¡Oh!,
Jesucristo, Rey del Universo, Vos, sois el Amadísimo Hijo
del Padre, y
hoy, con Vos, la Iglesia toda, el Año Litúrgico cierra,
porque en él
se ha meditado, el misterio de Vuestra santa vida,
Vuestra
predicación y el anuncio del Reino de Vuestro Amadísimo
Padre. “Mi
Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este
mundo mi
gente habría combatido para que no fuese entregado
a los
judíos; pero mi Reino no es de aquí”. Así, respondisteis
Vos, al
interrogado ser, por Pilato, porque Vos, en realidad, no
sois el Rey
de un mundo de miedo, mentira y pecado. Vos,
el “Rey del
reino de Dios” sois, que, nos trajisteis, y al que, nos
conducís.
Vos, anunciáis la Verdad y ella, el camino amoroso
ilumina, trazado
por Vos, con Vuestra Vía Crucis, hacia el Reino
de Dios, por
Vuestro amadísimo Padre dirigido. “Sí, como dices,
soy Rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo:
para dar
testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad
escucha mi voz”.
Y, vos a cada nada, la estáis recordándonosla,
ante la
falsía del engaño diario del pecado, y, cual cordero, Os
sacrificasteis
en la cruz. Vos, el Espíritu Santo, nos dejasteis y
que, las
gracias nos concede necesarias para lograr la Santidad,
y transformar
el mundo en Amor. A Vuestra obra, y las dos realidades
de la
Iglesia, la “peregrina” y la “celestial”, se engarzan de forma
definitiva.
“Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que
tú me has
dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo
lo tuyo es
mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo, ya no estoy
en el mundo,
pero ellos si están en el mundo, y Yo, voy a ti. Padre
santo, cuida
en tu nombre a los que me has dado, para que sean
uno como
nosotros. No te pido que los retires del mundo, sino
que los
guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no
soy del
mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad.”
Así,
orasteis Vos, antes de ser entregado, demostrando, cuánto
nos quieres
y pidiendo que Vuestro Padre nos guarde y proteja
hasta
alcanzar la vida eterna y divina por la cual os sacrificasteis:
“Padre
santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para
que sean uno
como nosotros”. Nunca jamás, suficiente deciros
será, ¡Viva
Cristo, Rey del Universo! Y, con Vos, ¡Viva María!,
Santa Madre
Vuestra, por vuestro inmenso amor por el hombre;
¡Oh!,
Jesucristo, Rey del Universo, “vivo camino, verdad y vida”.
© 2015 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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Cristo Rey del Universo
La fiesta de Cristo Rey fue instituida en 1925 por el papa Pío XI,
que la fijó en el domingo anterior a la solemnidad de todos los santos.
La Iglesia, ciertamente, no había esperado dicha fecha para celebrar el
soberano señorío de Cristo: Epifanía, Pascua, Ascensión, son también
fiestas de Cristo Rey. Si Pío XI estableció esa fiesta, fue como él
mismo dijo explícitamente en la encíclica Quas primas, con una finalidad
de pedagogía espiritual. Ante los avances del ateísmo y de la
secularización de la sociedad quería afirmar la soberana autoridad de
Cristo sobre los hombres y las instituciones. Ciertos textos del oficio
dejan entrever un último sueño de cristiandad.
En 1970 se quiso destacar más el carácter cósmico y escatológico del
reinado de Cristo. La fiesta se convirtió en la de Cristo “Rey del
Universo” y se fijó en el último domingo per annum. Con ella apunta ya
el tiempo de adviento en la perspectiva de la venida gloriosa del Señor.
La transformación de la segunda parte de la colecta revela claramente
el cambio introducido en el tema de la fiesta. La oración de 1925 pedía
a Dios “que todos los pueblos disgregados por la herida del pecado, se
sometan al suavísimo imperio” del reino de Cristo. El texto modificado
pide a Dios “que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado,
sirva a tu majestad y te glorifique sin fin”.
Cristo, piedra angular
El año litúrgico llega a su fin. Desde que lo comenzamos, hemos ido
recorriendo el círculo que describe la celebración de los diversos
misterios que componen el único misterio de Cristo: desde el anuncio de
su venida (Adviento), hasta su muerte y resurrección (Ciclo Pascual),
pasando por su nacimiento (Navidad), presentación al mundo (Epifanía) y
la cadencia semanal del domingo. Con cada uno de ellos, hemos ido
construyendo un arco, al que hoy ponemos la piedra angular. Este es el
sentido profundo de la solemnidad de Cristo – Rey del Universo, es
decir, de Cristo – Glorioso que es el centro de la creación, de la
historia y del mundo. “Todos perciben en sus almas una alegría inmensa,
al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de
carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las
criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor,
mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas”. (San Josemaría Escrivá
de Balaguer)
Pío XI, al establecer esta fiesta, quiso centrar la atención de todos
en la imagen de Cristo, Rey divino, tal como la representaba la
primitiva Iglesia, sentado a la derecha del Padre en el ábside de las
basílicas cristianas, aparece rodeado de gloria y majestad. La cruz nos
indica que de ella arranca la grandeza imponente de Jesucristo, Rey de
vivos y de muertos. (P. Morales, I. L.)
La Iglesia anuncia hoy alborozada que “el Cordero degollado”, al
entregar su vida “en el altar de la Cruz”, reconquistó con su sangre
preciosa toda la creación y se la entregó a su Padre, aunque sólo al
final de los tiempos esa “entrega” será plena y definitiva. Al anunciar y
celebrar hoy el triunfo de Cristo, nos llenamos de alegría y esperanza,
sabiendo que Él nos llevará a su reino eterno, si ahora damos de comer
al hambriento, y de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los
enfermos y enterrar a los muertos (Evangelio.)
“Yo soy Rey”
Esta fue la respuesta rotunda de Jesús a Pilato. Aunque la respuesta completa fue ésta: “Pero mi reino no es de aquí”.
Pero si el reino de Jesucristo no es de este mundo, se inicia y realiza germinalmente ya en este mundo. Es verdad que sólo al final de los tiempos y tras el juicio final alcanzará su plenitud definitiva, pues sólo entonces triunfará definitivamente del demonio, el pecado, el dolor y la muerte.
Pero ya ahora, “el reino instaurado por Jesucristo actúa como
fermento y signo de salvación para construir un mundo más justo, más
fraterno, más solidario, inspirado en los valores evangélicos de la
esperanza y de la bienaventuranza, a la que todos estamos llamados”
(JUAN PABLO II.) Los santos –únicos que se han tomado en serio su
reinado- han sido grandes sembradores de comprensión, justicia, amor y
la paz siempre y en todas partes. ¡Pobre tierra esta nuestra sin su
acción y la de los demás seguidores de Jesús!. A pesar de sus
debilidades y pecados.
“Jesucristo es Rey que hace reyes a sus seguidores coronándolos en el cielo.” (San Buenaventura)
La historia de los mártires de Cristo Rey se ha reproducido siempre que el amor de Dios se apodera de un alma.
Oposición al Señor
¿Por qué, entonces, tantos se oponen al reino de Jesucristo? Porque
es evidente que son muchos los políticos, escritores, artistas,
creadores de opinión, detentadores del dinero y del poder, gente de a
pie, que gritan –con el más cruel y eficaz de los lenguajes: el de las
obras- “¡No queremos que Él reine sobre nosotros!”. Ese es el grito que
se esconde tras tantos diseños de la familia, de la educación, de la
moda, de la cultura, de la sociedad actual (cf. San JOSEMARIA ESCRIVÁ,
Es Cristo que pasa, n. 179). Cierto que es un grito que no pocas veces
es un eco del “no saben lo que hacen”. Pero no por eso menos real y
doloroso.
Nosotros hemos de empeñarnos en lo contrario. Dejarle reinar en
nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, corazón, cuerpo, familia. Y
hacer que reine en nuestros familiares, amigos, compañeros de trabajo y
gente que se cruce en nuestro caminar. (José Antonio Abad, Comentarios
Litúrgicos, Rev. Palabra)
Cristo
Viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere
decir “ungido”. No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque Él
cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En
efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran
consagrados para una misión que habían recibido de Él. Jesús cumplió la
esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta
y rey. (C.I.C 436)
Como Hijo de Dios, le correspondía por naturaleza un absoluto dominio sobre todas las cosas salidas de sus manos creadoras. “Todas han sido creadas por y en Él. En el cielo y en la tierra, todas las cosas subsisten por Él, las visibles y las invisibles”. Pero además es Rey nuestro por derecho de conquista. Él nos rescató del pecado, de la muerte eterna.
Cristo reina ya mediante la Iglesia
“Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y
vivos” (Rm 14,9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su
participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios
mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos, y en la
tierra. Él está “por encima de todo principado, Potestad, Virtud,
Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas”. (Ef
1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf Ef 4, 10; 1 Co 15,
24.27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso
toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1,10), su
cumplimiento trascendente. (C.I.C 668)
Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su
Cuerpo (cf Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido
así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la
fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce
sobre la Iglesia (cf Ef 4, 11-13). C.I.C 669
Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar
definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a
Cristo como Redentor del mundo. “Adquirió” este derecho por la Cruz.
Profundicemos llenos de agradecimiento, como aquellos colosenses a
quienes Pablo dirige su carta, en el misterio de amor que es para
nosotros Cristo Rey redimiéndonos: “Demos gracias a Dios Padre, que nos
libró del poder de las tinieblas y nos hizo dignos de la herencia de los
santos en la luz, introduciéndonos en el Reino del Hijo de su amor, en
el cual tenemos redención por su sangre, perdón de los pecados”. (Col.
1. 12)
Él se ofreció en la cruz, como hostia inmaculada pacífica para que
todos los hombres se sujetasen a su dominio. Y así poder entregar al
Padre ese Reino eterno y universal formado con las almas que con Él y en
Él se salvan siempre. Reino de verdad y de vida, Reino de Santidad y
gracia, Reino de justicia, amor y paz.
“El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito
callado: serviré. Que El nos aumente esos afanes de entrega, de
fidelidad, a su divina llamada –con naturalidad, sin aparato, sin
ruido-, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del
corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y
el paladar se nos llenaran de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar
del reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que El
nos ganó”. (San Josemaría Escrivá de Balaguer)
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