¡Oh! Beatas Santas y mártires de Compiègne, vosotras sois
las hijas del Dios de la Vida y sus amadas mártires que
ofrecisteis vuestras vidas por el "crimen" de ser católicas.
Vos, y Ana de Jesús y otras cuatro compañeras llegasteis a
Francia para hacer la reforma, pero fueron pasadas por la
guillotina. Os rehusasteis a quitaros vuestro hábito carmelita,
pero, todas os ofrecieron donar vuestras vidas al Señor,
siguiendo la inspiración de vuestra priora, la Beata Teresa
de San Agustín. El estado os quitó vuestra casa y a pesar de
que os separaron en grupos, continuasteis practicando la oración
y entregándoos a la penitencia como antes, como siempre. Pero,
los jacobinos os denunciaron al Comité de Salud Pública, diciendo
que, pese a la prohibición, seguíais viviendo en comunidad, que
celebrabais reuniones y manteníais correspondencia "criminal"
con fanáticos. Por ello, revisaron vuestros domicilios al detalle
encontrando objetos considerados comprometedores. A saber:
cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de novenas,
de escapularios, bien de dirección espiritual. Un retrato de
Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón, suficientes para
demostrar vuestra culpabilidad. El Comité, redactó un informe
lapidario y os recluyeron en el monasterio de la Visitación,
que se había convertido en cárcel. Entonces acordaron retractarse
del juramento prestado antes, “prefiriendo mil veces la muerte
mejor que ser culpables de un juramento así”. Entonces os
hicieron montar en dos carretas de paja y os ataron las manos
a la espalda hasta la Conserjería, antesala de la guillotina
que estaba abarrotada de sacerdotes y laicos cristianos
condenados. Nadie os ayudó a descender de los carros. Una de
vuestras hermanas Carlota, enferma y octogenaria, impedida por
las ataduras y la edad, no sabia cómo llegar al suelo y los
miserables conductores la cogieron y arrojaron violentamente.
y levantándose como pudo, dijo: “Créanme, no les guardo ningún
rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado
porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de
pasar la gloria y la dicha del martirio”. En la Conserjería
proseguisteis con vuestra vida de oración prescrita por la regla.
Todas vosotras nunca jamás os dejabais perturbar por las
noticias de aquellos días. Testigos de aquella época, decían
que se os podía oír todos los días, a las dos de la mañana,
recitando vuestros oficios. La fiesta de Nuestra Señora del
Carmen, la última para vosotras, la celebrasteis con
la mayor devoción y entusiasmo. Por la tarde os comunicaron
un aviso para que comparecieseis ante el Tribunal Revolucionario.
Cantasteis sobre la música de La Marsellesa, unos versos
improvisados, expresando fe en vuestra victoria. Ante el Tribunal
escuchasteis aquél día, cómo el acusador público,
Fouquier-Tinville, os atacaba sin piedad: “Aunque separadas en
diferentes casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios
en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían bajo la
obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus
votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio”.
Os sometieron a un interrogatorio muy breve y, sin llamar a
declarar a un solo testigo, el Tribunal os condenó a muerte
a las dieciséis carmelitas, declarándoos culpables de
organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de
sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos
que atentaban contra la libertad. Una de vuestras compañeras
sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al presidente qué
entendía por la palabra “fanático” que figuraba en el texto del
juicio, y la respuesta fue: “Entiendo por esa palabra su apego
a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión”.
Una hora después os condujeron a la plaza del Trono derrocado,
hoy plaza de la Nación. En el trayecto la gente os miraba pasar
demostrando diversidad de sentimientos, unos os injuriaban,
otros las admiraban. Pero vos y vuestras compañeras ibais
en paz. Cantasteis el Miserere y luego el Salve, Regina. Al
pie ya de la guillotina entonasteis el Te Deum, y, el Veni
Creator. Por último, hicisteis junto a vuestras compañeras la
renovación de vuestras promesas del bautismo y de vuestros votos
de religión. Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló
delante de vuestra priora, pidiéndole su bendición y que le
concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmo Laudate
Dominum omnes gentes, subió decidida los escalones de la
guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron
la escena. Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa
de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después
de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó,
con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo
su cabeza en las manos del verdugo. Así realizó lo que ella
solía decir: “El amor saldrá siempre victorioso. Cuando se ama
todo se puede”. Y, así entregasteis vuestras almas, al Dios Vivo
y eterno, para ser coronadas con corona de luz y eternidad;
"¡Oh! Beatas Santas y mártires vivas del Dios Vivo y eterno".
© Luis Ernesto Chacón Dekgado
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Las Beatas Mártires de Compiègne
La fiesta de Nuestra Señora del Carmen de 1794, celebrada en una horrible cárcel de París, tuvo augurios de sangre y de gloria para las monjas carmelitas descalzas del monasterio de Compiègne. Al día siguiente, las dieciséis hijas de Santa Teresa, novicia incluida, iban a ser conducidas a la guillotina por el crimen de ser católicas, “fanáticas” en el lenguaje revolucionario. Hacía siglo y medio que las carmelitas descalzas de Amiens habían fundado en Compiègne, una ciudad de Oise.
La fundación data de 1641, cuando hacía 37 años que había llegado a Francia para iniciar la reforma la Beata Ana de San Bartolomé con Ana de Jesús y otras cuatro monjas españolas. Al estallar la revolución (1789), las monjas rehusaron despojarse de su hábito carmelita, y cuando los disturbios fueron aumentando, entre junio y septiembre de 1792, siguiendo una inspiración que tuvo la priora Beata Teresa de San Agustín, todas se ofrecieron al Señor en holocausto para aplacar la cólera de Dios y para que la paz divina, traída al mundo por su amado Hijo, fuese devuelta a la Iglesia y al Estado. El acto de consagración, emitido incluso por dos religiosas ancianas que al principio se habían asustado ante el solo pensamiento de la guillotina, se convirtió en ofrecimiento diario hasta el día del martirio, dos años después.
La Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un decreto por el que se exigía que los religiosos fueran considerados como funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la Constitución y sus bienes serían confiscados. Era el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiègne, cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en el monasterio a hacer inventario de las posesiones de la comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos y abandonar su casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de las autoridades, firmaron el juramento de Libertad-Igualdad. Los religiosos que se negaban a firmarlo eran deportados. Después fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían en distintos domicilios, pero continuaron practicando la oración y entregándose a la penitencia como antes. La regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo posible en tales circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para denunciarlas al Comité de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.
El régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia y había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El rey había sido ejecutado y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte. La denuncia de las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían viviendo en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París. Convenía presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos objetos que fueron considerados de gran interés y altamente comprometedores. A saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de novenas, de escapularios, bien de dirección espiritual. También se halló un retrato de Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las monjas. El Comité, pues, redactó un informe en el que explicaba cómo, “considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las leyes, vivían en comunidad”, que su correspondencia era testimonio de que tramaban en secreto el restablecimiento de la Monarquía y la desaparición de la República, las mandaba detener y encerrar en prisión.
El 22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de la Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión final que sobre su suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el Comité local. Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes, “prefiriendo mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así”. Esta resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio. Transcurridos unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de tales órdenes fue exigido en términos que no admitían demora. No hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su ropa, que estaba mojada porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos carretas de paja y les ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo de soldados salieron para la capital. Su destino era la famosa prisión de la Conserjería, antesala de la guillotina y abarrotada de sacerdotes y laicos cristianos igualmente condenados.
Nadie ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje. A pesar de sus ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo transporte, fueron bajando solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabia cómo llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la cogieron y la arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las religiosas que dos años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una muerte en el patíbulo y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en este momento era ya valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los que la habían maltratado: “Créanme, no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de pasar la gloria y la dicha del martirio”. Como si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de oración prescrita por la regla. No se dejaban perturbar por los acontecimientos. Testigos dignos de crédito declararon que se las podía oír todos los días, a las dos de la mañana, recitar sus oficios. Su última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Carmen. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su comportamiento denotase la menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso para que compareciesen al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario.
La noticia no les impidió cantar, sobre la música de La Marsellesa, unos versos improvisados en los que expresaban al mismo tiempo fe en su victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento de Compiègne. Ante el Tribunal escucharon cómo el acusador público, Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: “Aunque separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio”.
Fueron sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que se llamara a declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos que atentaban contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al presidente qué entendía por la palabra “fanático” que figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue: “Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión”. Era su amor a Dios , su fidelidad a los votos y a la religión lo que las hacía merecedoras de la pena capital. Una hora después subían en las carretas que las conducirían a la plaza del Trono derrocado, hoy plaza de la Nación. En el trayecto la gente las miraba pasar demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros las admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era indiferente.
Cantaron el Miserere y luego el Salve, Regina. Al pie ya de la guillotina entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y, terminado éste, el Veni Creator. Por último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y de sus votos de religión. Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le pidió su bendición y que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmo Laudate Dominum omnes gentes, subió decidida los escalones de la guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo. Así realizó lo que ella solía decir: “El amor saldrá siempre victorioso. Cuando se ama todo se puede”.
Era el día 17 de julio de 1.794 por la tarde. Prevaleció un silencio absoluto durante todo el tiempo en que los ejecutores seguían el procedimiento. Las cabezas y los cuerpos de las mártires fueron enterrados en un pozo de arena profundo de casi nueve metros cuadrados en el cementerio parisino de Picpus. Como este pozo de arena fue el receptáculo de los cuerpos de 1298 víctimas de la Revolución, parece no haber muchas esperanzas de recuperar sus reliquias. Una placa de mármol con el nombre de las mártires y la fecha de su muerte figura sobre la fosa y en ella hay grabada una frase latina que dice: Beati qui in Domino moriuntur. Felices los que mueren en el Señor.
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