Santa María Francisca de las Cinco Llagas llevó en su propio cuerpo las heridas de Cristo: pies, manos y costado; razón por la cual su nombre religioso evoca las llagas que llevó Nuestro Señor. Hoy, después de varios siglos, sus restos permanecen incorruptos.
El nombre de pila de Santa María Francisca fue Anna María Gallo, una mujer nacida en Nápoles (Italia), hija de comerciantes residentes del antiguo barrio español, una zona precaria de la ciudad. Dios le concedió el don de profecía, además de compartir los dolores de su Pasión y Muerte. Los napolitanos le profesan una gran devoción y le atribuyen haber intercedido por ellos durante los bombardeos acontecidos durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar de la continuidad y fiereza de los ataques, el barrio donde vivió permaneció intacto.
Anna María Gallo nació el 6 de octubre de 1715. De niña tuvo que trabajar obligada por su padre, que poseía un taller de hilados y mercería; mientras que su madre, una mujer muy piadosa, le leía libros sobre la fe y la llevaba a orar a la iglesia de Santa Lucía de la Cruz.
El párroco, admirado de su piedad y conocimiento del catecismo, le permitió que realice la Primera Comunión a los 8 años y que al año siguiente se convierta en catequista de niños.
Cuando cumplió 16 años, su padre decidió comprometerla en matrimonio con un joven rico que había pedido su mano, pero María Francisca le dijo que le había prometido a Dios permanecer soltera y virgen para dedicarse a la vida espiritual y la salvación de las almas.
Su padre rechazó tal posibilidad y la castigó encerrándola en su casa, propinándole azotes, alimentándola solo con pan y agua por varios días. Aquellos días fueron muy duros para Anna María, pero, al mismo tiempo, le ayudaron para acercarse aún más al corazón sufriente de Jeús, y compartir sus dolores. Su madre, por cuenta propia, logró que un sacerdote franciscano convenciera al padre de Anna María de que las pretensiones de su hija eran maduras y nacían de un corazón que amaba profundamente a Dios.
El 8 de septiembre de 1731 recibió el hábito de la orden terciaria franciscana y, contra lo que podía esperarse, la futura Santa María Francisca decidió seguir viviendo en la casa familiar como religiosa. Fue en su hogar, en el que se ocupaba de los quehaceres domésticos, donde compenetró su alma completamente con Dios en la oración. María Francisca entraba continuamente en éxtasis. La Virgen María solía aparecérsele dándole consuelo y encargándole algunos mensajes.
Tras la muerte de su madre, la Santa decidió abandonar su hogar y mudarse a una casa rural en la que permaneció los últimos 38 años de su vida. En esa casa continuó con la vida de oración, penitencia y sacrificio, los que siempre ofrecía por las almas del purgatorio y la conversión de los pecadores. Es en esta etapa de su vida donde recibiría los estigmas de Cristo.
Tras una serie de enfermedades que deterioraron su salud, murió santamente el 6 de octubre 1791.
Fue declarada venerable por Pío VII el 18 de mayo de 1803, beata por Gregorio XVI el 12 de noviembre de 1843 y santa por Pío IX el 29 de junio de 1867.
En 1901 fue declarada copatrona de la ciudad de Nápoles junto a San Genaro.
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