Domingo de Resurrección
Cuaresma y Semana Santa
¡Ha resucitado el Señor!
¡Pidamos a Cristo resucitado poder resucitar junto con Él, ya desde ahora!
Por: P . Sergio Córdova LC | Fuente: Catholic.net
Del santo Evangelio según san Juan 20, 1-9
El día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy de
mañana cuando aún era de noche, y vio que la piedra del sepulcro estaba
movida. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro
discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro
al Señor, y no sabemos dónde le han puesto». Salieron Pedro y el otro
discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el
otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero
al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las
vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las
vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro
discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.
Oración introductoria
Señor Jesús, por tu resurrección sé que estoy llamado a resucitar,
para eso es la vida, para eso he sido creado. Te suplico que seas Tú la
luz en mi camino y, en este momento de oración, ayuda a mis sentidos
para que sepan recogerse en el silencio interior y exterior, para poder
aspirar a contemplar tu gloriosa resurrección.
Petición
¡Pidamos a Cristo resucitado poder resucitar junto con Él, ya desde ahora!
Meditación del Papa Francisco
La mañana de Pascua, advertidos por las mujeres, Pedro y Juan
corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se
acercaron y se “inclinaron” para entrar en la tumba. Para entrar en el
misterio hay que “inclinarse”, abajarse. Sólo quien se abaja comprende
la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.
El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer…
Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son
los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio
de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos. […]
Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a
nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y
organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los
traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían
defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz
para este mundo sometido a los traficantes de armas que ganan con la
sangre de los hombres y las mujeres.
Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a
menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que
sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a
cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, llegue la voz consoladora del Señor Jesús: “Paz a vosotros”.
“No temáis, he resucitado y siempre estaré con vosotros”. (Homilía de
S.S. Francisco, 5 de abril de 2015).
Reflexión
¡Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del
cielo, y, por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas
anuncien la salvación!. Con estas palabras inicia el maravilloso pregón
pascual que el diácono canta, emocionado, la noche solemne de la Vigilia
de la resurrección de Cristo. Y todos los hijos de la Iglesia,
diseminados por el mundo, explotan en júbilo incontenible para celebrar
el triunfo de su Redentor. ¡Por fin ha llegado la victoria tan anhelada!
En una de las últimas escenas de la película de la Pasión de Cristo,
de Mel Gibson, tras la muerte de Jesús en el Calvario, aparece allá
abajo, en el abismo, la figura que en todo el film personifica al
demonio, con gritos estentóreos, los ojos desencajados de rabia y con
todo el cuerpo crispado por el odio y la desesperación. ¡Ha sido
definitivamente vencido por la muerte de Cristo! En este sentido es
verdad –como proclamaba Nietzsche- “que Dios ha muerto”. Pero ha
entregado libre y voluntariamente su vida para redimirnos, y con su
muerte nos ha abierto las puertas de una vida nueva y eterna.
Es muy sugerente el modo como Franco Zeffirelli presenta la escena de
la resurrección en su película “Jesús de Nazaret”. Los apóstoles Pedro y
Juan vienen corriendo al sepulcro, muy de madrugada, y no encuentran el
cuerpo del Señor. Luego llegan también dos miembros del Sanedrín para
cerciorarse de los hechos, y sólo hallan los lienzos y el sudario, y el
sepulcro vacío. Y comenta fríamente uno de ellos: “¡Éste es el inicio!”.
Sí. El verdadero inicio del cristianismo y de la Iglesia. De aquí
arrancará la propagación de la fe al mundo entero. Porque la Vida ha
vuelto a la vida. Cristo resucitado es la clave de todas nuestras
certezas. Como diría Pablo más tarde: “Si Cristo no resucitó, vana es
nuestra predicación, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados…
Pero no. Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los
que duermen” (I Cor 15, 14.17.20). En Él toda nuestra vida adquiere un
nuevo sentido, un nuevo rumbo, una nueva dimensión: la eterna.
Y, sin embargo, no siempre resulta fácil creer en Cristo resucitado,
aunque nos parezca una paradoja. Una de las cosas que más me llaman la
atención de los pasajes evangélicos de la Pascua es, precisamente, la
gran resistencia de todos los discípulos para creer en la resurrección
de su Señor. Nadie da crédito a lo que ven sus ojos: ni las mujeres, ni
María Magdalena, ni los apóstoles -a pesar de que se les aparece en
diversas ocasiones después de resucitar de entre los muertos-, ni Tomás,
ni los discípulos de Emaús. Y nuestro Señor tendrá que echarles en cara
su incredulidad y dureza de corazón. El único que parece abrirse a la
fe es el apóstol Juan, tal como nos lo narra el Evangelio de hoy.
Pedro y Juan han acudido presurosos al sepulcro, muy de mañana,
cuando las mujeres han venido a anunciarles, despavoridas, que no han
hallado el cuerpo del Señor. Piensan que alguien lo ha robado y les
horroriza la idea. Los discípulos vienen entonces al monumento, y no
encuentran nada. Todo como lo han dicho las mujeres. Pero Juan, el
predilecto, ya ha comenzado a entrar en el misterio: ve las vendas en el
suelo y el sudario enrollado aparte. Y comenta: “Vio y creyó”. Y
confiesa ingenuamente su falta de fe y de comprensión de las palabras
anunciadas por el Señor: “Pues hasta entonces no habían entendido la
Escritura: que Él debía de resucitar de entre los muertos”.
¿Qué fue lo que vio esa mañana? Seguramente la sábana santa en
perfectas condiciones, no rota ni rasgada por ninguna parte. Intacta,
como la habían dejado en el momento de la sepultura. Sólo que ahora está
vacía, como desinflada; como si el cuerpo de Jesús se hubiera
desaparecido sin dejar ni rastro. Entendió entonces lo sucedido: ¡había
resucitado! Pero Juan vio sólo unos indicios, y con su fe llegó mucho
más allá de lo que veían sus sentidos. Con los ojos del cuerpo vio unas
vendas, pero con los ojos del alma descubrió al Resucitado; con los ojos
corporales vio una materia corruptible, pero con los ojos del espíritu
vio al Dios vencedor de la muerte.
Lo que nos enseñan todas las narraciones evangélicas de la Pascua es
que, para descubrir y reconocer a Cristo resucitado, ya no basta mirarlo
con los mismos ojos de antes. Es preciso entrar en una óptica distinta,
en una dimensión nueva: la de la fe. Todos los días que van desde la
resurrección hasta la ascensión del Señor al cielo será otro período
importantísimo para la vida de los apóstoles. Jesús los enseñará ahora a
saber reconocerlo por medio de los signos, por los indicios. Ya no será
la evidencia natural, como antes, sino su presencia espiritual la que
los guiará. Y así será a partir de ahora su acción en la vida de la
Iglesia.
Eso les pasó a los discípulos. Y eso nos ocurre también a nosotros.
Al igual que a ellos, Cristo se nos “aparece” constantemente en nuestra
vida de todos los días, pero muy difícilmente lo reconocemos. Porque nos
falta la visión de la fe. Y hemos de aprender a descubrirlo y a
experimentarlo en el fondo de nuestra alma por la fe y el amor.
Y esta experiencia en la fe ha de llevarnos paulatinamente a una
transformación interior de nuestro ser a la luz de Cristo resucitado.
“El mensaje redentor de Pascua -como nos dice un autor espiritual
contemporáneo- no es otra cosa que la purificación total del hombre, la
liberación de sus egoísmos, de su sensualidad, de sus complejos;
purificación que, aunque implica una fase de limpieza y saneamiento
interior -por medio de los sacramentos- sin embargo, se realiza de
manera positiva, con dones de plenitud, como es la iluminación del
Espíritu, la vitalización del ser por una vida nueva, que desborda gozo y
paz, suma de todos los bienes mesiánicos; en una palabra, la presencia
del Señor resucitado”.
En efecto, san Pablo lo expresó con incontenible emoción en este
texto, que recoge la segunda lectura de este domingo de Pascua: “Si
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allá arriba, donde
está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de
arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está
escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra,
entonces también vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria”
(Col 3, 1-4).
Propósito
Poner especial atención a la convivencia familiar, para que este día esté caracterizado por la alegría.
Diálogo con Cristo
Jesús, qué alegría poder celebrar la Pascua de Resurrección, con
júbilo festejo que has vencido el miedo al sufrimiento y a la muerte… y
todo para enseñarme un estilo de vida que me puede llevar a la plenitud
el amor. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! Rebosa mi corazón de esa
auténtica emoción que da una paz inigualable. Confío que no se apagará
por los problemas y contrariedades que hoy se puedan presentar, sé que
depende de mi actitud porque tu gracia lo hace posible.
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