Texto del Evangelio (Mt 26,14-25): En
aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los
sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo
entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese
momento andaba buscando una oportunidad para entregarle.
El
primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le
dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el
cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y
decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a
celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que
Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua.
Al atardecer, se
puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro
que uno de vosotros me entregará». Muy entristecidos, se pusieron a
decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Él respondió: «El que ha
mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre
se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del
hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!».
Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso,
Rabbí?». Dícele: «Sí, tú lo has dicho».
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«¿Acaso soy yo?» Rev. P. Higinio Rafael ROSOLEN IVE (Cobourg, Ontario, Canadá)
Hoy, el Evangelio nos presenta tres escenas: la traición de Judas,
los preparativos para celebrar la Pascua y la Cena con los Doce.
La
palabra “entregar” (“paradidōmi” en griego) se repite seis veces y
sirve como nexo de unión entre esos tres momentos: (i) cuando Judas
entrega a Jesús; (ii) la Pascua, que es una figura del sacrificio de la
cruz, donde Jesús entrega su vida; y (iii) la Última Cena, en la cual se
manifiesta la entrega de Jesús, que se cumplirá en la Cruz.
Queremos
detenernos aquí en la Cena Pascual, donde Jesucristo manifiesta que su
cuerpo será entregado y su sangre derramada. Sus palabras: «Yo os
aseguro que uno de vosotros me entregará» (Mt 26,20) invita a cada uno
de los Doce, y de modo especial a Judas, a un examen de conciencia.
Estas palabras son extensivas a todos nosotros, que también hemos sido
llamados por Jesús. Son una invitación a reflexionar sobre nuestras
acciones, sean buenas o malas; nuestra dignidad; plantearnos qué estamos
haciendo en este momento con nuestras vidas; hacia dónde estamos yendo y
cómo hemos respondido al llamado de Jesús. Debemos respondernos con
sinceridad, humildad y franqueza.
Recordemos que podemos esconder
nuestros pecados de otras personas, pero no podemos ocultarlos a Dios,
que ve en lo secreto. Jesús, verdadero Dios y hombre, todo lo ve y lo
sabe. Él conoce lo que hay en nuestro corazón y de lo que somos capaces.
Nada está oculto a sus ojos. Evitemos engañarnos, y recién después de
habernos sincerado con nosotros mismos es cuando debemos mirar a Cristo y
preguntarle «¿Acaso soy yo?» (Mt 26,22). Tengamos presente lo que dice
el Papa Francisco: «Jesús amándonos nos invita a dejarnos reconciliar
con Dios y a regresar a Él para reencontrarnos con nosotros mismos».
Miremos a Jesús, escuchemos sus palabras y pidamos la gracia de entregarnos uniéndonos a su sacrificio en la Cruz.
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«Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará» P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
Hoy, el Evangelio nos propone —por lo menos— tres consideraciones. La
primera es que, cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la
voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece ofrecernos
platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por degradantes e
inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no hay que
permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no sensible, por lo
menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer su vida
por nosotros.
La segunda consideración se refiere a la misteriosa
elección del sitio donde Jesús quiere consumir su cena pascual. «Id a
la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está
cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’» (Mt
26,18). El dueño de la casa, quizá, no fuera uno de los amigos
declarados del Señor; pero debía tener el oído despierto para escuchar
las llamadas “interiores”. El Señor le habría hablado en lo íntimo —como
a menudo nos habla—, a través de mil incentivos para que le abriera la
puerta. Su fantasía y su omnipotencia, soportes del amor infinito con el
cual nos ama, no conocen fronteras y se expresan de maneras siempre
aptas a cada situación personal. Cuando oigamos la llamada hemos de
“rendirnos”, dejando aparte los sofismas y aceptando con alegría ese
“mensajero libertador”. Es como si alguien se hubiese presentado a la
puerta de la cárcel y nos invita a seguirlo, como hizo el Ángel con
Pedro diciéndole: «Rápido, levántate y sígueme» (Hch 12,7).
El
tercer motivo de meditación nos lo ofrece el traidor que intenta
esconder su crimen ante la mirada escudriñadora del Omnisciente. Lo
había intentado ya el mismo Adán y, después, su hijo fratricida Caín,
pero inútilmente. Antes de ser nuestro exactísimo Juez, Dios se nos
presenta como padre y madre, que no se rinde ante la idea de perder a un
hijo. A Jesús le duele el corazón no tanto por haber sido traicionado
cuanto por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él.
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