Oh, San Severino, vos, sois el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, y, a quien, Él,
le proveyó de maravillosos dones: el de profecía
y el del buen consejo, que el Espíritu Santo,
para vos, administraba, por vuestra oración
constante y fe inmaculada. Y, Vos, a menudo
repetíais la bíblica palabra: “Para los que
hacen el bien, habrá gloria, honor y paz. Pero,
para los que hacen el mal, la tristeza y castigos
vendrán”. Y, anunciando que quienes dicen:
“He pecado y nada malo me ha pasado”, están
completamente equivocados, pues todo pecado,
trae del cielo, castigos”. Y, esto, a muchos
frenaba y les impedía seguir por la senda del
vicio y del mal. “El remedio es rezar, dar
limosnas a los pobres y hacer penitencia”.
Y, la gente os oía, reflexionaba y carne la
hacía. “No te dejará mi Señor Jesucristo
que pases del sitio donde está su santa cruz”.
Así, le hablasteis al Danubio, y el río os
obedeció y nunca más pasaron sus crecientes
de donde dejasteis la Cruz que vos pusisteis.
¡Qué maravilla vuestro obrar! ¡Qué talento!
¡Que profecías! ¡Qué amor! Partisteis de este
mundo, vuestra célebre frase pronunciando:
“Todo ser que tiene vida, alabe al Señor”.
Y, fue justo vuestro premio, pues, corona
de luz, recibisteis por vuestro grande amor;
oh, San Severino; “viva profecía del Dios vivo”.
de la vida y su amado santo, y, a quien, Él,
le proveyó de maravillosos dones: el de profecía
y el del buen consejo, que el Espíritu Santo,
para vos, administraba, por vuestra oración
constante y fe inmaculada. Y, Vos, a menudo
repetíais la bíblica palabra: “Para los que
hacen el bien, habrá gloria, honor y paz. Pero,
para los que hacen el mal, la tristeza y castigos
vendrán”. Y, anunciando que quienes dicen:
“He pecado y nada malo me ha pasado”, están
completamente equivocados, pues todo pecado,
trae del cielo, castigos”. Y, esto, a muchos
frenaba y les impedía seguir por la senda del
vicio y del mal. “El remedio es rezar, dar
limosnas a los pobres y hacer penitencia”.
Y, la gente os oía, reflexionaba y carne la
hacía. “No te dejará mi Señor Jesucristo
que pases del sitio donde está su santa cruz”.
Así, le hablasteis al Danubio, y el río os
obedeció y nunca más pasaron sus crecientes
de donde dejasteis la Cruz que vos pusisteis.
¡Qué maravilla vuestro obrar! ¡Qué talento!
¡Que profecías! ¡Qué amor! Partisteis de este
mundo, vuestra célebre frase pronunciando:
“Todo ser que tiene vida, alabe al Señor”.
Y, fue justo vuestro premio, pues, corona
de luz, recibisteis por vuestro grande amor;
oh, San Severino; “viva profecía del Dios vivo”.
© 2015 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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8 de Enero
San Severino
Predicador
San Severino
Predicador
Murió el 9 de enero del año 482, pronunciado la última frase del
último salmo de la S. Biblia (el 150): “Todo ser que tiene vida, alabe
al Señor”.
Había nacido probablemente en Roma el año 410. Es patrono de Viena (Austria) y de Baviera (Alemania).
Su biografía la escribió su discípulo Eugipio. A nadie decía que era
de Roma (la capital del mundo en ese entonces) ni que provenía de una
familia noble y rica, pero su perfecto modo de hablar el latín y sus
exquisitos modales y su trato finísmo lo decían.
San Severino tenía el don de profecía (anunciar el futuro) y el don
de consejo, dos preciosos dones que el Espíritu Santo regala a quienes
le rezan con mucha fe.
Se fue a misionar en las orillas del río Danubio en Austria y anunció
a las gentes de la ciudad de Astura que si no dejaban sus vicios y no
se dedicaban a rezar más y a hacer sacrificios, iban a sufrir un gran
castigo. Nadie le hizo caso, y entonces él, declarando que no se hacía
responsable de la mala voluntad de esas cabezas tan duras, se fue a la
ciudad de Cumana. Pocos días después llegaron los terribles “Hunos”,
bárbaros de Hungría, y destruyeron totalmente la ciudad de Astura, y
mataron a casi todos sus habitantes.
En Cumana, el santo anunció que esa ciudad también iba a recibir
castigos si la gente no se convertía. Al principio nadie le hacía caso,
pero luego llegó un prófugo que había logrado huir de Astura y les dijo:
“Nada de lo terrible que nos sucedió en mi ciudad habría sucedido si le
hubiéramos hecho caso a los consejos de este santo. El quiso
liberarnos, pero nosotros no quisimos dejarnos ayudar”. Entonces las
gentes se fueron a los templos a orar y se cerraron las cantinas, y
empezaron a portarse mejor y a hacer pequeños sacrificios, y cuando ya
los bárbaros estaban llegando, un tremendo terremoto los hizo salir
huyendo. Y no entraron a destruir la ciudad.
En Faviana, una ciudad que quedaba junto al Danubio, había mucha
carestía porque la nieve no dejaba llegar barcos con comestibles. San
Severino amenazó con castigos del cielo a los que habían guardado
alimentos en gran cantidad, si no los repartían. Ellos le hicieron caso y
los repartieron. Entonces el santo, acompañado de mucho pueblo, se puso
a orar y el hielo del río Danubio se derritió y llegaron barcos con
provisiones.
Su discípulo preferido, Bonoso, sufría mucho de un mal de ojos. San
Severino curaba milagrosamente a muchos enfermos, pero a su discípulo no
lo quiso curar, porque le decía: “Enfermo puedes llegar a ser santo.
Pero si estás muy sano te vas a perder.” Y por 40 años sufrió Bonoso su
enfermedad, pero llegó a buen grado de santidad.
El santo iba repitiendo por todas partes aquella frase de la S.
Biblia: “Para los que hacen el bien, habrá gloria, honor y paz. Pero
para los que hacen el mal, la tristeza y castigos vendrán” (Romanos 2). Y
anunciaba que no es cierto lo que se imaginan muchos pecadores: “He
pecado y nada malo me ha pasado”. Pues todo pecado trae castigos del
cielo. Y esto detenía a muchos y les impedía seguir por el camino del
vicio y del mal.
San Severino era muy inclinado por temperamento a vivir retirado
rezando y por eso durante 30 años fue fundando monasterios, pero las
inspiraciones del cielo le mandaban irse a las multitudes a predicar
penitencia y conversión. Buscando pecadores para convertir recorría
aquellas inmensas llanuras de Austria y Alemania, siempre descalzo,
aunque estuviera andando sobre las más heladas nieves, sin comer nada
jamás antes de que se ocultara el sol cada día; reuniendo multitudes
para predicarles la penitencia y la necesidad de ayudar al pobre y
sanando enfermos, despertando en sus oyentes una gran confianza en Dios y
un serio temor a ofenderle; vistiendo siempre una túnica desgastada y
vieja, pero venerado y respetado por cristianos y bárbaros, y por pobres
y ricos, pues todos lo consideraban un verdadero santo.
Se encontró con Odoacro, un pequeño reyezuelo, y le dijo
proféticamente: “Hoy te vistes simplemente con una piel sobre el hombro.
Pronto repartirás entre los tuyos los lujos de la capital del mundo”. Y
así sucedió. Odoacro con sus Hérulos conquistó Roma, y por cariño a San
Severino respetó el cristianismo y lo apoyó.
Cuando Odoacro desde Roma le mandó ofrecer toda clase de regalos y de
honores, el santo lo único que le pidió fue que respetara la religión y
que a un pobre hombre que habían desterrado injustamente, le concediera
la gracia de poder volver a su patria y a su familia. Así se hizo.
Giboldo, rey de los bárbaros alamanos, pensaba destruir la ciudad de
Batavia, San Severino le rogó por la ciudad y el rey bárbaro le perdonó
por el extraordinario aprecio que le tenía a la santidad de este hombre.
En otra ciudad predicó la necesidad de hacer penitencia. La gente
dijo que en vez de enseñarles a hacer penitencia les ayudara a comerciar
con otras ciudades. El les respondió: “¿Para qué comerciar, si esta
ciudad se va a convertir en un desierto a causa de la maldad de sus
habitantes?”. Y se alejó de la ciudad. Poco después llegaron los
bárbaros y destruyeron la ciudad y mataron a mucha gente.
En Tulnman llegó una terrible plaga que destruía todos los cultivos.
La gente acudió a San Severino, el cual les dijo: “El remedio es rezar,
dar limosnas a los pobres y hacer penitencia”. Toda la gente se fue al
templo a rezar con él. Menos un hacendado que se quedó en su campo por
pereza de ir a rezar. A los tres días la plaga se había ido de todas las
demás fincas, menos de la inca del haciendo perezoso, el cual vio
devorada por plagas toda su cosecha de ese año.
En Kuntzing, ciudad a las orillas del Danubio, este río hacía grandes
destrozos en sus inundaciones, y le hacía mucho daño al templo católico
que estaba construido a la orilla de las aguas. San Severino llegó,
colocó una gran cruz en la puerta de la Iglesia y dijo al Danubio: “No
te dejará mi Señor Jesucristo que pases del sitio donde está su santa
cruz”. El río obedeció siempre y ya nunca pasaron sus crecientes del
lugar donde estaba la cruz puesta por el santo.
El 6 de enero del año 482, fiesta de la Epifanía, sintió que se iba a
morir, llamó entonces a las autoridades civiles de la ciudad y les
dijo: “Si quieren tener la bendición de Dios respeten mucho los derechos
de los demás. Ayuden a los necesitados y esmérense por ayudar todo lo
más posible a los monasterios y a los templos”. Y entonando el salmo 150
se murió, el 8 de enero.
A los seis años fueron a sacar sus restos y lo encontraron
incorrupto, como si estuviera recién enterrado. Al levantarle los
párpados vieron que sus bellos ojos azules brillaban como si apenas
estuviera dormido.
Sus restos han sido venerados por muchos siglos, en Nápoles. En
Austria todavía se conserva en uno de los conventos fundados por él, la
celda donde el santo pasaba horas y horas rezando por la conversión de
los pecadores y la paz del mundo.
Señor Jesús: que no nos suceda nunca ser castigados por la
justicia Divina como aquellos pueblos que no quisieron escuchar la
invitación de San Severino a convertirse. Recuérdanos la frase del libro
santo: “Hoy si escucháis la voz de Dios no endurezcáis vuestro corazón”
(Salmo 94). Que escuchemos siempre a los profetas que nos llaman a la
conversión, y que dejando nuestra mala vida pasada, salvemos nuestra
alma. Amén.
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