El Papa en Fátima: Canonización de Jacinta y Francisco Marto
Texto de la homilía del papa en la misa de canonización de este día 13 de mayo de 2017
Tenemos una Madre. Fátima es un manto del luz que nos cubre. Seamos Iglesia misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica de amor.
Por: Redaccion Viajes pontificios | Fuente: ZENIT Roma / 13 de mayo de 2017
(ZENIT – Roma, 13 May. 2017).- En el día del centenario de la primera
de las apariciones de María en Fátima, dos de los tres pastorcitos
fueron canonizados: Santa Jacinta y san Francisco Marto.
Tras declararlos santos, en medio del júbilo generalizado y los
aplausos, el papa Francisco presidió la misa ante varios cientos de
miles de peregrinos reunidos en la explanada delante del santuario
mariano.
En la homilía el papa Francisco recordó algunos hechos de las
apariciones, reiteró con fuerza que “¡Tenemos Madre!”, que “Fátima es un
manto del luz que nos cubre”, e invitó a que “con la protección de
María, seamos en el mundo centinelas que sepan contemplar el verdadero
rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua, y descubramos de
nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es
misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica de amor”.
El texto:
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar
gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en
estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la
Virgen, desde este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los
cuatro ángulos de la tierra.
Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a
san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María
introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De
ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los
sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante
en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración
por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús
oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a
Jacinta, que había recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras,
muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no
tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante
del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?»
Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para
venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas.
Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la
esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis
hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los
enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los
pobres y los abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la
esperanza de que nos escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres,
con la certeza de que Dios nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los
demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno.
Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los
compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de
1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general
contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra
miopía.
No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo
puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho
fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos
precede.
Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De
este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha
sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para
encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y
llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo
centinelas que sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador,
que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y
hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora,
libre, fiel, pobre de medios y rica de amor.
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