¡Oh!, San Juan Bautista Rossi, vos el hijo del Dios
de la vida y su amado santo, que aceptasteis el
mortificaros, el sufrir y el trabajar cada día, haciendo
el bien a cada instante y en cada momento, a ello
sumando vuestra infinita paciencia, con todos,
de especial manera con los pobres, enfermos
y abandonados, a quienes amabais con piedad
y amor, y les enseñabais el catecismo y los
preparabais para los sacramentos santos recibir.
“Antes yo me preguntaba cuál sería el camino
para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas
Y he descubierto que la ayuda que yo puedo
dar a los que se quieren salvar es: ¡confesarlos!
Es increíble el gran bien que se puede hacer
en la confesión”, dijisteis vos en cierta ocasión
a un amigo vuestro y, aquella labor no la dejasteis
nunca más pues, como abejas atraídas a un panal,
así los penitentes acudían ante vos, para absueltos
ser de sus pecados y cada penitente rebosante
de alma pura, a otras tantas traía, para amistarlas,
con Dios. Confesabais y predicabais a presos
y carceleros; a enfermos, pobres, desamparados
y niños de la calle y comunes pecadores.Y, todos
os rendían ante vuestros consejos y palabras de
amor. Para ellos habíais venido al mundo, y por
ellos, vuestra vida entregasteis al Padre; quien
con justicia plena, os coronó con corona de luz
y eternidad, Santo Confesor del Dios Vivo y eterno
¡oh!, San Juan Bautista Rossi, «vivo amor por Cristo».
© 2022 by Luis Ernesto Chacón Delgado
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23 de Mayo
San Juan Bautista Rossi
Confesor
(Año 1764)
«Todo el bien que habéis hecho a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo habéis hecho». (Jesucristo).
Nació en 1698, en un pueblecito cerca de Génova (Italia). Cuando tenía diez años, fueron a su pueblo dos esposos muy piadosos a veranear y al ver lo piadoso y bueno que era el muchachito, pidieron permiso a sus padres para llevarlos a su casa de Génova y educarlo allá. Y sucedió que a la casa de estos esposos iban frecuentemente de visita unos padres capuchinos a pedir ayuda para los pobres y estos religiosos le dieron recomendaciones tan laudatorias del buen joven al Padre Provincial que éste lo recomendó a un Canónigo de Roma el cual lo llevó a estudiar a la ciudad eterna.
En el Colegio Romano hizo estudios con gran aplicación, ganándose la simpatía de sus profesores y compañeros, y fue ordenado sacerdote, a los 23 años. Leyó un libro algo exagerado que recomendaba hacer penitencias muy fuertes, y se dedicó a mortificarse en el comer, en el beber y en el dormir, tan exageradamente que le sobrevino una depresión nerviosa que lo dejó varios meses sin poder hacer nada. Logró rehacer sus fuerzas, pero de ahí en adelante tuvo siempre que luchar contra su mala salud.
Y aprendió que la mejor mortificación es aceptar los sufrimientos y trabajos de cada día, y hacer bien en cada momento lo que tenemos que hacer y tener paciencia con las personas y las molestias de la vida, en vez de andar dañándose la salud con mortificaciones exageradas. Desde cuando era seminarista sentía una gran predilección por los pobres, los enfermos y los abandonados. El Sumo Pontífice había fundado un albergue para recibir a las personas que no tenían en dónde pasar la noche, y allá fue por muchos años el joven Juan Bautista a atender a los pobres y necesitados y a enseñarles el catecismo y prepararlos para recibir los sacramentos. Se llevaba varios compañeros más, sobre los cuales él ejercía una gran influencia.
También le agradaba irse por las madrugadas a la Plaza de mercado a donde llegaban los campesinos a vender sus productos. Allí enseñaba catecismo a los niños y a los mayores y preparó a muchos para hacer la confesión y recibir la Primera Comunión.
Los primeros años de su sacerdocio no se atrevía casi a confesar porque le parecía que no sabría dar los debidos consejos. Pero un día un santo Obispo le pidió que se dedicara por algún tiempo a confesar en su diócesis. Y allí descubrió Juan Bautista que este era el oficio para el cual Dios lo tenía destinado. Al volver a Roma le dijo a un amigo: “Antes yo me preguntaba cuál sería el camino para lograr llegar al cielo y salvar muchas almas. Y he descubierto que la ayuda que yo puedo dar a los que se quieren salvar es: confesarlos. Es increíble el gran bien que se puede hacer en la confesión”.
Se fue a ayudar a un sacerdote en un templo a donde acudían muy pocas personas. Pero desde que comenzó Rossi a confesar allí, el templo se vio frecuentado por centenares y centenares de penitentes que venían a ser absueltos de sus pecados. Cada penitente le traía otras personas para que se confesaran con él y las conversiones que se obraban eran admirables.
El Sumo Pontífice le encomendó el oficio de ir a confesar y a predicar a los presos en las cárceles y a los empleados que dirigían las prisiones. Y allí consiguió muchas conversiones. De todas partes lo invitaban para que fuera a confesar enfermos, presos y gentes que deseaban convertirse. A muchos sitios tenía que ir a predicar misiones y obtenía del cielo numerosas conversiones. En los hospitales era estimadísimo confesor y consolador de los enfermos. Sus amigos de siempre fueron los pobres, los desamparados, los enfermos, los niños de la calle y los pecadores que deseaban convertirse. Para ellos vivió y por ellos desgastó totalmente su vida.
El se mantenía siempre humilde y listo a socorrer a todo el que le fuera posible. El 23 de mayo del año 1764, sufrió un ataque al corazón y murió a la edad de 66 años. Su pobreza era tal que el entierro tuvieron que costeárselo de limosna. La estimación por él en Roma era tan grande que a su funeral asistieron 260 sacerdotes, un arzobispo, muchos religiosos e inmenso gentío. La misa de réquiem la cantó el coro pontificio de la Basílica de Roma.
(http://www.ewtn.com/SPANISH/Saints/Juan_Bautista_Rossi_5_23.htm)
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