Artículo I
EXCELENCIA DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA
EXCELENCIA DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA
Es una verdad incontestable, que todas las religiones que existieron
desde el principio del mundo establecieron algún sacrificio que
constituyó la parte esencial del culto debido a Dios: empero, como sus
leyes eran o viciosas o imperfectas, también los sacrificios que
prescribían participaban de sus vicios o de sus imperfecciones. Nada más
vano que los sacrificios de los idólatras, y por consiguiente no hay
necesidad de mencionarlos. En cuanto a los de los hebreos, aun cuando
profesaban entonces la verdadera Religión, eran también pobres e
imperfectos, pues sólo consistían en figuras:
Infirma et egena elementa1, según expresión del Apóstol San Pablo,
porque no podían borrar los pecados ni conferir la divina gracia.
El sacrificio, pues, que poseemos en nuestra Santa Religión es el de
la Santa Misa, el único sacrificio santo y de todo punto perfecto. Por
medio de él todos los fieles pueden honrar dignamente a Dios,
reconociendo su dominio soberano sabre nosotros, y protestando al mismo
tiempo su propia nada. Por esta razón el santo rey David le llama
Sacrificium iustitiae2), sacrificio de justicia, no sólo porque contiene
al Justo por excelencia y al Santo de los Santos, o mejor dicho, a la
Justicia y Santidad por esencia, sino porque santifica las almas por la
infusión de la gracia y por la abundancia de dones celestiales que les
comunica. Siendo, pues, este augusto Sacrificio el más venerable y
excelente de todos, y a fin de que te formes la sublime idea que debes
tener de un tesoro tan precioso, vamos a explicar sucintamente algunas
de sus divinas excelencias, porque para explicarlas todas se necesitaba
otra inteligencia superior a la nuestra.
§ 1. El sacrificio de la Misa es igual al sacrificio de la Cruz
3. La principal excelencia del santo sacrificio de la Misa es que debe ser considerado como esencial y absolutamente el mismo que se ofreció sobre la cruz en la cima del Calvario, con esta sola diferencia: que el sacrificio de la cruz fue sangriento, y no se ofreció más que una vez, satisfaciendo plenamente el Hijo de Dios, con esta única oblación, por todos los pecados del mundo; mientras que el sacrificio del altar es un sacrificio incruento, que puede ser renovado infinitas veces, y que fue instituido para aplicar a cada uno en particular el precio universal que Jesucristo pagó sobre el Calvario por el rescate de todo el mundo. De esta manera, el sacrificio sangriento fue el medio de nuestra redención, y el sacrificio incruento nos da su posesión: el primero nos franquea el inagotable tesoro de los méritos infinitos de nuestro divino Salvador; el segundo nos facilita el uso de ellos poniéndolos en nuestras manos. La Misa, pues, no es una simple representación o la memoria únicamente de la Pasión y muerte del Redentor, sino la reproducción real y verdadera del sacrificio que se hizo en el Calvario; y así con toda verdad puede decirse que nuestro divino Salvador, en cada Misa que se celebra, renueva místicamente su muerte sin morir en realidad, pues está en ella vivo y al mismo tiempo sacrificado e inmolado: “Vidi (…) agnum stantem tamquam occisum”.
En el día de Navidad la Iglesia nos representa el Nacimiento del
Salvador; sin embargo, no es cierto que nazca en este día cada año. En
el día de la Ascensión y Pentecostés, la misma Iglesia nos representa a
Jesucristo subiendo a los cielos y al Espíritu Santo bajando a la
tierra; sin embargo, no es verdad que en todos los años y en igual día
se re-nueve la Ascensión de Jesucristo al cielo, ni la venida visible
del Espíritu Santo sobre la tierra. Todo esto es enteramente distinto
del misterio que se verifica sobre el altar, en donde se renueva
realmente, aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio que se
realizó sobre la cruz con efusión de sangre. El mismo Cuerpo, la misma
Sangre, el mismo Jesús que se ofreció en el Calvario, el mismo es el que
al presente se ofrece en la Misa.
Ésta es la obra de nuestra Redención, que continúa en su ejecución,
como dice la Iglesia: Opus nostrae redemptionis exercetur4. Sí,
exercetur; se ofrece hoy sobre los altares el mismo sacrificio que se
consumó sobre la cruz.
¡Oh, qué maravilla! Pues dime por favor. Si cuando te diriges a la
iglesia para oír la Santa Misa reflexionaras bien que vas al Cal-vario
para asistir a la muerte del Redentor, ¿irías a ella con tan poca
modestia y con un porte exterior tan arrogante? Si la Magdalena al
dirigir sus pasos al Calvario se hubiese prosternado al pie de la cruz,
estando engalanada y llena de perfumes, como cuando deseaba brillar a
los ojos de sus amantes, ¿qué se hubiera pensado de ella? Pues bien;
¿qué se dirá de ti que vas a la Santa Misa adornado como para un baile?
¿Y qué será si vas a profanar un acto tan santo con miradas y señas
indecentes, con palabras inútiles y encuentros culpables y sacrílegos?
Yo digo que la iniquidad es un mal en todo tiempo y lugar; pero los
pecados que se cometen durante la celebración del santo sacrificio de la
Misa y en presencia de los altares, son pecados que atraen sobre sus
autores la maldición del Señor: Maledictus qui facit opus Domini
fraudulenter5. Medítalo atentamente mientras que te manifiesto otras
maravillas y excelencias de tan precioso tesoro.
§ 2. El santo sacrificio de la Misa tiene por principal sacerdote al mismo
Jesucristo. Funciones del celebrante y de los asistentes
Jesucristo. Funciones del celebrante y de los asistentes
4. Imposible parece poderse hallar una prerrogativa más excelente del
sacrificio de la Misa, que el poderse decir de él que es, no sólo la
copia, sino también el verdadero y exacto original del sacrificio de la
cruz; y, sin embargo, lo que lo realza más todavía, es que tiene por
sacerdote un Dios hecho hombre. Es indudable que en un sacrificio hay
tres cosas que considerar: el sacerdote que lo ofrece, la Víctima que
ofrece, y la majestad de Aquél a quien se ofrece. He aquí, pues, el
maravilloso conjunto que nos presenta el santo sacrificio de la Misa
bajo estos tres puntos de vista. El sacerdote que lo ofrece es un
Hombre-Dios, Jesucristo; la víctima ofrecida es la vida de un Dios, y
aquél a quien se ofrece no es otro que Dios. Aviva, pues, tu fe, y
reconoce en el sacerdote celebrante la adorable persona de Nuestro Señor
Jesucristo.
Él es el primer sacrificador, no solamente por haber instituido este
sacrificio y por-que le comunica toda su eficacia en virtud de sus
méritos infinitos, sino también por-que, en cada Misa, Él mismo se digna
convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre preciosísima. Ve,
pues, cómo el privilegio más augusto de la Santa Misa es el tener por
sacerdote a un Dios hecho hombre. Cuando consideres al sacerdote en el
altar, ten presente que su dignidad principal consiste en ser el
ministro de este Sacerdote invisible y eterno, nuestro Redentor. De aquí
resulta que el sacrificio de la Misa no deja de ser agradable a Dios,
cualquiera que sea la indignidad del sacerdote que celebra, puesto que
el principal sacrificador es Jesucristo Nuestro Señor, y el sacerdote
visible no es más que su humilde ministro.
Así como el que da limosna por mano de uno de sus servidores es
considerado justamente como el donante principal; y aun cuando el
servidor sea un pérfido y un mal-vado, siendo el señor un hombre justo,
su limosna no deja de ser meritoria y santa.
¡Bendita sea eternamente la misericordia de nuestro Dios por habernos
dado un sacerdote santo, santísimo, que ofrece al Eterno Padre este
Divino Sacrificio en todos los países, puesto que la luz de la fe
ilumina hoy al mundo entero! Sí, en todo tiempo, todos los días y a
todas horas; porque el sol no se oculta a nuestra vista sino para
alumbrar a otros puntos del globo; a todas horas, por consiguiente, este
Sacerdote santo ofrece a su Eterno Padre su Cuerpo, su Sangre, su Alma,
a sí mismo, todo por nosotros, y tantas veces como Misas se celebren en
todo el universo. ¡Oh, qué inmenso y precioso tesoro! ¡Qué mina de
riquezas inestimables poseemos en la Iglesia de Dios! ¡Qué dicha la
nuestra si pudiéramos asistir a todas esas Misas! ¡Qué capital de
méritos adquiriríamos! ¡Qué cosecha de gracias recogeríamos durante
nuestra vida, y qué inmensidad de gloria para la eternidad, asistiendo
con fervor a tantos y tan Santos Sacrificios!
5. Pero ¿qué digo, asistiendo? Los que oyen la Santa Misa, no
solamente desempeñan el oficio de asistentes, sino también el de
oferentes; así que con razón se les puede llamar sacerdotes: Fecisti nos
Deo nostro regnum, et sacerdotes6. El celebrante es, en cierto modo, el
ministro público de la Iglesia, pues obra en nombre de todos: es el
mediador de los fieles, y particularmente de los que asisten a la Santa
Misa, para con el Sacerdote invisible, que es Jesucristo Nuestro Señor; y
juntamente con Él, ofrece al Padre Eterno, en nombre de todos y en el
suyo, el precio infinito de la redención del género humano. Sin embargo,
no está solo en el ejercicio de este augusto misterio; con él concurren
a ofrecer el sacrificio todos los que asisten a la Santa Misa. Por eso
el celebrante al dirigirse a los asistentes, les dice: Orate, fratres:
“Orad, hermanos, para 6 “Nos has hecho para nuestro Dios un reino y
sacerdotes” (Ap. 5,10) . (N. del E.). que mi sacrificio, que también es
el vuestro, sea agradable a Dios Padre todopoderoso”.
Por estas palabras nos da a entender que, aun cuando él desempeña en
el altar el principal papel de ministro visible, no obstante todos los
presentes hacen con él la ofrenda de la Víctima Santa.
Así, pues, cuando asistes a la Misa, desempeñas en cierto sentido las
funciones de sacerdote. ¿Qué dices ahora? ¿Te atreverás toda-vía de
aquí en adelante a oír la Santa Misa sentado desde el principio hasta el
fin, charlando, mirando a todas partes, o quizás medio dormido,
satisfecho con pronunciar bien o mal algunas oraciones vocales, sin
fijar la atención en que desempeñas el tremendo ministerio de sacerdote?
¡Ah! Yo no puedo menos de exclamar: ¡Oh, mundo ignorante, que nada
comprendes de misterios tan sublimes! ¡Cómo es posible estar al pie de
los altares con el espíritu distraído y el corazón disipado, cuando los
Ángeles están allí temblando de respeto y poseídos de un santo temor a
vista de los efectos de una obra tan asombrosa!
§ 3. El sacrificio de la Misa es el prodigio más asombroso de cuantos ha
hecho la Omnipotencia divina
hecho la Omnipotencia divina
6. ¿Te admirarás acaso al oírme decir que la Santa Misa es una obra
asombrosa? ¡Ah! ¿Tan poca cosa es a tus ojos la maravilla que se
verifica a la palabra de un simple sacerdote? ¿Qué lengua de hombres, ni
aun de ángeles, podrá explicar jamás un poder tan ilimitado? ¿Quién
hubiera podido concebir que la voz de un hombre, que ni aun puede sin
algún esfuerzo levantar una paja, debería estar por gracia, dotada de
una fuerza tan prodigiosa que obligase al Hijo de Dios a bajar del cielo
a la tierra? Éste es un poder mucho mayor que el de trasladar los
montes de un lugar a otro, secar el Océano, o detener el curso de los
astros. Éste es un poder que de algún modo rivaliza con aquel primer
Fiat, por medio del cual sacó Dios el mundo de la nada y que parece
aventajar, en cierto sentido, al otro Fiat, por el cual la Santísima
Virgen recibió en su seno al Verbo Eterno.
Con efecto, la Santísima Virgen no hizo más que suministrar la
materia para el Cuerpo del Salvador, que fue formado de su substancia,
es decir, de su preciosísima sangre, pero no por medio de Ella, ni de su
operación; mientras que la voz del sacerdote, en cuanto obra como
instrumento de Nuestro Señor Jesucristo, en el acto de la consagración
re-produce de una manera admirable al Hombre-Dios, bajo las especies
sacramentales, y esto tantas cuantas veces consagra.
El Beato Juan el Bueno de Mantua con un milagro hizo conocer en
cierto día esta verdad a un ermitaño, compañero suyo. No podía éste
comprender que la palabra del sacerdote fuese bastante poderosa para
convertir la substancia del pan y del vino, en el Cuerpo y Sangre de
Nuestro Señor Jesucristo; y, lo que aún es más lamentable, cedió a las
sugestiones del demonio. Tan pronto el venerable Siervo de Dios se
apercibió del gravísimo error de su compañero, lo condujo cerca de una
fuente, de la que sacó un poco de agua, que le hizo tomar. El ermitaño,
después de haberla bebido, declaró que jamás había gustado un vino tan
delicado. Pues bien, le dijo entonces el Siervo de Dios, ¿veis lo que
significa este prodigio? Si por mi mediación, y eso que no soy más que
un miserable mortal, la virtud divina ha mudado el agua en vino, ¿con
cuánta mayor razón debéis creer que por medio de las palabras del
sacerdote, que son las palabras del mismo Dios, el pan y el vino se
convierten en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo?
¿Quién, pues, se atreverá a fijar límites a la omnipotencia de Dios?
Esto bastó para ilustrar a aquel afligido solitario, quien, alejando de
repente todas las dudas que atormentaban su alma, hizo una austera
penitencia de su pecado.
Tengamos fe, pero fe viva, y confesaremos que son innumerables las
maravillosas excelencias contenidas en este adorable Sacrificio.
Entonces no nos asombraremos viendo renovarse a cada instante, y en mil y
mil lugares diversos, el prodigio de la multiplicación de la Humanidad
sacratísima del Salvador, por la cual goza de una especie de inmensidad
no concedida a ningún otro cuerpo, y reservada a ella sola en recompensa
de una vida inmolada al Altísimo. Esto es lo que el demonio, hablando
por boca de una obsesa o endemoniada, hizo comprender a un judío
incrédulo, valiéndose de una comparación material y ordinaria.
Encontrábase este judío en una plaza pública con otras muchas
personas entre las cuales estaba la obsesa, cuando vio pasar un
sacerdote que, seguido de una numerosa comitiva, llevaba a un enfermo el
Sagrado Viático. Todos se arrodillaron al instante para adorar al
Santísimo Sacramento; pero el judío permaneció inmóvil y no dio la menor
señal de respeto. Apercibiéndose de ello la obsesa, se levantó con ira,
y dando al judío un fuerte bofetón, le quitó con violencia su sombrero.
“Desgraciado, le dice, ¿por qué no rindes homenaje al verdadero Dios,
que está presente en este Divino Sacramento? — ¿Qué verdadero Dios?
replicó el judío; si así fuese, pudiera decirse que había muchos dioses,
puesto que cuando se celebra la Misa hay uno en cada altar”. Al oír
estas palabras tomó la obsesa una criba, y poniéndola en frente del sol,
le dijo al judío que mirase los rayos que pasaban por medio de los
agujeros, y en seguida añadió: “Dime, judío, ¿son muchos los soles que
atraviesan esta criba, o no hay más que uno?” El judío contestó que sólo
había uno, no obstante la multiplicación de rayos. “¿Por qué te
asombras, pues, repuso la obsesa, de que un Dios hecho hombre, aun-que
uno, indivisible e inmutable, se ponga por un exceso de amor, real y
verdadera-mente presente bajo los velos del Sacramento y sobre muchos
altares a la vez?” Esta reflexión fue bastante para confundir la
perfidia del judío, que se vio obligado a confesar la verdad de la fe.
¡Oh fe santa! Necesitamos un rayo de tu luz para repetir con fervor:
¿Quién se atreverá jamás a fijar límites a la omnipotencia de Dios? La
sublime idea que Santa Teresa de Jesús había concebido de esta
omnipotencia, le hacía decir a menudo, que cuanto más profundos e
Inaccesibles a nuestro entendimiento eran los misterios de nuestra
Religión, más se adhería a ellos, con más firmeza y devoción, sabiendo
muy bien que el Todo-poderoso puede hacer, si es de su divino agrado,
prodigios infinitamente más admirables que todo cuanto vemos. Aviva,
pues, mucho tu fe, y confesarás que este Divino Sacrificio es el milagro
de los milagros, la maravilla de las maravillas, y que su principal
excelencia consiste en ser incomprensible a nuestra débil inteligencia, y
lleno de asombro di una y mil veces: ¡Ah qué gran tesoro! ¡Cuán inmenso es! Pero si su prodigiosa excelencia no basta a conmoverte, te
conmoverás, sin duda, en vista de la suprema necesidad que tenemos de
este Santísimo Sacrificio. (Continuará…)
Fuente: “El Tesoro Escondido de la Santa Misa”
Autor: San leonardo de porto Maurizio (1676-1751)
Autor: San leonardo de porto Maurizio (1676-1751)
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