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y su amado santo. Dotado estabais de magnífica voz y de oído
finísimo, cantabais y tocabais armonio, piano y violín. Además
poseíais una memoria e inteligencia prodigiosas y dominabais
la teología y la filosofía maravillosamente. Las literaturas
griega italiana, latina y hebrea las conociais y las hablabais
además del francés y el alemán. De todo ello, os proveyó Dios,
para cumplir la misión que os asignó Jesús, desde vuestro primer
sueño, y, que vos, cumplisteis al pie de la letra con todo,
primero, fundando la “Sociedad de la Alegría”, los llamados
“oratorios festivos” y los “diarios”. Para atraer a los chicos
y grandes, al catecismo, os hicisteis hábil titiritero, atleta
e ilusionista. Un cierto día leíste en el mismo cielo: “Hic
domus mea; inde Gloria mea”: “aquí mi casa; de aquí saldrá mi
gloria”. Y, así, fue. Edificasteis una casa y una capillita, y
luego una Iglesia, que dedicasteis a San Francisco de Sales, a
quien vos, mucho admirabais. Más tarde, la congregación de los
“Salesianos”, en honor a vuestro santo, San Francisco de Sales,
y la Congregación de las “Hijas de María Auxiliadora” fundasteis,
construyendo un santuario a Nuestra Señora. Incursionasteis
en la prensa, la literatura, la música y la imprenta. Leíais
las conciencias, predecíais el futuro, curabais toda clase
de enfermedades y resucitabais muertos. Vos, sois también, sin
duda alguna “uno de los hombres que más han trabajado en el
mundo”, y, “uno de los que más han amado a los niños”, dejando
para aquellos y nosotros “el trabajo y la piedad” como lema.
Entregasteis vuestra alma al Padre, para, coronada ser, con
corona de luz, como justo premio a vuestro desgaste de amor y
fidelidad. Patrono santo del cine, de las escuelas de artes y
oficios, de los ilusionistas de todo el orbe de la tierra, como
vos mismo fuisteis. ¡Santo de la juventud!¡Santo de los obreros!
¡Santo de la alegría! y ¡Santo de Nuestra Señora María Auxiliadora!
¡oh!, San Juan Bosco; “vivo trabajo y piedad por Cristo Jesús”.
© 2018 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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San Juan Bosco
Fundador
(† 1888)
Como dice Pío XI en la bula de canonización, muy difícil es bosquejar
en pocas líneas esta figura gigantesca. Nació en Becchi (Casteinovo de
Asti – Italia), el 16 de agosto de 1815, y el mismo día fue regenerado
con el agua bautismal. A los dos años quedó huérfano de padre, que se
llamaba Francisco. Afortunadamente su madre, Margarita Occhiena,
inteligente y santa mujer, supo educar a sus dos hijos José y Juan y al
hijastro Antonio como mejor no se podía pedir. Modelo de madres, su vida
merece ser conocida, difundida e imitada.
Desde la más tierna infancia Juan manifestaba gran despejo de
inteligencia, apego a su propio juicio, tenacidad en sus propósitos,
tendencia al dominio sobre los demás, ternura de corazón,
desprendimiento y generosidad. Margarita supo cultivar lo bueno y
cercenar lo malo de todas estas inclinaciones. Ante todo, fomentó en sus
hijos la piedad, una piedad varonil y profundamente sentida, franca y
abiertamente practicada. “Dios nos ve; Dios está en todas partes; Dios
es nuestro Padre, nuestro Redentor y nuestro Juez, que de todo nos
tomará cuenta, que castigará a los que desobedecen sus leyes y mandatos y
premiará con largueza infinita a los que le aman y obedecen. Debemos
acostumbrarnos a vivir siempre en la presencia de Dios, puesto que Él
está presente en todo”.
Les enseñó a amar e invocar a la Virgen Santísima y al ángel de la guarda, y a apreciar debidamente el tesoro del tiempo.
Pronto se desarrolló en Juanito la sagrada fiebre del apostolado. Ya a
los siete años reunía a sus compañeros para enseñarles a rezar,
repetirles lo que ola en las pláticas y lo que su santa madre le
enseñaba, pacificarlos en sus riñas y disensiones, corregirlos cuando
hablaban o procedían mal, jugar con ellos y entretenerlos “para
ayudarlos a hacerse buenos”.
Juan Bosco es uno de los hombres que más han “soñado”, es decir, que
Dios le manifestaba en sueños su voluntad y le decía muchas cosas, como a
José, el hijo de Jacob, que precisamente por sus sueños llegó a ser
virrey de Egipto; como al profeta Daniel; como al mismo patriarca San
José. A los nueve años tuvo el primero de sus “grandes sueños”. Bajo la
alegoría de una turba de animales feroces que se truecan en corderos y
algunos en pastores, se le indica su misión en el mundo: educar la
juventud, trocar, mediante la instrucción religiosa, cívica, intelectual
y moral, a los díscolos en buenos y perfeccionar a los buenos. Es el
mismo Jesús quien se la asigna, y para que pueda desempeñarla, le da por
madre y maestra a la Virgen Auxiliadora. Para cumplirla, desea hacerse
sacerdote.
Pero ¡cuántas dificultades le salen al paso!: pobreza, oposición de
su hermanastro, burlas, muerte de su principal bienhechor… Mas de todas
triunfa con la constancia y la confianza en Dios.
Aunque deseara ardientemente hacer la primera comunión, sólo a los
diez años – y eso tan sólo en atención a su gran preparación – se le
concede. En esa ocasión hizo propósitos que fueron norma de toda su
vida.
Antes de poder estudiar regularmente, y durante sus primeros
estudios, para ayudar a pagarse la pensión tuvo que servir como mozo en
granjas y en cafés, trabajar de sastre, de zapatero, de carpintero y
herrero, de repostero y sacristán, como que tenía que fundar y dirigir
prácticamente escuelas profesionales y agrícolas. En todas partes seguía
ejerciendo el apostolado. Entre sus compañeros fundó la “Sociedad de la
Alegría” y una especie de academia artístico – literaria, Y para atraer
a los catecismos a chicos y mayores se hizo hábil titiritero, atleta e
ilusionista. Dotado de una magnífica voz y de un oído finísimo, cantaba y
tocaba armonio, piano, violín y algunos otros instrumentos. Poseyendo
una memoria prodigiosa y una inteligencia comprensiva, además de las
asignaturas de los cursos filosóficos y teológicos, estudió a fondo las
literaturas italiana, griega, latina y hebrea, y llegó a hablar el
francés y el alemán lo suficiente para entender y hacerse entender. Todo
esto era una providencial preparación para cumplir debidamente la
misión asignada por Jesús, desde el primer sueño. Estos seguían
jalonando su vida, a medida que se iba acercando el tiempo de ponerla en
ejecución.
Mientras estudiaba el segundo año de teología hizo pacto con su
compañero Luis Comollo de que el primero que muriera vendría,
permitiéndolo Dios, a darle al otro noticia de la otra vida. Murió
Comollo y la misma noche se presentó en el dormitorio con tremendo
aparato, para decir al amigo, oyéndolo todos, que estaba salvo. De la
impresión muchos enfermaron, entre ellos el mismo Juan, quien dice en
sus memorias que “esos pactos no se deben hacer, porque la pobre
naturaleza no puede resistir impunemente esas manifestaciones
sobrenaturales”.
Ordenado sacerdote en 1841, por consejo de su director San José
Cafasso, siguió en el Convictorio Eclesiástico de Turín los tres cursos
de perfeccionamiento de la teología moral y pastoral, y al mismo tiempo
estudiaba las condiciones sociales de la ciudad, del campo y del tiempo
en que vivía. Ejerciendo el ministerio en cárceles y hospitales, y
reparando en lo, que sucedía en las calles y plazas, en los talleres
industriales y en las construcciones, le llamó la atención el número
enorme de chicos que, abandonados de los padres, o huérfanos,
vagabundeaban, con evidente peligro de perversión y constituyendo una
amenaza social: y decidió remediarlo en cuanto pudiera. Así concibió la
idea de los “oratorios festivos” y diarios. Pronto la Providencia le
deparó la ocasión de empezar.
En la iglesia de San Francisco de Asís – el santo del amor universal –
estaba revistiéndose para celebrar la santa misa, cuando entró,
curioseando, un chico de quince años, albañil de oficio, y pueblerino.
El sacristán le dijo que ayudara la misa y como no sabia, lo riñó y
golpeó. Don Bosco tomó su defensa y, terminada la misa, se entretuvo
consolándolo y haciéndole las preguntas que convenían a su intento.
Ignoraba hasta el padrenuestro y el avemaría, lo invitó a arrodillarse
con el ante un cuadro de la Virgen, y rezaron con inmenso fervor el
avemaría. Y, acto seguido, le dio la primera clase de catecismo. Le
invitó para el domingo siguiente. Y el chico cumplió, trayendo otros
compañeros. La obra de los oratorios festivos habla nacido y con ella
toda la grandiosa obra salesiana. Aquella oración a la Virgen le dio
gracia y fecundidad.
Al salir del Convictorio se le ofrecieron halagadores empleos en la
diócesis. Mas como no sentía atractivo hacia ninguno de ellos, consultó
con su santo director San José Cafasso. Este le consiguió la dirección
del “refugio”, obra para niñas, de la piadosa marquesa Julieta Colber de
Barolo y allí, a su vera, pudo desarrollar su Oratorio. Como éste
crecía sin cesar y a la señora marquesa le molestaba la algazara de los
chicos, lo puso en opción o de abandonar a los chicos o de, dejar el
refugio. Dejó el refugio. Y… se encontró en la calle, con una grande
obra entre manos, sin un céntimo, por añadidura. En sueños, la Virgen le
conforto, Y algunos medios le vinieron. El Oratorio tuvo una vida
trashumante: una plaza, un cementerio abandonado, unos prados. Pero
hasta de éstos tuvo que emigrar. Fue la única vez que sus chicos le
vieron triste y llorar. Mientras paseaba lleno de amargura por un
extremo del prado, llama su atención hacia otro prado vecino un
resplandor: ve una grande iglesia y alrededor de su cúpula este letrero
de luz y oro: Hic domus mea; inde gloria mea: (“aquí mi casa; de aquí
saldrá mi gloria”). Por la noche, otro sueño más detallado le dejó
entrever el porvenir y hasta la fundación de una nueva congregación
religiosa adaptada a las necesidades de los nuevos tiempos.
Pudo comprar el prado. Su dueño, el señor Pinardi, le dio
facilidades. La providencia le mandó bienhechores y cooperadores.
Edificó una casa y una capillita.
Pero aún estaba solo. Propuso a su madre fuera a acompañarlo. Y
aquella santa mujer, que aun en su pobreza vivía como una reina con su
hijo José y sus nietecitos, lo abandonó todo, y fuese a Turín a
compartir con su hijo sacerdote la pobreza y las penalidades, pero
también la gloria y las satisfacciones de un apostolado original y
fecundísimo. Diez años vivió allí, siendo la madre de tantos huérfanos,
viendo la proliferación de aquella obra que se consolidó en unas
escuelas de externos e internos y dio origen a varios otros oratorios
base de nuevas obras, hasta el 25 de noviembre de 1856, día en que el
Señor se la llevó para premiarle sus sacrificios y la caridad ejercidos
por su amor. Algún tiempo después se apareció a Juan y le dejó entrever
una ráfaga de las delicias del cielo.
El Santo levantó una iglesia para sus niños, dedicándola a San
Francisco de Sales. Las visiones o sueños le daban a entender que debía
fundar una congregación religiosa que, aplicando sus métodos, educara a
las juventudes, especialmente a los obreros, y tratara de armonizar las
clases sociales, y que los socios tendría que formárselos
entresacándolos de los mismos niños que él educaba. Así nació la
sociedad salesiana, cuyos primeros socios profesaron en 1859 y que fue
definitivamente aprobada en 1868.
En 1865 puso la primera piedra del santuario de María Auxiliadora, y
en 1867 la última. A fuerza de milagros la Virgen se había edificado su
casa. El santuario – basílica es uno de los cuatro o cinco en que se
manifiesta más claro y poderoso el influjo de la Virgen. Con el
santuario nació la “Archicofradía de María Auxiliadora”.
En 1872 fundó la Congregación de las Hijas de María Auxiliadora, con
reglas similares a las de los salesianos. También se fundó la Asociación
de Antiguos Alumnos. En 1875 fue aprobada por la Santa Sede la “Pía
Unión de los Cooperadores Salesianos” o Tercera Orden Salesiana. Por
órgano le dio El Boletín Salesiano.
La actividad del Santo se desplegaba en todos los campos del
apostolado católico. La prensa le debe multitud de publicaciones fijas y
periódicas: hojas volantes, libros de texto y de. propaganda,
colecciones de clásicos italianos, latinos, griegos, biblioteca de la
juventud, biblioteca de dramas, comedias, cantos, romanzas, zarzuelas,
música religiosa. Entre los talleres de sus escuelas profesionales nunca
falta la imprenta. Hasta fundó una fábrica de papel, la primera que
funcionó en Piamonte. Don Bosco es también un gran escritor. Presta a la
Iglesia grandes servicios como diplomático oficioso.
Las dos congregaciones y la Tercera Orden crecieron fabulosamente.
Tuvieron casas en todas partes. En 1875 inauguró las misiones, cuya
primera expedición destinó a la evangelización de las tribus de la
Patagonia y Tierra del Fuego, en Argentina y Chile.
“Lo sobrenatural se había hecho natural en él”, según frase de Pío
XI. Leía en las conciencias, predecía el futuro, con la bendición de
María Auxiliadora, toda clase de enfermedades, resucitó tres muertos.
Sobre todo en sus últimos años, las multitudes lo seguían pidiéndole la
bendición. Triunfales fueron sus visitas a París y Barcelona. En sus
últimos años edificó la iglesia de San Juan Evangelista, en Turín, y la
basílica del Sagrado Corazón, en Roma.
Aunque de fibra robustísima, el Señor le purificó con frecuentes
enfermedades y molestias que no lograron debilitar su celo ni aminorar
su espíritu de trabajo. En efecto, Don Bosco “es uno de los hombres que
más han trabajado en el mundo”, como es “uno de los que más han amado a
los niños”. Y dejó a los suyos el trabajo y la piedad como lema.
Murió en Turín el 31 de enero de 1888. San Pío X lo declaró venerable
en 1907; Pío XI, que le había tratado personalmente, lo beatificó en
1929 y lo canonizó solemnemente el día de Pascua de Resurrección, 1 de
abril de 1934. Es el patrono del cine, de las escuelas de artes y
oficios, de los ilusionistas.
Rodolfo Fierro, S, D. B.