Domingo 4 (B) de Cuaresma
Texto del Evangelio (Jn 3,14-21): En
aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente
en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que
todo el que crea tenga por Él vida eterna. Porque tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo
el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no
ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el
mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no
cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único
de Dios.
»Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran
malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz,
para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a
la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según
Dios».
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«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (Tremp, Lleida, España)
Hoy, la liturgia nos ofrece un aroma anticipado de la alegría
pascual. Los ornamentos del celebrante son rosados. Es el domingo
“laetare” que nos invita a una serena alegría. «Festejad a Jerusalén,
gozad con ella todos los que la amáis…», canta la antífona de entrada.
Dios
quiere que estemos contentos. La psicología más elemental nos dice que
una persona que no vive contenta acaba enferma, de cuerpo y de espíritu.
Ahora bien, nuestra alegría ha de estar bien fundamentada, ha de ser la
expresión de la serenidad de vivir una vida con sentido pleno. De otro
modo, la alegría degeneraría en superficialidad y majadería. Santa
Teresa distinguía con acierto entre la “santa alegría” y la “loca
alegría”. Esta última es sólo exterior, dura poco y deja un regusto
amargo.
Vivimos tiempos difíciles para la vida de fe.
Pero también son tiempos apasionantes. Experimentamos, en cierta manera,
el exilio babilónico que canta el salmo. Sí, también nosotros podemos
vivir una experiencia de exilio «llorando la nostalgia de Sión» (Sal
136,1). Las dificultades exteriores y, sobre todo, el pecado nos pueden
llevar cerca de los ríos de Babilonia. A pesar de todo, hay motivos de
esperanza, y Dios nos continúa diciendo: «Que se me pegue la lengua al
paladar si no me acuerdo de ti» (Sal 136,6).
Podemos
vivir siempre contentos porque Dios nos ama locamente, tanto que nos
«dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Pronto acompañaremos a este Hijo único
en su camino de muerte y resurrección. Contemplaremos el amor de Aquel
que tanto ama que se ha entregado por nosotros, por ti y por mí. Y nos
llenaremos de amor y miraremos a Aquel que han traspasado (Jn 19,37), y
crecerá en nosotros una alegría que nadie nos podrá quitar.
La
verdadera alegría que ilumina nuestra vida no proviene de nuestro
esfuerzo. San Pablo nos lo recuerda: no viene de vosotros, es un don de
Dios, somos obra suya (Col 1,11). Dejémonos amar por Dios y amémosle, y
la alegría será grande en la próxima Pascua y en la vida. Y no olvidemos
dejarnos acariciar y regenerar por Dios con una buena confesión antes
de Pascua.
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