P. Jacques PHILIPPE (Cordes sur Ciel, Francia)
Hoy no meditamos un evangelio en particular, puesto que es un día que
carece de liturgia. Pero, con María, la única que ha permanecido firme
en la fe y en la esperanza después de la trágica muerte de su Hijo, nos
preparamos, en el silencio y en la oración, para celebrar la fiesta de
nuestra liberación en Cristo, que es el cumplimiento del Evangelio.
La
coincidencia temporal de los acontecimientos entre la muerte y la
resurrección del Señor y la fiesta judía anual de la Pascua, memorial de
la liberación de la esclavitud de Egipto, permite comprender el sentido
liberador de la cruz de Jesús, nuevo cordero pascual cuya sangre nos
preserva de la muerte.
Otra coincidencia en el tiempo, menos
señalada pero sin embargo muy rica en significado, es la que hay con la
fiesta judía semanal del “Sabbat”. Ésta empieza el viernes por la tarde,
cuando la madre de familia enciende las luces en cada casa judía,
terminando el sábado por la tarde. Esto recuerda que después del trabajo
de la creación, después de haber hecho el mundo de la nada, Dios
descansó el séptimo día. Él ha querido que también el hombre descanse el
séptimo día, en acción de gracias por la belleza de la obra del
Creador, y como señal de la alianza de amor entre Dios e Israel, siendo
Dios invocado en la liturgia judía del Sabbat como el esposo de Israel.
El Sabbat es el día en que se invita a cada uno a acoger la paz de Dios,
su “Shalom”.
De este modo, después del doloroso trabajo de la
cruz, «retoque en que el hombre es forjado de nuevo» según la expresión
de Catalina de Siena, Jesús entra en su descanso en el mismo momento en
que se encienden las primeras luces del Sabbat: “Todo se ha cumplido”
(Jn 19,3). Ahora se ha terminado la obra de la nueva creación: el hombre
prisionero antaño de la nada del pecado se convierte en una nueva
criatura en Cristo. Una nueva alianza entre Dios y la humanidad, que
nada podrá jamás romper, acaba de ser sellada, ya que en adelante toda
infidelidad puede ser lavada en la sangre y en el agua que brotan de la
cruz.
La carta a los Hebreos dice: «Un descanso, el del séptimo
día, queda para el pueblo de Dios» (Heb 4,9). La fe en Cristo nos da
acceso a ello. Que nuestro verdadero descanso, nuestra paz profunda, no
la de un solo día, sino para toda la vida, sea una total esperanza en la
infinita misericordia de Dios, según la invitación del Salmo 16: «Mi
carne descansará en la esperanza, pues tu no entregarás mi alma al
abismo». Que con un corazón nuevo nos preparemos para celebrar en la
alegría las bodas del Cordero y nos dejemos desposar plenamente por el
amor de Dios manifestado en Cristo.
+ Rev. D. Joan BUSQUETS i Masana (Sabadell, Barcelona, España)
Hoy, propiamente, no hay “evangelio” para meditar o —mejor dicho— se
debería meditar todo el Evangelio en mayúscula (la Buena Nueva), porque
todo él desemboca en lo que hoy recordamos: la entrega de Jesús a la
Muerte para resucitar y darnos una Vida Nueva.
Hoy, la Iglesia no
se separa del sepulcro del Señor, meditando su Pasión y su Muerte. No
celebramos la Eucaristía hasta que haya terminado el día, hasta mañana,
que comenzará con la Solemne Vigilia de la resurrección. Hoy es día de
silencio, de dolor, de tristeza, de reflexión y de espera. Hoy no
encontramos la Reserva Eucarística en el sagrario. Hay sólo el recuerdo y
el signo de su “amor hasta el extremo”, la Santa Cruz que adoramos
devotamente.
Hoy es el día para acompañar a María, la madre. La
tenemos que acompañar para poder entender un poco el significado de este
sepulcro que velamos. Ella, que con ternura y amor guardaba en su
corazón de madre los misterios que no acababa de entender de aquel Hijo
que era el Salvador de los hombres, está triste y dolida: «Vino a los
suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). Es también la
tristeza de la otra madre, la Santa Iglesia, que se duele por el rechazo
de tantos hombres y mujeres que no han acogido a Aquel que para ellos
era la Luz y la Vida.
Hoy, rezando con estas dos madres, el
seguidor de Cristo reflexiona y va repitiendo la antífona de la plegaria
de Laudes: «Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte y una
muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que
está sobre todo nombre» (cf. Flp 2,8-9).
Hoy, el fiel cristiano
escucha la Homilía Antigua sobre el Sábado Santo que la Iglesia lee en
la liturgia del Oficio de Lectura: «Hoy hay un gran silencio en la
tierra. Un gran silencio y soledad. Un gran silencio porque el Rey
duerme. La tierra se ha estremecido y se ha quedado inmóvil porque Dios
se ha dormido en la carne y ha resucitado a los que dormían desde hace
siglos. Dios ha muerto en la carne y ha despertado a los del abismo».
Preparémonos
con María de la Soledad para vivir el estallido de la Resurrección y
para celebrar y proclamar —cuando se acabe este día triste— con la otra
madre, la Santa Iglesia: ¡Jesús ha resucitado tal como lo había
anunciado! (cf. Mt 28,6).
Pensamientos para el Evangelio de hoy
- «¿Qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre, que
no fuese un ídolo fabricado por su corazón? Era incomprensible e
inaccesible, invisible y superior a todo pensamiento humano; pero ahora
ha querido ser comprendido. ¿De qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo
en un pesebre, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o
bien colgando de la cruz…» (San Bernardo)
- «La tiniebla
divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un
sábado santo, habla a nuestras conciencias. Tiene en sí algo consolador
porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de
su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe
es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin
fronteras» (Benedicto XVI)
- «La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que la Persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque ‘no era posible que la muerte lo dominase’ (Hch 2,24) (…). La Resurrección de Jesús ‘al tercer día’ (1Cor 15,4) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 627)
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