Primera: Is 11, 1-10; Salmo 72; Segunda: Rom 15,4-9; Evangelio: Mt 3, 1-12
A – Segundo domingo de Adviento
Sagrada Escritura:
Primera: Is 11, 1-10
Salmo 72
Segunda: Rom 15,4-9
Evangelio: Mt 3, 1-12
Salmo 72
Segunda: Rom 15,4-9
Evangelio: Mt 3, 1-12
Nexo entre las lecturas
Está cerca el Reino de Dios
Esta afirmación del Evangelio de San Mateo (EV) parece ofrecernos un elemento unificador a las lecturas de este domingo segundo de adviento. El Reino era la más alta aspiración y esperanza del Antiguo Testamento: El Mesías debía reinar como único soberano y todo quedaría sometido a sus pies. El hermoso pasaje de Isaías (1L) ilustra con acierto las características de este nuevo reino mesiánico: “brotará un renuevo del tronco de Jesé… sobre él se posará el espíritu… habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito. Habrá justicia y fidelidad”. Ante la inminencia de la llegada del Reino de los cielos se impone la conversión. Juan Bautista predica en el desierto un bautismo de conversión. Se trata de un cambio profundo en la mente y en las obras, un cambio total y radical que toca las fibras más profundas de la persona. Precisamente porque Dios se ha dirigido a nosotros con amor benevolente en Cristo, el hombre debe dirigirse a Dios, debe convertirse a Él en el amor de donación a sus hermanos: acogeos mutuamente como Cristo os acogió para Gloria de Dios (2L).
Mensaje doctrinal
1. En Cristo Jesús encuentra realización la esperanza mesiánica
El pueblo de Israel esperaba un tiempo de paz y de concordia. Se trataba de un anhelo íntimo que se fundaba en la promesa misma del Señor. No sería un reino de características humanas, sino un reino divino revestido de poder y majestad. Este reino mesiánico sería como un nuevo cielo y una nueva tierra en los que ya no habría pecado, muerte y dolor. Esta esperanza del pueblo de Israel contrastaba fuertemente con las dificultadas, luchas y pecados de su historia. Sin embargo, su esperanza nunca venía a menos. Pues bien, Juan Bautista anuncia a la casa de Israel que, en Jesús, toda aquella expectación mesiánica encontraba su cumplimiento: “Convertíos está cerca el Reino de los cielos… Preparad el camino del Señor…” El Señor nos había hablado por medio de los profetas, pero ahora en los últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo amado (Cfr. Hb 1,1-2) Dios, en su eterno amor, ha elegido al hombre desde la eternidad: lo ha escogido en su Hijo. Dios ha elegido al hombre para que pueda alcanzar la plenitud del bien mediante la participación en su vida misma: vida divina, mediante la gracia. Lo ha escogido desde la eternidad y de modo irreversible. Ni el pecado original, ni toda la historia de los pecados personales y de los pecados sociales han logrado disuadir al eterno Padre de su Amor. (Juan Pablo II, 8 de diciembre de 1978). En la llegada al mundo de Cristo Señor descubrimos el cumplimiento de todas las profecías. En Él encuentra cumplimiento la Alianza de Dios con el hombre, en Él tenemos la salvación, en Él accedemos a la participación de la naturaleza divina. ¡Cómo no correr llenos de entusiasmo hacia el portal de Belén cuando es Dios mismo quien viene al encuentro del hombre! ¿Habrá quizá alguno que se quede sentado en la ociosidad cuando es Dios mismo quien ha salido a nuestro encuentro? Juan el Bautista designa a Jesús como el que viene (ho erkómenos). Es tal el amor de Dios y tan misterioso su designio que debe ser meditado en la profundidad del corazón. Con amor eterno te amé (Jer 31,3)
2. La llegada del Reino de los cielos exige una conversión del corazón. El anuncio de Juan el
Bautista coincide sustancialmente con el de Jesús: Convertíos porque está cerca el Reino de Dios (Mc 1,15). Se dirige con mucha energía a los fariseos y saduceos porque para ellos, la conversión era un hecho mental que no implicaba la totalidad de la persona. En ellos se daba una escisión interior: atendían a los mínimos detalles de la ley, pero descuidaban el precepto de la caridad; se protegían del juicio de Dios con una legalidad mal disfrazada o se sentían superiores como hijos de Abraham. Su conversión era formal y no tocaba la intimidad del corazón. La conversión que exige el Bautista es una conversión que pide un cambio total y radical en la relación con Dios. No es una simple conversión interior, sino una conversión también exterior que llega a las obras. Aquí aparece la imagen del árbol que produce frutos: el árbol bueno produce frutos buenos, el árbol malo produce frutos malos y se corta de raíz. Una verdadera conversión, por tanto, se traduce en una mayor rectitud de vida. Si bien las palabras del Bautista son palabras de fuego capaces de atemorizar al más osado, esconden una invitación a realizar uno de los actos más elevados de que es capaz el corazón humano: su conversión hacia el Padre de las misericordias, la retractación de la voluntad del mal cometido y el firme propósito de resurgir en el bien. Cuando una persona es tocada por una conversión sincera, reconoce el desorden que hay en su interior, advierte su pecado y siente una necesidad apremiante de transformación, de cambio de actitud y de comportamiento. La conversión es el momento de la verdad profunda en el que el hombre se reconoce a sí mismo en su pecado y se abre a la verdad liberadora de Dios. El hombre se siente invitado a entrar dentro de sí y sentir la necesidad de volver a la casa del Padre. Así pues, el examen de conciencia es uno de los momentos más determinantes de la existencia personal. En efecto, en él todo hombre se pone ante la verdad de la propia vida, descubriendo así la distancia que separa sus acciones del ideal que se ha propuesto (Bula Incarnationis Mysterium No.11).
3. La conversión del corazón pasa por la concordia, la sintonía de corazones. Ante las escisiones que se daban ya en tiempo de San Pablo en las primeras comunidades, el apóstol presenta el ejemplo de Cristo: se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios y acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. La concordia, la unión de corazones, estar de acuerdo entre nosotros, es lo propio del cristiano. Este es el modo de apresurar la venida del Reino de Dios: la entrega sincera de sí mismo a los demás. El cristiano, por medio de su bautismo, ha sido injertado en la muerte y resurrección de Cristo y vive una nueva vida: la vida que es donación, que es servicio para los hermanos en la fe y acoge a los hombres para llevarlos a la verdad del Evangelio.
Sugerencias pastorales
1. Poner la mirada en el futuro con esperanza. En muchas ocasiones la experiencia del propio pecado o del pecado ajeno nos puede postrar y crear un estado de desilusión o desespero. La llegada del Reino de los Cielos en Cristo Jesús nos invita a lo contrario: Que la mirada, pues, esté puesta en el futuro. El Padre misericordioso no tiene en cuenta los pecados de los que nos hemos arrepentido verdaderamente (Cf Is 38,17). Él realiza ahora algo nuevo y, en el amor que perdona, anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva. Que se robustezca, pues, la fe, se acreciente la esperanza y se haga cada vez más activa la caridad, para un renovado compromiso cristiano en el mundo del nuevo milenio (Cfr. Bula Incarnationis Mysterium No.11). No nos dejemos llevar por el mal, más bien venzamos al mal con el bien. No perdamos el ánimo ante los pecados del mundo, más bien escuchemos la voz de Cristo que nos invita a tomar parte en la redención del mundo con nuestro propio sacrificio.
2. La conversión nunca termina. Es un hecho que en nuestro caminar hacia Dios descubrimos muchas faltas y deficiencias personales. A pesar de nuestros anhelos de santidad, tenemos que hacer las cuentas con nuestra propia debilidad. Por eso, es más saludable que la doctrina de la conversión permanente. En realidad, cada día, cada momento de nuestra vida es una nueva oportunidad para convertir el corazón, para “purificar la memoria”, para elevar la mente y el corazón a Dios y pedirle: “Señor, perdóname”. Este pequeño y gigantesco acto de fe nos dispone a acoger el Reino de los cielos, más aún, construye el Reino de los cielos de acuerdo con los planes de Dios. Vivamos pues ante la mirada de Dios sabiendo que Él viene y no tardará y nos juzgará por nuestras obras, no sólo por nuestras intenciones.
(http://es.catholic.net/sacerdotes/80/478/articulo.php?id=4793)
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