dios te llama y no
darse por aludido. Aquel que se cierra a la llamada de Dios
conscientemente, reiteradamente, pierde la sintonía con Jesús y perderá
la alegría de ser cristiano para ir a pastar a otras pasturas que no
sacian ni dan la vida eterna. Sin embargo, Él es el único que ha podido
decir: «Yo les doy la vida eterna» (Jn 10,28).
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