¡Oh!, San Pablo ermitaño, vos, sois el hijo del Dios
de la vida, quien, viendo, que, Decio, hereje y criminal
perseguía a los cristianos, para que, de su fe renegasen
y obligarlos a paganos volverse, vos, abandonasteis
la ciudad y al desierto marchasteis, para en una cueva
vivir por el resto de vuestra vida. Con hojas de palmera,
vuestro cuerpo cubríais y sus dátiles de alimento os
servían. Hacíais penitencias y oración para la conversión
de los pecadores, y vuestra vida pasasteis, orando,
ayunando y meditando por más de setenta años. Creíais
vos, que morirías sin volver a ver humano rostro, y sin
ser conocido por nadie; pero Dios, dispuso cumplir aquella
palabra que dijo Cristo: “Todo el que se humilla será
engrandecido”. Y, Dios altísimo, os mostró a San Antonio
Abad, otro monje habitante del desierto y permitió que
se vieran y luego de agradecerle a Él; dijisteis vos:
“Mira cómo es Dios de bueno. Cada día me manda medio pan,
pero como hoy has venido tú, el Señor me envía un pan
entero”. Vos, cuando sentíais que ibais a morir le dijisteis
a San Antonio: “Vete a tu monasterio y me traes el manto
que San Atanasio, el gran obispo, te regaló. Quiero que
me amortajen con ese manto”. Cuando ya venía de vuelta,
San Antonio contempló en una visión que vuestra alma,
al cielo rodeado de apóstoles y de ángeles subía. Y
exclamó: “Pablo, Pablo, ¿por qué te fuiste sin decirme
adiós?”. Y él, dijo de vos, a sus monjes: “Yo soy un
pobre pecador, pero en el desierto conocí a uno que era
tan santo como un Juan Bautista: era Pablo el ermitaño”.
Vos, os fuisteis de este mundo, en la ocupación a la
cual habíais dedicado la mayor parte de las horas de
vuestra vida: orar al Señor. Y, Antonio se preguntaba
cómo haría para cavar una sepultura allí, si no tenía
herramientas. Pero de pronto oyó que se acercaban dos
leones, como con muestras de tristeza y respeto, y ellos,
con sus garras cavaron una tumba entre la arena y se
fueron. Y allí depositó San Antonio, vuestro cadáver.
Vos, partisteis de este mundo a los ciento trece años
y cuando llevabais noventa años orando y penitencia
haciendo por la salvación del mundo. A vos, se os conoce
como el primero que en iros al desierto a vivir totalmente
retirado del mundo, dedicado a la oración y a la meditación.
San Jerónimo decía: “Si el Señor me pusiera a escoger,
yo preferiría la pobre túnica de hojas de palmera con la
cual se cubría Pablo el ermitaño, porque él era un santo,
y no el lujoso manto con el cual se visten los reyes tan
llenos de orgullo”. Y, así y luego de haberos gastado
en vida, en buena lid, voló vuestra alma al cielo para
coronada ser con corona de luz como premio a vuestro amor;
"¡Oh!, San Pablo, “vivo amor por el Dios Vivo y eterno".
© 2024 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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15 de Enero
San Pablo
Primer ermitaño
La vida de este santo fue escrita por el gran sabio San Jerónimo, en el año 400. Nació hacia el año 228, en Tebaida, una región que queda junto al río Nilo en Egipto y que tenía por capital a la ciudad de Tebas. Fue bien educado por sus padres, aprendió griego y bastante cultura egipcia. Pero a los 14 años quedó huérfano. Era bondadoso y muy piadoso. Y amaba enormemente a su religión.
En el año 250 estalló la persecución de Decio, que trataba no tanto de que los cristianos llegaran a ser mártires, sino de hacerlos renegar de su religión. Pablo se vio ante estos dos peligros: o renegar de su fe y conservar sus fincas y casas, o ser atormentado con tan diabólica astucia que lo lograran acobardar y lo hicieran pasarse al paganismo con tal de no perder sus bienes y no tener que sufrir más torturas. Como veía que muchos cristianos renegaban por miedo, y él no se sentía con la suficiente fuerza de voluntad para ser capaz de sufrir toda clase de tormentos sin renunciar a sus creencias, dispuso más bien esconderse. Era prudente.
Pero un cuñado suyo que deseaba quedarse con sus bienes, fue y lo denunció ante las autoridades. Entonces Pablo huyó al desierto. Allá encontró unas cavernas donde varios siglos atrás los esclavos de la reina Cleopatra fabricaban monedas. Escogió por vivienda una de esas cuevas, cerca de la cual había una fuente de agua y una palmera. Las hojas de la palmera le proporcionaban vestido. Sus dátiles le servían de alimento. Y la fuente de agua le calmaba la sed.
Al principio el pensamiento de Pablo era quedarse por allí únicamente el tiempo que durará la persecución, pero luego se dio cuenta de que en la soledad del desierto podía hablar tranquilamente a Dios y escucharle tan claramente los mensajes que Él le enviaba desde el cielo, que decidió quedarse allí para siempre y no volver jamás a la ciudad donde tantos peligros había de ofender a Nuestro Señor. Se propuso ayudar al mundo no con negocios y palabras, sino con penitencias y oración por la conversión de los pecadores.
Dice San Jerónimo que cuando la palmera no tenía dátiles, cada día venía un cuervo y le traía medio pan, y con eso vivía nuestro santo ermitaño. (La Iglesia llama ermitaño al que para su vida en una “ermita”, o sea en una habitación solitaria y retirada del mundo y de otras habitaciones).
Después de pasar allí en el desierto orando, ayunando, meditando, por más de setenta años seguidos, ya creía que moriría sin volver a ver rostro humano alguno, y sin ser conocido por nadie, cuando Dios dispuso cumplir aquella palabra que dijo Cristo: “Todo el que se humilla será engrandecido” y sucedió que en aquel desierto había otro ermitaño haciendo penitencia. Era San Antonio Abad. Y una vez a este santo le vino la tentación de creer que él era el ermitaño más antiguo que había en el mundo, y una noche oyó en sueños que le decían: “Hay otro penitente más antiguo que tú. Emprende el viaje y lo lograrás encontrar”. Antonio madrugó a partir de viaje y después de caminar horas y horas llegó a la puerta de la cueva donde vivía Pablo. Este al oír ruido afuera creyó que era una fiera que se acercaba, y tapó la entrada con una piedra. Antonio llamó por muy largo rato suplicándole que moviera la piedra para poder saludarlo.
Al fin Pablo salió y los dos santos, sin haberse visto antes nunca, se saludaron cada uno por su respectivo nombre. Luego se arrodillaron y dieron gracias a Dios. Y en ese momento llegó el cuervo trayendo un pan entero. Entonces Pablo exclamó: “Mira cómo es Dios de bueno. Cada día me manda medio pan, pero como hoy has venido tú, el Señor me envía un pan entero.”
Se pusieron a discutir quién debía partir el pan, porque este honor le correspondía al más digno. Y cada uno se creía más indigno que el otro. Al fin decidieron que lo partirían tirando cada uno de un extremo del pan. Después bajaron a la fuente y bebieron agua cristalina. Era todo el alimento que tomaban en 24 horas. Medio pan y un poco de agua. Y después de charlar de cosas espirituales, pasaron toda la noche en oración.
A la mañana siguiente Pablo anunció a Antonio que sentía que se iba a morir y le dijo: “Vete a tu monasterio y me traes el manto que San Atanasio, el gran obispo, te regaló. Quiero que me amortajen con ese manto”. San Antonio se admiró de que Pablo supiera que San Atanasio le había regalado ese manto, y se fue a traerlo. Pero temía que al volver lo pudiera encontrar ya muerto.
Cuando ya venía de vuelta, contempló en una visión que el alma de Pablo subía al cielo rodeado de apóstoles y de ángeles. Y exclamó: “Pablo, Pablo, ¿por qué te fuiste sin decirme adiós?”. (Después Antonio dirá a sus monjes: “Yo soy un pobre pecador, pero en el desierto conocí a uno que era tan santo como un Juan Bautista: era Pablo el ermitaño”).
Cuando llegó a la cueva encontró el cadáver del santo, arrodillado, con los ojos mirando al cielo y los brazos en cruz. Parecía que estuviera rezando, pero al no oírle ni siquiera respirar, se acercó y vio que estaba muerto. Murió en la ocupación a la cual había dedicado la mayor parte de las horas de su vida: orar al Señor.
Antonio se preguntaba cómo haría para cavar una sepultura allí, si no tenía herramientas. Pero de pronto oyó que se acercaban dos leones, como con muestras de tristeza y respeto, y ellos, con sus garras cavaron una tumba entre la arena y se fueron. Y allí depositó San Antonio el cadáver de su amigo Pablo.
San Pablo murió el año 342 cuando tenía 113 años de edad y cuando llevaba 90 años orando y haciendo penitencia en el desierto por la salvación del mundo. Se le llama el primer ermitaño, por haber sido el primero que se fue a un desierto a vivir totalmente retirado del mundo, dedicado a la oración y a la meditación.
San Antonio conservó siempre con enorme respeto la vestidura de San Pablo hecha de hojas de palmera, y él mismo se revestía con ella en las grandes festividades.
San Jerónimo decía: “Si el Señor me pusiera a escoger, yo preferiría la pobre túnica de hojas de palmera con la cual se cubría Pablo el ermitaño, porque él era un santo, y no el lujoso manto con el cual se visten los reyes tan llenos de orgullo”.
San Pablo el ermitaño con su vida de silencio, oración y meditación en medio del desierto, ha movido a muchos a apartarse del mundo y dedicarse con más seriedad en la soledad a buscar la satisfacción y la eterna salvación.
Oh Señor: Tu que moviste a San Pablo el primer ermitaño a dejar las vanidades del mundo e irse a la soledad del desierto a orar y meditar, concédenos también a nosotros, dedicar muchas horas en nuestra vida, apartados del bullicio mundanal, a orar, meditar y a hacer penitencia por nuestra salvación y por la conversión del mundo. Amen.
(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Pablo_Hermitaño.htm)
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